El sábado al medio día habíamos decidido comer unas empanadas. El tema era dónde. La calle está repleta de puestos de comida al paso, humildes en su presentación, sobre chapas, sobre cajones de cervezas dados vuelta se inventan mesadas, parrillas, lavatorios que no lavan, tierra que va a parar sobre los pollos asados o sobre los cabritos que no han llegado ni a darse cuenta de lo temprano que morirán; ranchos de chapa y plástico que tras dos días de agite enardecido se derrumbarán como esperanzas vagas, emulan la trastienda de los restaurantes paquetes, en donde las cocinas también son un asco. Al menos aquí todo está a la vista, no hay engaños ni precios exorbitantes.
En Los Lagos, durante el festejo de cumpleaños de Doña Luisa Carabajal, fallecida quince años atrás, la calle asume una multiplicidad de sentidos; será pista de baile, será el living en el que dos amigos se encuentran una vez al año, pero siempre allí y para esa fecha. Será el espacio en donde el tiempo se aletarga, en donde la primera cerveza puede ser la última o la séptima y la segunda docena de empanadas pasa más ligera que la primera. Resolver si se pide otra o no, pasa a ser un gran conflicto, el más importante que atender. Será el exacto sitio donde la chacarera se sienta acunada y mimada por una mano de polvo. Bailar, chupar, empanadear y conversar. Reír, reírse mucho, tanto que la cara se levanta buscando el cielo limpio, entre azul y celeste. El sol parte la cara con una templanza que en invierno parece cuento. La música llegará desde todos los costados posibles, como si brotara de la tierra, acá todo el tiempo hay música y es curioso, uno no se satura. Lejos queda esa sensación de querer que algo termine; en cambio, uno desea que aquello continúe, se prolongue, pero el sol siempre se va, se va para volver y nuestra piel da cuenta de ello. En la noche la chacarera vuelve pero sobre el cemento de una cancha de básquet desgastada. Entonces el zapateo se hace doloroso para las articulaciones; quedó atrás el matecito de las siete y ese volver a lo de Sara, esa charla intrascendente de la que nosotros, los urbanos, aprendemos tanto y la recordamos. Sara tiene doce camas en una habitación, las renta, Sara te atraviesa con el comentario más descontracturado, te tira las cosas así, con sus infinitas prendas de vestir y su picardía alrededor del brasero en donde calienta el agua para el mate, en la misma pava desde la que lo ceba. Sara no usa termo, te pregunta si estás casado delante de la persona con quien te deberías casar, Sara no usa gas, sólo leña, Sara le recomienda a Pao que me “enganche”, porque a los picaros como yo -dice ella que según nos cuenta se ha casado con uno parecido a mí-, hay que “agayarlos”, arrastra la “r” al decirlo y nosotros reímos. La noche nos encuentra en un patio que le pelea a la pobreza, en el que siempre hay un fuego prendido y un mate por compartir; en los otros patios suceden escenas similares y son cientos. El barrio Los Lagos se enciende en agosto. Sara usa leña para cocinar y eso, creo, dice bastante de ella.
En la peña El Carabajalazo, la noche y la música van pasando. Luego de que Demi Carabajal muestre la plasticidad que la chacarera puede asumir, al instante de deslumbrar con ese talento que contrasta la negrura de su piel con la compleja dulzura de su poesía, Demi hilvana ritmos en donde parece que no entran las vocales de las palabras que canta, parece que se hubiera equivocado, uno teme por él, pero esta todo pensado. Su música es vertiginosa, juega a caer en la desarmonía y en verdad es enormemente armónico y lúdico. Entonces la presencia de Peteco en el escenario se va acercando y es inminente. No sé por qué, sinceramente no puedo explicarlo, cuando él está ahí arriba la cosa siempre cambia para bien y se mejora la vivencia que, momentos antes ya era o parecía ser, inmejorable. Entonces una tras otra, van pasando sus chacareras y zambas y aunque no es un disco de grandes éxitos, son todas composiciones preciosas y conocidas; por lo bellas, por lo bailable, por lo profundo de su poesía, por lo que agrega verlo en vivo, por el registro de su voz, por la devoción de los lugareños hacia su figura. Más tarde y como cierre de la noche Peteco y Demi tocan juntos. Ya sucedió casi todo cuanto se podía pedir.
El viaje ha sido, a estas alturas de la noche, muy reconfortante ya, los mil kilómetros que separan Santiago del Estero de La Plata, han quedado en la columna y los riñones, sólo como un dolor efímero. Claudia, Pablo, Nacho, Pao y yo estamos muy contentos. Nacho ha aprendido a bailar chacarera esa misma tarde, “enseñame la teoría”, le había pedido a Claudia; Nacho baila mal, pero es gracioso verlo en ese intento. Él y yo estamos beodos. Claudia, que no está borracha de pronto se cae en medio de la pista, encima mío, de una manera absurda y bastante más graciosa que el estilo de zapateo que Nacho ha asumido como “su estilo” Pao está feliz y algo bebida, son como las tres de la madrugada y la noche está en su punto más alto. Desde ahí abajo Pao, desde su altura mínima las cosas parecen asumir un tinte diferente, desde allí nunca ve nada, solo espaldas ajenas. Eso parece no quitarle su singular capacidad para identificar la esencia de las cosas, eso que tanto me conecta con ella, como con nadie más, eso que me obnubila y alimenta. Pablo, mi hermano, también esta radiante y es raro para mí. Viajar con él, compartir, conectarse con los acontecimientos y un sentir, más que en la oralidad de la palabra. En esos momentos me doy cuenta lo que lo quiero. Nunca podré decírselo, nunca sabré cuanto, soy tan sensible como obtuso, la palabra para con mis afectos es algo complejo de descifrar. La palabra escrita o cantada, la chacarera por ejemplo, en ese sentido, nos salva. Ahora estamos en la misma fila, alistados, cada uno frente a su mujer, la chacarera esta por arrancar, Peteco inicia un nuevo canto; medio giro para un lado, otro, vuelta entera, manitos arriba, zapateo, la cosa se repite. Peteco sigue ahí cautivándonos, siento mi espíritu elevado, estoy feliz por estar allí, por haber arrojado a otros a estar allí y corroborar que no equivocaba mi sentimiento acerca de lo que a otros podía sucederles estando en el cumpleaños de Doña Luisa Carabajal; pero el resto de la gente también baila y se los ve felices, sus motivos de felicidad, es curioso, coinciden con los mío, estamos allí más o menos por lo mismo y comulgamos en cierto estado de gracia. A mi felicidad le suma mucho el compartir.
La madrugada ha despuntado en la ciudad de La Banda. Al salir de la peña, el frío impacta sobre nuestros cuerpos, aparecen caras conocidas de un día atrás, rostros que uno ha ido cruzando durante la tarde o la noche, o durante la tarde y la noche; los cordobeses que lo instaban a Pablo a tocar con ellos, los santafecinos, un santiagueño algo insano que, la noche anterior se había sentado en nuestra mesa y que insiste con que me parezco al jugador del Nápoli, Pocho Lavezzi. Me dedica una chacarera desde el escenario, se ha subido allí prepotentemente, se ha colado en la larga lista de músicos que esperan poder mostrar sus propuestas en el Patio de la Abuela. El loco Luis toma el micrófono y dice, “bueno quiero agradecer por este momento que no pensaba tener (risas); este tema es para los chicos de… (Nos mira desde el escenario buscando que en nuestras caras aparezca escrito el nombre de la ciudad de donde provenimos) no sé dónde, bueno para Pocho Lavezzi (risas)”. Hay otro loco del lugar vestido como con un uniforme, lleva camisa y corbata, un silbato en la boca, hace sonar el silbato pero está muy ebrio, no se sabe si está cobrando un full o si está deteniendo el tránsito; lleva una cachiporra de madera en la mano, “pa´ser yecagar a los changos” dice Totó, un tipo limitado, un loco inofensivo que cuida los autos de los atracos; un loquito que levanta los platos y las botellas vacías de las mesas del restorancito donde comeremos la noche siguiente.
Los recuerdos me vienen así, truncos, cruzados en los días, mezclados los horarios, limpias las expresiones, tierna esa mueca eterna de la piel, que a esta edad ya se arruga ante cada sonrisa desprendida, ante el grito que acompaña una carcajada o la repitencia infinita de estribillos cantados que no encuentran agotamiento alguno en la efervescencia social que los acompaña.
“Me voy sólo con mi suerte, la llevaré en mi recuerdo, bajo un añoso algarrobo, cortaba el aire un pañuelo; bailando una vieja zamba, yo le entregaba mis sueños” dice la zamba de Peteco. Yo me llevo conmigo todo esto, comparto con ustedes ese retazo de vida transitado con una enorme felicidad, ¿apenas dos días? No. Son momentos, muchos más momentos que los que caben en dos días, son uvas cayendo de madurez, son decisiones sostenidas con el cuerpo, intensas, plenas, saciadas, son sustancia que ocupa espacio, es la espesura de la fiesta popular, es la calle poblada de comida y música. Es la calle habitada. Será la diablura...
3 comentarios:
:) q lindo q puedas disfrutar de eso! y q envidia!!! besos y saludos a la flia...
Qué bueno contar con este espacio!! se ha hecho realidad finalmente Nacho! felicitaciones. Pese a las dificultades, está bueno saber que en la tecnología es posible encontrar a un aliado! Besos!!! Jose
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