22 feb 2024

Días son días

 

Por Nacho Fittipaldi 

Juguemos, digo yo: a ver Sabi, mencioná cinco defectos que tengo como papá.

Respuesta: es que te vas a enojar. 

Yo: no, dale, es un juego. 

Sabi: sos muy enojón, te enojas rápido, gritas mucho, puteas mucho, y… ¿a ver? Algo que duela, sí, cuando algo te sale mal empezas a putear. 

Eso es lo que piensa mi hijo de 8 años de mí.

Desde el 10 de diciembre, con el cambio de gobierno, regresé a trabajar a mi antiguo trabajo, la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. Este regreso, parece un mal paso de comedia, no solo por la fisonomía de los gobernantes, sino por las características de la institución. Por momentos recrea situaciones alucinantes como el hecho poco honorable de que no haya papel higiénico en los baños. Cagar es un derecho humano. Limpiarse el culo una conquista. La gente sube y baja pisos buscando en qué baño se encuentra el glorioso invento que, en algún momento más holgado de la Argentina, se utilizó para arrojar al campo de juego cuando los equipos de fútbol ingresaban a la cancha. El dato se pasa entre los compañeros de más confianza: che, en el primer piso hay papel. Otro elemento central para comprender la dinámica de esta casa es que las oficinas de los diputados son, en promedio, diminutas. Sin exagerar de unos cinco metros cuadrados. Allí los asesores de los diputados debemos acomodarnos entre sillas, escritorios y computadoras. Se las conoce como “pajareras” tanto por la cantidad de oficinas y sobre todo porque están dispuestas en modo dúplex. En el piso de arriba van los asesores, en el piso de abajo el, o la, diputada, los pisos se conectan a través de una empinadísima escalera. En ese contexto y con una sobrepoblación de personal como telón de fondo, decidí habitar la oficina, no ya de mi diputado, sino la de Juan. Un viejo amigo con oficina propia, con oficina bastante más amplia que la pajarera. Cariñosamente Juan me recibe todos los días, en esa oficina esta él y sus compañeros que por determinadas situaciones están bajo su jerarquía. Esto es un punto que debe ser subrayado, Juan es mi amigo, las personas que trabajan con él, no. Juan ha decidido cobijarme, pero ha sido su decisión, no la de sus compañeros. Yo me muevo con cautela, trato de no molestar, no me meto donde no me llaman y pongo la mejor de las ondas para que la convivencia sea lo mejor posible. Sin embargo, ayer se dio una situación algo incomoda en la que básicamente uno de esos empleados que conviven con Juan (y ahora conmigo) esgrimió una serie de ideas que coincidían, casualmente o no, con mi situación en la cámara. Estaba muy ofuscado. con esos que nos fuimos a cumplir funciones afuera de la Cámara durante el mandato de Alberto y que luego volvimos con la derrota de Massa. Algo así como que los verdaderos trabajadores legislativos son los que se quedan “acá” más allá de las idas y venidas de los diferentes gobiernos. Trabajadores legislativos vs la militancia que salió a probar suerte a otros espacios de la gestión. Como mecanismo de autodefensa y por elección decidí no responder a ninguna de esas provocaciones. Primero porque no se discute con alguien a quien no se conoce y segundo porque en ausencia de Juan era dinamitar un espacio que necesito. Pero evitar hablar de la muerte no nos convierte en inmortales. Así que todo lo oído fue sedimentando y de allí surgieron preguntas y están faltando respuestas.

 

Como si fuera poco, al llegar a casa me encuentro que por un error del arquitecto tuvieron que romper parta de la nueva cocina que ya estaba prácticamente terminada. Pienso en que hay que comprar más materiales para reponer lo roto. Pienso si el arquitecto se hará cargo de ese gasto o si mirará para otro lado con cara de “yo no fui” Me debato entre encararlo o hacerme el boludo para evitar la confrontación. La zanja de medio metro de profundidad que atraviesa la “vieja cocina” de punta a punta no hace más que agudizar la sensación del mal día.

 

 

 

Jueves. 06:00 AM, suena el despertador. Hay que ir a nadar.

 

Desayuno, salgo a las apuradas, en el nuevo formato de país solo puedo nadar una hora, me tiro a las 07 y salgo exactamente a las 08. 08:43 tomo el tren y salgo para CABA.

 

Me tiro a nadar con Arturo, al rato llega Roberto, dos nadadores que tienen un ritmo de nado muy superior al mío, me paso a otro andarivel que se libera azarosamente. Al rato veo que un pibe, un poco más joven que yo, se pasa a nadar a ese mismo andarivel. Pese a que estoy volviendo de la inactividad de casi dos meses, lo paso varias veces sin dificultad. Su ritmo de nado no entorpece mi entrenamiento. Pese a eso siento dos roces y alguna incomodidad al sobrepasarlo, llegando a la pared le toco el pie (código entre nadadores para permitir el sobrepaso) para que me deje pasar, lo paso, hago la vuelta y cuando estoy haciendo la onda subacuática siento que me sujeta del tobillo. Algo que solo se hace en broma con alguien de mucha confianza. No es el caso. Al llegar a la otra punta termino mi bloque, corto el cronómetro, miro el tiempo, tomo agua, unos segundos después llega él.

 

-Flaco, cuando me pasas, no te me tires encima. Dice, el tono no es el mejor. En el andarivel estamos solos él y yo.

 

- ¿En qué sentido? Respondo. La repuesta lo descoloca. Su próxima respuesta lo obliga a utilizar una retórica no usual en las piletas de natación.

 

-En el sentido de que no te me tires encima, casi me pegas una patada en la cara.

 

La conversación transcurre frente a frente con las antiparras puestas. Para darle otra entidad a la charla, me saco las antiparras y le pongo una cara de orto que evidencia mi mal estar con él, con el arquitecto y con el de la oficina de Juan. No digo nada, simplemente lo miro.

 

-Bueno discúlpame, perdona que te hablé así.

 

-Dale flaco, no pasa nada. 

Subo al tren, como una banana y tomo agua. Pese a la hora el calor es agobiante, el aire acondicionado del tren no logra evitar que me empape de sudor, la remera se me moja toda y solo deseo que esto no sea el preámbulo de otro mal día. Saco el libro, me pongo a escuchar música para evadirme de la realidad, estoy leyendo Ayer de Agota Kristof. El relato es lúgubre y agudiza todo lo sórdido que viajar en tren implica. El exilio de Sandor Lester en la Europa de postguerra es más tétrico y triste que la versión de Barro tal vez que un músico interpreta, ahora mismo, en el vagón en el que viajo. Su guitarra ostenta una desafinación tan agobiante como la lejanía que existe entre ese muchacho y la Europa de postguerra. 

Sin embargo, una vez que el muchacho de la guitarra termina con su profanación, también termina el disco de Quique Sinesi que escucho en Spotify, comienza el modo aleatorio y mágicamente suena Los tres deseos de siempre, de Carlos “el Negro” Aguirre. La emoción sube desde el fondo de las vías, hasta el cerebro. Años sin escuchar esa melodía, esos coros dulces y acuosos, de repente me siento seco, fresco, ágil, sin agravios, sin cocina rota. Continúo con la lectura y entonces sucede lo que el lector no espera, lo que en ese mundo gris y fabril en el que Sandor Lester se mueve, parece imposible. Sandor encuentra a Line después de 15 años. Después de esa larga espera Line aparece ¿aleatoriamente?  Encuentra lo que venía buscando en ese país tan hostil, lejano y ajeno, tan lejano que no le es propio, como la oficina desde donde ahora escribo y tomo mate esperando que llegue Juan. Como cada mañana desde el 10 de diciembre.


13 nov 2023

Sobre la posibilidad de morir sin que nadie se dé cuenta



Por Nacho Fittipaldi

Es sábado temprano y el sol pega fuerte pese a que son las 10:30 Hs. Estoy en ayunas desde ayer a las 22 Hs. Eso me genera un fastidio que pone mi mal humor como rasgo saliente del día que se inicia. A las 12:30 horas tengo turno para hacerme una ecografía abdominal y hasta entonces no puedo comer ni beber nada. La imposibilidad de tomar mate a la mañana me pone al borde de mí. Eso es mucho peor a lo del jueves/viernes que ayuné 12 horas, pero en ese caso el estudio de sangre fue a las 07:30 horas, salido de ahí el mate que me aguardaba en el auto fue para mí como nadar en el mar. Ahora en cambio, el tramo que me queda hasta el mediodía se me hace eterno. No tengo hambre, pero mato por un mate bien cebado.

Una vez en el metro de Nueva York un sujeto llamado Christie Wood se sintió ahogado. Pidió ayuda, pero no recogió adhesiones. Falta de aire al principio, dolor punzante en el pecho, la famosa pata de elefante alojada en el hombro izquierdo. Se sentó en un asiento que alguien le cedió fastidiosamente. Se acomodó allí como la gran cosa. Christie Wood se descompuso en total silencio y no sin algo de culpa. A nadie le gusta incomodar. Falleció ese mismo día en el mismo asiento que le habían cedido minutos antes. Murió en el metro mientras viajaba de su casa al trabajo, pero recién 48 horas después de aquél ahogo inicial, alguien advirtió que algo hedía en el vagón.  Wood estuvo dos días muerto en el metro de Nueva York por donde circulan cientos de miles de pasajeros, ninguno se percató de que Wood estaba allí, imposibilitado de todo, elementalmente muerto.

Abro la puerta y salgo al jardín, antes de llegar al jardín veo a Balu, nuestro perro, curiosamente echado, de costado, con la respiración lenta, casi indescifrable. Siempre pienso que un perro puede morir así y si uno no es particularmente dedicado con la mascota, el perro podría correr la misma suerte que Christie Wood. Balu se escribe Baloo, pero se pronuncia Balú. En su libreta sanitaria escribieron Balu. Baloo es el nombre del oso de El libro de la selva de Rudyard Kipling; y era el nombre de un perro que teníamos en nuestra casa cuando éramos niños y vivíamos todos juntos y había un mundo en relación a esa casa. Y podría decir que en ese mundo éramos felices.

Cuando Piero sale al jardín dice “Balú está muerto” Automáticamente un pensamiento me parte al medio y pienso “¿Se murió y no me di cuenta?” Giro sobre mí y veo que Balú respira, leve e inesperadamente, respira. No está muerto, pero tiene un agujero en la pierna del tamaño de un cubito de hielo. Veo la carne, la piel ajada, luego otra herida más pequeña, y otra, y otra. Lo acaricio, le hablo, le pregunto qué te paso, quién te hizo esto. Tal vez sea el momento de mayor cercanía y honestidad entre este perro y yo. Y pienso que tal vez sea el último. De repente la ira me posee, no sé de dónde sale y mucho menos a dónde va. Grito, insulto, temo un poco por la suerte del perro, sé que debo hacerme cargo de esa situación y que eso impedirá mi asistencia al turno, que ayuné al pedo y que como me dejé estar tendré que conseguir una nueva orden médica porque esta vencía hoy mismo. Alzo al perro entre palabras que hoy no recuerdo pero que asumo absurdas, lo deposito en el baúl. Al volver al living en busca de la billetera Sabino llora, su angustia es profunda, honestamente no sé si llora por mi reacción desacomodada o si la situación de Balú lo ha puesto de cara a la inminencia de la muerte. Sabino no responde mis preguntas. Me voy con Balú en busca de auxilio.

A partir de ese momento todo lo que sucede en esa mañana es una sucesión de cosas no planificadas. Su veterinario me dice en la puerta de la veterinaria que él no atiende casos de gravedad, me indica otra veterinaria en City Bell. Voy hacia allí. Toco timbre, una chica muy joven me atiende a través de una reja, le digo que tengo al perro en el baúl y que no sé qué tiene pero no luce nada bien. Abre la reja, desde adentro del local se oye un gato maullar, la piba sale y me pide que abra el baúl. Balú ni mosquea, está en shock. Minutos más tarde estoy adentro con el perro arriba de una camilla. Se inicia una sucesión de preguntas sobre el animal de las que no siempre tengo respuestas: fecha de nacimiento, edad, motivo de las heridas, vacunas dadas. Nace en mí una vergüenza extraña que viene, un poco de la posibilidad de que el perro muera sin haber establecido un vínculo de afecto; y por otro lado la escenificación de lo allí dispuesto que me tiene a mí impostando una relación que no tengo con este animal. Lo acaricio, le hablo, finjo una afección que no tengo con los animales excepto que esté en el sillón viendo National Geographic. Mientras todo esto ocurre en mi cabeza, voy pispeando la hora en el reloj de pared. Calculo los minutos que tardaría desde allí hasta La Plata con el solo objeto de hacerme la ecografía. La miserabilidad solo es interrumpida por un profundo malestar generalizado, van doce horas de ayuno y sostener la pierna con una herida profunda y sangrante no me ubica a mí en el lugar del heroísmo. Por el contrario, las náuseas van apareciendo a medida que esto se va extendiendo en el tiempo. Son tres pibas y yo para sostener un perro de 25 Kg. No debería ser una proeza, pero va camino a eso. Balú tira mordiscos que van a ninguna parte por el oportuno bozal que la veterinaria le colocó. Otro pensamiento me arrebata mientras me digo a mi mismo: no tenes por qué mirar la herida, te están pidiendo que sujetes la pierna, no que seas un hombre. Y si Piero no detectaba el estado crítico del perro ¿qué hubiese pasado?

Tiempo después del episodio, y ya enterrado en su tumba de minoría étnica, un funcionario de la Autoridad de Tránsito de la Ciudad de Nueva York  se preguntó cuántas veces Christie Wood había hecho el tramo completo del recorrido, de punta a punta de la ciudad, durante aquellas 48 horas. Incluso se preguntó si no cabía enviarle a la familia una notificación de la deuda, junto con el pésame, que Wood había contraído por los viajes realizados en aquellas 48 horas de anonimato, indiferencia y uso indiscriminado y frenético del servicio público de transporte neoyorquino. 


 

12 ago 2023

Un sábado como hoy

 


Por Nacho Fittipaldi

07:45 horas. Suena el despertador, remoloneo en la cama. Siento en la cara el frio que sospecho hace afuera. Hoy toca nadar como cada sábado desde hace ya varios meses. De las rutinas asiduas esta es la que más disfruto. Sin embargo, antes de poner un pie en el piso sé que no quiero nadar. Me lo dice mi cuerpo. No estoy cansado, pero no tengo ganas. Ni más ni menos. Con el calorcito del acolchado aun en el cuerpo recreo en mi cabeza la caminata por el pasillo que termina en la pileta, ya en zunga, casi en bolas, el frío ahí pega con una crueldad injusta e inusual. Desayuno lo de siempre: un tazón de yogurt, una banana, una manzana y frutos secos. Salgo a encender el auto y la calefacción, vuelvo a entrar. Preparo la bebida para el entrenamiento y la proteína para después de él; pongo agua a calentar para el mate posterior a la nadada. Agarro el bolso, abro el baúl, acomodo el bolso ahí, veo que hay una botella de vino que iba a abrir con amigos (hace un tiempo) y que permanece ahí recostada, esperando el deseo. Subo al auto. Vuelvo a mirar el entrenamiento de hoy: 6.200 metros. No tengo ganas de nadar. Salgo.

Al tocar el agua compruebo que esta dos o tres grados más caliente de lo aconsejable. Esto va a ser largo y fastidioso. Nadar con agua caliente es agobiante y agotador. Mientras nado pienso cosas malas y feas, es como si la mente jugara en contra mío, en vez de darme motivos alentadores para ejecutar lo que no quiero me da motivos verdaderos para abandonar lo que no quiero hacer. Hoy no quiero nadar. Sin embargo, con el correr de los minutos y las horas el cuerpo va generando alguna sustancia química que cambia poco a poco mi estado de ánimo y como consecuencia de eso mi cabeza empieza a pensar cosas lindas y alentadoras. Después de todo nadar seis kilómetros sin ganas, algo más de dos horas de entrenamiento, no es algo de lo que uno deba avergonzarse. Luego lo de siempre. Los músculos acomodan la realidad, quedan agotados, lábiles, transparentes, livianos. En la post-nadada el estado es de levedad gravitacional y es, tal vez, la razón principal por la que me encanta nadar estas distancias. Nadar es también lo que le pasa al cuerpo después de nadar. Una vez más compruebo que nadar acomoda casi todo. Siempre es mejor ir. Salgo a las 11 Hs. Decido ir a comprarme algo, alguna pavada no muy cara que me de placer. Estaciono el auto pensando en que antes tengo que buscar un repuesto para la tapa del termo. El lugar en el que dejo el auto es aleatorio, básicamente donde encuentro lugar. Sin embargo, cuando bajo veo, sobre la vereda, en el frente de una casa clásica de City Bell, esas que permanecen estoicas frente al avance de las casas de hamburguesas y papas fritas, una pizarra con una leyenda. Dice:

¿Es una panadería lo que hay al final del pasillo?

Reconozco la retórica del mensaje, sé quién lo escribió, desde hace un tiempo lo busco sin mucho esfuerzo. La semana pasada Martín me dijo "la próxima comprale a Marquitos" Modifico radicalmente el rumbo de la mañana que va acariciando el mediodía. Entro al pasillo, el frío avala la campera que llevo puesta. Al final del pasillo largo hay un pequeño jardín. Luego una construcción baja, probablemente hace veinte años haya sido una galería o un invernadero. Hoy es una panadería artesanal, técnicas antiguas de fermentación, prioridad la calidad de los productos primarios, cadena corta de comercialización. Saludo, me cebo un mate, una chica con un rostro limpio y sin defectos atiende con dedicación y una suavidad que acompaña el clima del lugar. Mientras la gente que está antes que yo elige qué llevar, voy pensando que compro yo. Hay de todo. Le pido un pan de leche, dos facturas de crema pastelera, tres croissants y dos facturas con membrillo. No estoy disconforme con la compra, pero esta chica no es la persona que yo esperaba encontrar. 

En ese mismo instante y cuando la desilusión comenzaba a tomarme se abre una puerta, aparece él, nos miramos, nos reconocemos después de más de 28 años sin vernos, ni saber nada uno del otro. O eso creo. Yo finjo sorpresa, “Ey Marcos qué bueno verte” después nada, comentarios de gente que no se ve hace tiempo. “Leí algo tuyo hace poco” dice. Ahí mi sorpresa es real y autentica. Entonces surge algo. Él dice “Hagamos algo acá, yo hago unos panes, vos lees, tomamos unos vinos” La idea me seduce, pero más que nada me sorprende que algo se pueda calibrar así de finito en cinco minutos pequeños e insignificantes y que todo dependa de que haya lugar para estacionar o no. Me voy de ahí contento e ilusionado por más de un motivo.

Llego a casa, Sabino me abraza me cuenta que metió tres goles y dos asistencias. Te amo, le digo mientras le huelo el cuello. Yo también, responde. Nos sentamos a comer milanesas con puré y ensalada. Mientras como el cuerpo va anunciando la necesidad de la siesta y el té que me duerme. Le propongo a Pao que nos acostemos a ver una peli sabiendo que nos dormiremos. Sucede y se siente tan bien.

A la hora de la merienda pongo sobre la mesa lo que me traje de Boulangerie Rodante, riquísimo todo. Como el frío no cesa enciendo el fuego en el hogar, me siento en el sillón con los pies cerca del fuego, abro el libro de Mariana Enríquez, continúo la lectura, voy por la pagina 293, abras donde abras da escozor. Piero se sienta al lado mío, él lee Robin Hood. Hay silencio en la casa y no anuncia temporal. En un rato voy a abrir un buen vino y brindaré, no sé bien por qué porque hay motivos de sobra. Un sábado como hoy se lo deseo a cualquiera.

 

26 may 2023

Crónica de un partido del mundial sub 20 en Argentina

 Por Nacho Fittipaldi  


El prejuicio es un lastre. Con algo de prejuicio entro a la página web de la FIFA, busco el precio de las entradas para el Mundial Sub-20 que se desarrolla en Argentina. Ingreso descreído de poder comprar esos tickets teniendo en cuenta que lo hago más por Piero y por Sabino que por mí. ¿En qué otro momento de sus vidas podrán asistir a un mundial? El aluvión futbolístico del que forman parte luego de la victoria en Qatar, me lleva a concretar esta buena idea.

Navego en la página buscando los partidos que se disputan en el Estadio Único de La Plata. Ahí veo las distintas sedes y más tarde caeré en la cuenta de que el Estadio Malvinas Argentinas aparece como Estadio Ciudad de Mendoza. En esta fase de grupos los partidos son más bien poco interesantes, por lo general una potencia futbolística contra un equipo muy inferior. Pero de pronto, oh sorpresa, leo Uruguay vs Inglaterra, 25/05/2023 Estadio La Plata. O sea que la FIFA también omite el nombre verdadero del estadio que es Estadio Único Diego Armando Maradona. Doble clic. Ingreso. Busco entradas, plateas agotadas, poca disponibilidad de populares. Al ver el precio de las entradas pienso que debe haber un error. Acerco la mirada con desconfianza, no sin algo de sospecha acerca del estado de mi visión. No tengo ningún problema de vista, pero ese precio que veo no puede ser real. La entrada vale (casi) lo mismo que un kilo de pan. Instintivamente me nace una cosa medio altruista con la FIFA que es la de avisar que los precios están mal. Luego me nace algo más sensato y cargo la cantidad de cuatro entradas a la orden de compra. Doble clic: su compra ha sido efectuada con éxito. Bien yo.

Llego a casa y medio como quien no quiere la cosa aviso que tenemos planes para el jueves a la tarde. No digo cuales porque con estos pibes hay que manejar la cuestión de la ansiedad. Pueden ponerse muy densos. Llega la noche y sin que tuviera ninguna información al respecto Piero dice, ¿“En serio que no vamos a ir a ver ningún partido de la selección?” Respondo que no porque Argentina juega en otra sede y que para octavos de final, semis y final ya está todo agotado. Luego y aunque me propuse no decir nada les cuento que compré entradas para ver a Uruguay vs Inglaterra. Alegría besos, abrazos. Bien yo. Son esos breves segundos en los que subo al podio del mejor papá del mundo y desde donde me bajarán a una velocidad inaudita y con igual intensidad que durante el ascenso.

Llega el día. Amanece nublado. El día anterior llovió copiosamente en la ciudad. Durante la mañana y para mis adentro le imploro y rezo a ese Dios en el que no creo pero al que me entrego cuando lo necesito. Que por favor no llueva, eso pido. No llueve. Ese día se almuerza rápido y liviano. A las 14 horas estamos saliendo para el estadio.   Ni bien asomo el auto a la calle una fina garúa moja el vidrio del parabrisas. Llovizna. El viaje a La Plata presenta sus dificultades. Sabino está enojado y Piero está feliz, cómodamente feliz lo cual lo ubica en el vértice exacto y complejo de la infelicidad. Siempre a punto de caer. Siempre dispuesto a llevarme con él. Cruzo circunvalación por calle 13, subo por 33 hasta 18, veo que hay una cantidad de vehículos estacionados ya a diez cuadras de la cancha. Esto está lleno. Estaciono. Lo que era una llovizna ahora es lluvia. Bajamos con las camperas, yo con mi paraguas y Pao con el suyo. Caminamos hasta 19 y al llegar a 32 veo una cola de gente que me alerta. Callo para no alimentar el escepticismo Fittipaldi que habita en Piero, y que viene de mi Padre. Hay mucha gente a 500 metros de uno de los principales accesos. Alerta. Pregunto a un agente de tránsito municipal (último eslabón de la especie humana) a qué se debe esa fila. Supongo que hay gente sin entradas y/o que están vendiendo algún remante y que la fila se explica por algún imponderable de último momento que la FIFA no logró resolver en su matriz de contingencias. Son las 14.45 horas y faltan quince minutos para el inicio del partido. Con una suficiencia digna de Roger Federer el gordo responde:

-          -Es la cola para ingresar, pa.

-          -Ok. Tengo entradas para la popular sur. ¿Ese ingreso por dónde se hace?

-         - No –dice el gordo- es un único ingreso para todo el público. Platea, popular, todo junto. Una sola fila. La cola llega hasta 25 pero va rápido.

Hasta ese momento no había registrado que la cola no solo llegaba hasta calle 25, es decir de 19 hasta 25 eran 600 metros de cola, una nutrida cola con varias familias por metro cuadrado, sino que además la cola partía desde calle 25, llegaba hasta 19 y ahí hacia una U, conformando esa irritable costumbre tan argentina como el dulce de leche: la famosa doble fila. O sea que había 1200 metros de fila, una fila que por cierto avanzaba a paso de tortuga. La lluvia no para de aumentar su intensidad. Guardo silencio tratando de no decir lo que pienso. Instintivamente pienso en Chiqui Tapia, no sé por qué. Pienso en él y en la Policía Bonaerense, alguien en algún momento pensó que lo mejor era hacer entrar a las 28.000 que pagaron su entrada por un solo ingreso, habiendo al menos otros diez disponibles. Yo pienso que fue Chiqui Tapia o el Jefe de la Policía, pero no salió de ahí, no se puede ser tan hijo de re mil putas.



Ya bajo una lluvia muy intensa y habiendo avanzado 100 metros Piero inicia lo que será un boicot persistente y fundamentado contra la salida familiar. “Volvamos a casa” “vamos a entrar cuando el partido termine” “esto es una mierda” “por qué no vinimos antes” “al pedo pagamos $20.000” En su cabeza él cree que las entradas salieron eso. Nunca pagamos ese monto. Pero la última de sus afirmaciones lo demuestra como el argentino que es: colémonos. Luego de eso empieza con que ponga el partido en el celular. Con que le vaya diciendo el minuto a minuto del partido. Que cuando entremos va haber terminado el partido. Algo es cierto, ya pasaron 15 minutos y aún no hemos pegado a la vuelta de la dobla fila. Mi estado Zen dura hasta allí, le respondo de manera violenta y concisa algo que no voy a reproducir acá. No me enorgullece.  Como si fuera poco el individuo que esta adelante nuestro en la fila, un gordo (otro) inicia un boicot persistente y fundamentado (otro) acerca de por qué deben regresar a su casa y abortar el plan familiar, el suyo. Ellos, como el 95% de los que están en la cola, se vinieron sin campera de lluvia, algunos sin campera y sin paraguas. La mansedumbre de la gente es para el Nobel de la Paz. Mágicamente la fila inicia un ritmo de avance esperanzador, son las 15.20 horas y la lluvia no amaina. Inglaterra ya gana 1-0. Desde donde estamos se escucha el bullicio de la gente que está adentro del estadio. Las injusticias del juez son repudiadas por el pueblo Charrúa. Veo el control policial, saco el celular para mostrar las entradas, nadie me las pide, “el paraguas no entra” dice el cana, miro al costado y veo que Pao realiza su descargo ante la mujer policía que la cachea, “el paraguas no entra -repite el cana- descartalo” dice. Ni bien paso esa barrera tiro el paraguas en una montaña de otros paraguas, mi paraguas, el único, ese enorme, azul a cuadros, el que lo vio alguna vez sabe de cual hablo, ese paraguas, un señor paraguas, muere ahí entre tantos otros chinos paraguas. Incomprable paraguas a números de hoy. De esas cosas que pudimos comprar en algún momento y que hoy solo son un buen recuerdo de lo que pudimos ser. La década ganada.

Corro, Piero corre detrás mío, grito de emoción, el estadio nos espera, Sabi corre, Pao corre, llueve, llueve mucho. El estadio aún está lejos y allá en lo alto. Subimos la pendiente. Al estadio se entra por arriba así que en cuanto estamos cerca se ve el césped, el verde césped, más verde y brillante por la lluvia que cae. Piero y Sabi están enloquecidos, nunca antes estuvieron en un estadio de fútbol. La gente sigue entrando, habilitan la otro popular que no estaba habilitada, corremos por el anillo de arriba de las tribunas, allá abajo como en una fosa el campo de juego, van 40 minutos del primer tiempo, Piero tenía razón. Me abruman los recuerdos, mis años de cancha, mi pasión abandonada tempranamente por la violencia epocal que no ha cesado, repito para mis adentros como en los últimos veinticinco años de mi vida, por qué no voy a ir a la cancha a ver futbol local, por qué no debo volver, por qué no hay que ir a un estadio de fútbol en Argentina. Me doy cuenta que todo eso, esa verdad contundente y antipática, tambalea. Se desarticula ante el espectáculo del deporte, todo lo demás es una mierda, pero el fútbol me puede, mis hijos me pueden, verlos felices a instancias mías me realiza. Estoy rendido ante ello y desorientado ante la evidencia de lo mucho que dependen de mí, ciertas cosas.

 

21 dic 2022

Messi, esa energía sobrenatural

 

Por Nacho Fittipaldi

La cámara toma a Messi, o, mejor dicho, su nuca. De fondo y medio borroso se ve a Montiel listo para patear el penal. Ese instante es el segundo previo a la sutura. Es un trampolín definitivo. Montiel corre, golpea la pelota, Lloris no aparece en la toma y eso dice mucho, el estadio explota. Messi cae de rodillas, el resto de los jugadores corren hacia el arco. Es el último segundo en el que Messi queda, curiosamente, en soledad. Paredes sale hacia el arco pero al ver que Messi cae al piso en soledad, regresa y lo abraza, se abrazan de rodillas en el centro del campo de juego. Es el corazón de esta historia. Paredes dice “Síííí, somos campeones del mundo, síííí. Rey, somos campeones, síííí” Messi no dice nada, como casi siempre. Llegan otros, todos abrazan a Leo como cobijándolo. En este mundial, y en la última Copa América, aprendimos que a Messi había que protegerlo afectiva y futbolísticamente. Llega el Kun desde la tribuna y abraza a ese manojo de jugadores hechos un abrojo. Dice algo no muy literario, “¡Vamos la concha de la lora, vamos la concha de la lora!” Es lo único que le sale del corazón, ese que lo obligó a parar. Él representa a todos los grandísimos jugadores que previamente vistieron la celeste y blanca y no pudieron (no es que no quisieron) salir campeón. En la sonrisa blanca y picara del Kun, están todos.

Gracias a usted…

En estos días pensaba ¿Qué tiene de raro esta selección? ¿Por qué se generó ese magnetismo que a casi nadie dejó indiferente? ¿Por qué la gente salió a las calles a festejar desde el triunfo con México? No es normal siendo que como sociedad nos criamos al calor de una inconveniente afirmación hecha doctrina: el subcampeón es el primero de los últimos. Entonces pensé que en principio está dando vueltas, desde hace mucho, una sensación de redención histórica para con Messi, ese tipo que con cara de bobo y con un carácter no siempre enérgico logró unanimidad respecto de su inmensidad como futbolista y su calidad como persona. De Roger Federer a Ronaldo y de Ben Stiller a Putin todos deseaban que Messi levante la copa. Decía que en ese camino hay un sentido de justicia que tampoco es muy habitual en la Argentina. El deseo de querer y necesitar que al otro le vaya bien para que pueda dormir en paz, y eso como un elemento primordial de justicia. Es contundente la imagen del él buscando el palco de su familia luego del penal de Montiel, achina los ojos buscando a Antonela, Leo levanta los brazos los cruza por delante una y otra vez y dice “Ya está, ya está, ya está” por la profundidad del mensaje enviado eso debería suceder en la habitación de un hotel, en privado, él y ella a solas. Pero ocurre ante 89.300 espectadores y más de mil millones de televidentes.  La misma sociedad que lo crucificó ahora necesitaba verlo redimido. Y vaya si se redimió. Ya está. 

Gracias señora…

Pensé esto, la manera en que lo hizo, él y los otros futbolistas, tampoco es habitual. Lo hicieron de un modo singular, en contra de la misma doctrina que dice que el cómo no importa. Esta selección demostró que sí importa el cómo porque básicamente lo hicieron de una manera estéticamente sublime y con un carácter arrollador. El cómo de este grupo implica la humildad de un técnico totalmente fuera de libreto, siempre de jogging como un profe de educación física y no presumiendo de modelo europeo; con una capacidad analítica para leer los partidos que nos obligó a rendirnos a sus pies al visualizar en el campo de juego lo que había pergeñado en la pizarra; y por sobre todo sin esa pretensión de otros técnicos que al hablar creen que evangelizan. Corto, parco, serio, pero al final también emocional jugando con sus niños, abrazados a ellos, llorando. El cómo implica la calidad del juego, ese asociativismo habla de un sentido colectivo que va desde ese toqueteo enfermizo para los rivales, hasta la manera en la que se divierten, a veces hasta de una manera infantil; pero también una entrega total en la recuperación de la pelota, los relevos y las marcas sin esa agresividad que tanto pregona Ruggeri. Esa idea de que al rival hay que romperlo también quedó en off side. Esta selección no hizo una sola falta que ameritara roja directa; pegó poco y solo devolvió lo que recibió como ocurrió con Países Bajos.

Gracias señora…

Messi absorbió todo eso, se hizo patrón cada vez que hizo falta, en ese sentido también cerró la discusión de los que le pedían carácter. Mostró su talento a una edad en la que el común de los mortales comienzan la curva descendente. La energía y el talento de los nuevos cracs argentinos hizo que, en esos momentos en los que Messi parece desaparecer, el nivel de juego fuera superlativo, algo pocas veces visto. Rompe los ojos verlos jugar así muchachos. Salú y gracias. Gracias por resignificar el mes de diciembre, ese mes que tan mal nos sabe a los argentinos cada vez que llega desde aquel fatídico 2001. Gracias por lo que hicieron, esta brutalidad, el zamarreo  global que queda desde ese segundo en el que Messi cae de rodillas y al mismo tiempo se eleva para siempre como un deportista descomunal y superlativo.

Una sola duda me queda y es sobre Celia, la mamá de Messi. Celia, en el año 1987 usted dio a luz. Explíquenos señora si sabe, si es que puede, si sabe cómo, qué fue lo que usted, útero providencial de la Argentina, díganos qué es lo que usted parió ese bendito 24 de junio de 1987 porque verdaderamente no se entiende la naturaleza del fenómeno.

Y desde ya, muchas gracias a usted  por los servicios prestados, y al coso ese, por tamaña faena.

 

14 nov 2022

La peor carrera de mi vida

 


Por Nacho Fittipaldi


El río es relativamente angosto para los barcos que cobija. Además de los puentes, los veleros, los silos y sus recovecos apostados en cada curva y contra curva, estoy yo. Son 7 kilómetros nadando por el río Quequén Grande, hasta la desembocadura en el océano. Luego 3 kilómetros más en el mar hasta llegar a la meta. De ahí el nombre de la carrera: Ríomar 10 km. Así como un matrimonio tiene un momento de esplendor y luego puede ser un fastidio, esta prueba se divide en exactamente dos partes: esplendor y fastidio.

 

Esplendor

 El río es hermoso, corre veloz y sinuoso entre puentes colgantes desde donde la gente saluda y alienta. Los fierros viejos, retorcidos, son apenas un vestigio por donde se cuela la historia de un país. Los silos y los buques aguardan el momento de cada cosecha, la carga, la estiba, navegar mar adentro, Asia como destino. Algunos buques oxidados, inclinados sobre el agua, semi hundidos, esperan la condena final de barro y olvido. Sobre la superficie voy en un estado que es desde que encaré este objetivo, allá por septiembre, el más pleno. Un nado largo, muy largo, bien técnico, y sin pensar en el cronómetro, voy agarrado pero disfrutando cada brazada, busco mejorar el recorrido de mi mano debajo del agua, como si pidiera aferrarme a ella, patear lo justo y necesario. Busco un ritmo que pueda sostener en los 21 km de Paraná que nadaré dentro de un mes y medio. En cada brazada trato de quedar suspendido en el aire para que mis ojos capten todo lo que quiero contar. Voy pensando en qué escribir. Viene a mí la letra de Fernando Cabrera: “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”. Pienso en esa frase, hoy quiero eso: nadar sin tiempo. Simplemente buscar sensaciones y que esas sensaciones sean producto de una manera consciente de nadar. Estar. Clavar el tiempo en un árbol y que solo quede nadar. Es maravilloso lo que sucede: respiro cada dos brazadas hacia la derecha, veo barrancas, árboles y pasto, el agua es verdosa. Respiro con la misma secuencia, pero ahora busco oxígeno hacia la izquierda y veo veleros anclados en el medio del río, paso entre medio de ellos y hago la curva que el río impone. Me pregunto dónde están sus dueños que no están navegando, o tomando mate mirando la carrera y al cielo. Cada tanto cambio la frecuencia de respiración y ahora respiro cada cuatro brazadas. Mientras avanzo vuelvo sobre la canción, intento continuar la letra, pero mi cabeza, o mi memoria, repiten una y otra vez la misma frase, que a veces intercala con otra: “Acá en esta cuadra viven mil, clavamos el tiempo en un cartel, somos como brujos del reloj, ninguno parece envejecer”. Pienso en este hermoso destino de estar acá, de haber estado con frío esperando la señal de largada con el agua a la cintura, en haberme desvelado a las cuatro de la mañana oyendo el viento y la lluvia, temiendo que la carrera se suspenda, o que nademos en pésimas condiciones. Anoche llovió, pero la tarde había sido espléndida y el mar planchado permitió probar la temperatura del agua, la deriva, su potencia. Llevo los brazos bien adelante y, mientras nado, pienso en una secuencia que se repite en cada carrera. Hay un mecanismo que hace que me olvide de lo que estoy haciendo y que mi mente vuele mas allá, el pensamiento va a cualquier sitio, al pasado, al futuro, a los afectos, al deseo, la reflexión, el anonimato. Muchas veces fantaseo con que alguien que no hace natación pueda venir al lado mío nadando, toda la carrera, y que pueda sentir lo que siento, vivir conmigo, hacer colectivo algo que se ejecuta en soledad, y que eso sea como una conversación larga y descontracturada. Para entonces, cuando mi mente regresa, ya ha pasado gran parte de la carrera. Esa desconexión me permite nadar sin tiempo y sin sufrimiento, no quiere decir que después no duela todo, simplemente que no hay sufrimiento en la persecución del objetivo. Las carreras de fondo se me hacen cortas. Mientras esto sucede llego a los 6 kilómetros, lo sé porque allí está el puesto de hidratación, tomo agua y como un gel con cafeína para reponer energías. Desde acá falta un kilómetro de río y luego tres de mar. Esta parte de la carrera se pone apenas un poco más dura porque el agua de mar comienza a ingresar al río, se siente la salinidad del agua en los labios y en la boca. Ingreso al puerto, los barcos son grandes, están a un lado y otro del río. “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”. Estoy feliz de estar nadando así, siento que puedo estar horas y horas nadando de la misma manera, sé que es una ilusión, me siento pleno. Resta llegar a la punta de la escollera norte, ver a los lobos marinos nadar junto a mí, después el mar abierto, continuar lo más prolijo posible y vislumbrar la llegada, después los abrazos, recuperar la vitalidad corporal. La satisfacción de haber nadado una buena distancia en aguas abiertas.

A los 6,5 kilómetros el oleaje del mar ingresa al canal de la desembocadura y hace que el nado ya no sea ni tan sencillo, ni tan cómodo, ni tan placentero. La punta de la escollera se ve a lo lejos y tarda en llegar. Como un rezo repito todo lo que vine haciendo hasta recién. Respiro a un lado y a otro, miro hacia adelante buscando referencias, hay tramos en los que respiro cada cuatro brazadas, cambio la frecuencia de patada buscando pensamientos y sensaciones distintas, saco la cabeza para respirar y al lado mío los ojos de un lobo marino gigante me hacen pegar un cagazo de novela, el cráneo de este bicho es dos veces el mío. Se hunde y pasa por debajo, la velocidad con la que ejecuta esta pirueta es como si un motor lo propulsara mecánicamente, el agua es trasparente así que puedo verlos pasar por debajo de mí, o nadando a un costado en tramos muy cortos. Son curiosos. Llego a la punta de la escollera, giro hacia la derecha, los edificios de la ciudad de Necochea a los que hay que apuntar están lejísimos, ayer desde el continente, la escollera se veía relativamente cerca. Una pavada.

 

Fastidio

Sigo pensando en los lobos mientras pasan los metros ya en mar abierto. Para mi sorpresa, el oleaje que sentí adentro del canal, no solo no disminuyó, sino que ahora se convirtió en un movimiento corto y constante. No hay manera de nadar en línea recta, aspecto fundamental en mar abierto para no ir viboreando y sumando metros innecesariamente; estoy a unos cuatrocientos metros de la costa y no veo nada. Nada es nada. La canción comienza a quedar atrás en la memoria. Al mirar mi cronómetro veo que el tiempo en el que creía concretar la prueba me tiene a mí en mitad del mar, sin referencia alguna y sin poder divisar ninguna de las boyas que me guíen hasta la meta. Estoy solo en medio de esta inmensidad, nadando sin avanzar, sintiendo que toda la parte del río quedó muy lejos. Siento que nadar es una mierda. Pienso que, si en unos minutos no aparece la boya, o alguien que me guíe, voy a tener que abandonar la prueba. Sigo nadando como puedo, no estoy cansado físicamente pero no hay manera de continuar si no puedo avanzar. El oleaje castiga una y otra vez. Cada tanto intento ahuyentar los pensamientos negativos que me invaden, trato de concentrarme en el plano secuencial, tal vez esté cansado y cometiendo errores; van dos horas y media de carrera, después de todo sería muy normal que así sea. Comienzo a nadar técnicamente prolijo, siento que avanzo, que mejoro, que voy para adelante, pero esta sensación dura pocos metros, los edificios siguen muy lejos. Avanzo de a tramitos en medio de esta nada. Siento que voy a llegar último. Siento que no voy a llegar. Tengo las axilas, las muñecas y el cuello lastimados por el roce del cuerpo contra el propio cuerpo, la sal y el sol; la gorra de silicona es una guillotina en mi nuca. Todo comienza a arder ante cada movimiento, sea para respirar, para mirar hacia adelante o para hacer el recobro subacuático, los hombros están intactos y las piernas van dormidas. Por fin aparece una lancha que corrobora lo que suponía: estoy perdido. Me indican la boya, tengo que nadar contracorriente unos trecientos metros. A esta altura ya no me importa nada de lo que me importaba cuando inicié la carrera. Solo quiero llegar, es mi único objetivo, quiero dejar la natación para siempre. Pero no es que quiero dejar de hacer aguas abiertas, quiero dejar de nadar y hacer pilates. Voy para adelante como puedo. Mi estado físico, mi cuerpo (inercialmente) me salvan de mi mente. O no. Avanzo poco a poco, los edificios ahora lucen a una altura similar a la real. Llego a la boya, saco la cabeza, veo la manga de llegada, un montón de gente aplaude, sigo nadando, busco apoyo en la arena, hago pie, camino, respiro hondo, miro mi cronómetro: 2, 42 horas. Suspiro, corto el tiempo, solo en el reloj, vuelvo a la canción: “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj. No hay antes, ni durante, ni tal vez. No hay lejos, ni viejos, ni jamás. En esta olvidada invalidez”.

El cuerpo no duele, las sensaciones feas sí, duele haber pensado en abandonar, duele no avanzar, duele para siempre todo eso. Sé que ese dolor va a cicatrizar. Llegué. El mar me trató con crueldad. Fue la peor carrera de mi vida, entre muchas. Hechizado por el reloj me sobrepuse al tiempo, en ese instante en el que la deriva rotaba para ponerse de punta contra mí. Fue una carrera desigual, como siempre, contra el tiempo. 

*Esta crónica recibió el primer premio en la tercera edición del Concurso de Literatura Aurora Venturini en la categoría Narrativa.

4 sept 2022

El tiro del final

 Por Nacho Fittipaldi


07,30 AM, mi hijo Sabino de 7 años se mete en mi cama y dice con un tono de voz que no podría afirmar fuera de tristeza, pero sin duda no era el habitual "¿Viste lo que le pasó a Cristina?" Jugando al distraído respondo que no, re pregunto, qué pasó. Siento el peso de su cráneo sobre mi pecho y la temperatura de su cuerpecito sobre mi brazo izquierdo. Se mueve debajo del acolchado, no responde, duda. Algo lo inquieta. "No sé cómo explicarlo. Le pusieron una pistola en la cabeza a Cristina, pero la bala no salió" Lo explica perfecto. El silencio de la habitación es como el de un cine sin uso. Me entristezco. Entonces lo estrujo y le pido que me dé un beso. Dice que no, juega al distraído. La suavidad de su piel es superior a todo.

Mi cabeza recrea el episodio. ¿Y si la bala salía? Pienso
Vuelvo sobre el instante en el que veo la imagen en la tele en modo mute. Una pistola a cinco centímetros de la cabeza de Cristina. El videograph dice ALERTA, pero durante largos segundos no informa qué pasó. Ella se lleva la mano a la sien, le dispararon pienso, pero la parsimonia de la custodia me hace confundir sobre el sentido general de la escena. Si le acaban de disparar la actitud de la custodia no puede ser tan raquítica. Finalmente, cuando llego al control remoto subo el volumen y logro comprender lo sucedido, pero no concibo la dimensión del episodio. En ese punto, Sabino y yo estamos en la misma.
Desde las 21 horas hasta las 02 AM miro una y otra vez la imagen, desde un plano, desde otro, la bala no sale, en cámara lenta, en velocidad normal, ella se toma la cabeza como si la hubieran escupido y en esa pequeña porción del cráneo donde el aire toca la tintura rojiza, debería haber un plomo como final de la historia. De tanto mirar la incomodidad inicial, esa perplejidad, el pavor se van apagando y me gana una idea extraña, hollywoodense, histórica, cruel, definitiva. Pienso: la bala debería haber salido. Como en una especie de advance histriónico pienso en ese ejercicio virtual, es solo un recurso.

Quizá de esa manera esos que el viernes, desde los Estados provinciales dieron la orden de abrir las escuelas, los hospitales, municipios, mantener la administración pública “activa y abierta” en vez de alerta y movilizada, entenderían el desmesurado entuerto en el que estamos. Solo con la muerte como espejo esos que ayer dieron quórum en diputados para luego retirarse y demostrar así a lo que están jugando, frenarían. Esos que hoy a esta hora están mirando la reacción de los mercados, remarcando precios preventivamente, buscando en los vericuetos de la intelectualidad, o en las fallas de la custodia, explicaciones a un odio profano, entonces y por fin comprenderían.

Pero nosotros sabemos de sobra que la muerte de Cristina no solucionaría el problema de fondo de este país, ella sencillamente lo encarna, lo enuncia, lo explicita como nadie, lo (se) expone brutalmente. La bala debería haber salido. Así podrían reconocer la dimensión de lo muerto, la inmaterialidad de lo matado. Miro la imagen una y otra vez y pienso que la bala va a salir en el mismo registro que uno ve la repetición de un gol pensando que la pelota no va a entrar. Y allí la historia gira. Pero con Cristina muerta la historia no cambia. La grieta no es de hoy, hay muchas grietas y siempre un mismo sentido para interpretarla, se las rastrea fácil en la breve historia argentina, en el siglo XVIII, XIX, XX y también en el XXI. De lo que sí estoy seguro es que esa bala, sí salía, cambiaba muchas cosas, elementales y evidentes pero una muy contundente en el metro cuadrado de mí intrascendencia. Sí esa bala salía Sabino hubiera venido a la cama y me hubiera dicho “Mataron a Cristina” y eso lo hubiera cambiado todo. Porque un nene de 7 años no puede comprender el odio, pero sí puede concebir la muerte.  

Íntimamente siento que hoy, domingo, estamos peor que el jueves antes del atentado porque el ariete mediático, empresarial, judicial y político sigue funcionando como si nada hubiese pasado, e incluso, buscan responsabilidades allí donde deberían hacer llegar una cuota oportuna de afecto. Siguen gatillando, infinitamente. Hasta que la bala salga.