25 feb 2019

Esa alfombra marrón: crónica de la Villa Urquiza-Paraná


Por Nacho Fittipaldi

Es una brazada larga que dura dos horas cuarenta y dos minutos. Uniforme. Continua, es monótona, densa y desgastante. No se parece a nada y, sin embargo, conozco la sensación, no la experiencia. Durante la mañana diluvia, caen rayos y culebras. La ciudad de Paraná parece que se va a inundar como la noche previa se inundó La Plata, otra vez. Si se suspende la carrera se nada mañana domingo. Si se suspende la carrera me mato. Son 21 km nadando en el Río Paraná, uniendo la localidad de Villa Urquiza con la capital entrerriana. Cuando uno entrena para este tipo de carreras nunca piensa que la hostilidad climática puede ser tan adversa como el día viernes en el que llegamos a la ciudad, 36º de temperatura, 42º de térmica, 1215 de humedad. Parado te deshidratas. Si el clima no amaina, la carrera va a ser cruel. El sol quema hasta en la sombra y el aire es como un aceite tibio después de freír papas fritas. Denso, graso, un poco como se sentirá el agua mañana mismo cuando la fricción de las manos contra el agua del río sea una imposibilidad. Llueve. Diluvia. Hay tormenta eléctrica, el calor se va pero ahora el riesgo es que la carrera no se haga por la posibilidad de que un rayo fulminante nos cocine. Repito, nadie se anota pensando en que una carrera se puede suspender. Menos cuando te anotas el 10 de diciembre, como en mi caso. Nadie sopesa la posibilidad de venirse hasta acá para volver más descansado de lo que llegó.

En estas situaciones la ansiedad es un mal aliado. Todo hay que hacerlo como si la carrera se corriera. Hay que comer, hidratarse, ponerse protector solar, estirar, concentrarse mínimamente para estar en tiempo y espacio. Es Sí o No. Y de eso depende todo. De repente aparece Andrés, el organizador, y dice que la Prefectura dio el ok y que se nada. La condición es que si cambia el viento, o si se arma otra tormenta eléctrica, como la que se ve allá a lo lejos, justo en donde debemos hacer la partida, la carrera se suspende. Incluso aunque la carrera esté ya iniciada y estemos todos nadando. Malísimo. Dicho esto, los nervios se aceleran de una manera que, por reiterada, no deja de ser alarmante. Hay que afinar la preparación de las bebidas que voy a tomar durante la carrera, hablar con la chica que me va a hidratar, la acabo de conocer acá, es voluntaria. Hay que ser claro en las indicaciones, después, adentro del río, todo es más confuso. El Paraná tiende a amarronar todo. Cada veinte minutos debo ingerir 250 ml de Gatorade; cada cuarenta, agua con gel. Así durante toda la carrera. En total beberé 1750 ml en siete ingestas. Todos los últimos preparativos se dan medio a las corridas, el  tiempo apremia; hay que marcarse el número en hombros y espalda, eso nos identifica como nadadores, el número 14 es Ignacio Fittipaldi. En ese ir y venir olvido la vaselina en mi auto, al igual que las bananas y las pasas de uva. Dos meses llevo comiendo eso durante el entrenamiento para que mi sistema digestivo se acostumbre a esa práctica poco habitual, y me lo vengo a olvidar el mismísimo día de la prueba. Después vendrán los calambres durante la carrera, el hambre y tal vez las conclusiones: Hay que ser tan metódico y exigente en el entrenamiento como  en los preparativos indispensables para la carrera.

Subimos al micro que nos lleva hasta Villa Urquiza; para mí es el peor momento, la ansiedad es como una palometa que me come el dedo chiquito del pie. Esos viajes hasta al sitio de largada son como los aeropuertos, son lugares incómodos, un espacio que no es ni fu ni fa. El sol esta fuerte otra vez, aunque detrás de las nubes, la humedad es ingobernable. Caminando hacia el punto de partida, en cuero y solo con  la malla, transpiro como si estuviera haciendo cinta. Frente al Paraná, vuelvo a sentir esa infinita pequeñez que este río impone. Aun no sé que una vez adentro, esa partícula que soy, se fragmentará en mil pedazos de diferentes sentidos. Los metros previos al contacto con el agua son fango. Me entierro hasta la mitad de la pierna, una nadadora de la elite mundial cae frente a mí como una inexperta, le digo para chicanearla: “No nos explicaste esto en la clínica”. La profundidad del río se precipita, busco  mi bote, al botero y Vicky, mi acompañante ocasional. No se ve nada, la resolana pega duro. La corriente nos tira río abajo, antes del inicio de la prueba, recién entonces, se oye el estruendo del bombazo que indica la partida. El cielo presenta una multiplicidad de formas y colores, contrasta con el marrón del agua en el que tendré sumergida la cabeza durante dos horas, cuarenta y dos minutos. Ahí vamos, los primeros veinte minutos pasan muy, muy lentos, por alguna razón mi bote va bastante atrás de mí, me duelen los brazos y los hombros. Duelen mucho. Sé que pasará, siempre  ocurre lo mismo, también sé que esas sensaciones negativas en los primeros kilómetros se irán a dormir a medida que la carrera transcurra. Es como si el cuerpo se negara a dejarse envolver por esa alfombra marrón que el río es. Como si la parte bípeda de mí le negara a mi parte acuática su derecho a ser. Como si no se entregara. Como si se repelieran.  Como si lo arrastrara hacia la costa. Gana el río. Entonces aparece esa otra sensación, esa que busco de vez en vez. El placer de nadar así, acá. La sensación (es solo eso) de que puedo estar allí infinitamente, 2, 3, 4 horas, entonces busco pensamientos que me permitan liberar la cabeza más allá de aquella cortina de árboles que se ve en el horizonte, a mi derecha e izquierda, solo agua, solo árboles, el Paraná. Con sus manos, Vicky me da indicaciones precisas: “Vení más acá”, “andá más allá”, “¡ojo!” cuando se viene un camalote, o una boya del canal de navegación. Durante todo el transcurso mis ojos ven a Vicky, el bote, Maxi el botero, su perro a bordo y su bandera argentina en la proa del bote. ¿Qué significa esa bandera en esta coyuntura nacional? ¿Qué significa para Maxi ese estandarte? Otros botes llevan la bandera del Gauchito Gil, algunos están pintados con los colores de Boca. La bandera de Maxi está nueva, no así su bote. El bote, curiosamente, se llama “Andrés”.

No sé cuantos kilómetros van de carrera, repito, es todo igual a un lado y otro, esta me parece es la principal dificultad de la prueba. Ese manto, esa monotonía, ese todo igual que lima la cabeza. De repente veo que Vicky se levanta de su improvisado asiento y con la mitad de un bidón de lavandina comienza a sacar agua de adentro del bote, Vicky es también una bomba de achique. Ella no conoce al botero. El botero no me juna a mí. Yo no conozco a Vicky. Vicky no conoce al perro. El botero no conoce a Vicky. Ahí arriba, el vínculo más fuerte es el de Maxi con su perro. Sin embargo, Vicky y Maxi van hablando, no los oigo, solo veo sus gestos. Solo oigo mi mano golpeteando en el agua, a veces mi respiración. Oigo mi voz que dice: “Nada prolijo, largo, constante”. Cuando Vicky agarra su celular es porque ha sonado la alarma que indica la hora de hidratación, entonces dice lo que necesito oír: “Venís muy parejo, a buen ritmo, venís muy bien”. Son apenas un minuto o dos en el que quedo en sentido vertical respecto del río. Busco con la mirada algo distinto en el horizonte. Nada. Le digo que cuando lleguemos a Puerto Barrancas me muestre dos dedos, así sabré que de ahí hasta la llegada me faltan 7,5 Km. Ese tramo, Puerto Barrancas-Paraná, lo nadé el año pasado. Me tortura no saber cuántos kilómetros voy, no es que quiera terminar, es simple curiosidad para administrar energías e ir identificando en mi cuerpo los efectos de los kilómetros. El río es como una presto barba, a medida que se lo usa va dejando marcas cada vez mas groseras y poco escondibles. Pero por ahora nada de eso, no hay dolores crueles, el río esta manso, la temperatura del agua es ideal y la tormenta parece haberse ido a otro mundo. Pasan los Gatorade, los geles, pasan los kilómetros, estoy cada vez más solo en el medio de la nada; a diferencia de otras carreras, no hay cuestionamientos existenciales, no hay nada para reprocharse, solo nadar y disfrutar. Vicky me hace con sus dedos la “V” de la victoria, miro a mi izquierda buscando la referencia, saco la cabeza, veo las barrancas que hace un rato cortaron la monotonía, van 13,5 km, ahora conozco el tramo final y también el tramo más duro. Allá adelante, donde se ven las torres de alta tensión, el río se abre otra vez y las energías comienzan a disminuir, baja la concentración, los brazos ya no responden como antes, los brazos comienzan a independizarse de mi sistema nervioso central, las piernas me abandonaron antes y dijeron “cuando vuelvas a La Plata hacenos un service. No va más”; en los últimos meses las maltraté, el dolor en el aductor es constante desde hace muchos meses. Con calambres breves y no muy intensos, seguimos, la ciudad se ve imponente desde adentro del río. En ella nadie sabe que estoy acá, qué hice para estar, cuánto me esforcé para sentir esto que ahora siento adentro del agua, qué relación existe entre el deseo y el trabajo necesario para satisfacerlo. 

Nadie sabe, tal vez solo Rancho y yo, sabemos, cuánto fue necesario para concretar estos 21 km y los 20 km de San Pedro en noviembre de 2018. Nunca nada resulta como uno lo imaginó, o tal vez sí, pero desde hace unos meses que me propuse nadar sin tiempo, nadar por nadar, que mis entrenamientos fueran más largos que esta prueba, buscando un estado mental propicio para sentir esto, y que eso sea el todo; imaginé esta carrera, su dimensión temporal, la huella que deja; finalmente llegar, como ahora estoy llegando, tocar el pontón donde culmina la carrera, oír otra vez al locutor que anuncia los arribos, hacer pie y volver a caminar, ver que Vicky, Maxi y su perro me sonríen desde el bote, que el río está así de hospitalario y cariñoso. Así de cierto y de concreto era lo que estaba buscando. Lo que proyecté en un tierno sueño, íntimo. Lo que concreté en un arduo aliento. Ahora, el cielo camorrero, se puso amenazante, otra vez.  




13 feb 2019

La alcancía de cartón


Por Nacho Fittipaldi

La imagen parte el alma. Parado con una caja de cartón, más ancha que alta y con un agujero en el centro, como si adentro hubiera una tortuga y por allí comiera, el viejo sostiene una caja y una esperanza. Pegado con plasticola (nunca con voligoma), de la caja cuelga un cartel mínimo, hay algo escrito pero desde donde estoy no llego a leer. La cola avanza lentamente, el sol pega duro sobre la piel de los que, con otro tipo de esperanza, nos ilusionamos con que haya dinero en los cajeros. Todos entramos y retiramos plata. Por ser el cajero de la Plaza Belgrano de City Bell puedo suponer que en las distintas cajas de ahorro de los usuarios que por aquí pululan hay sumas muy distintas de dinero. En algunas habrá $4000, en otras $17900, tal vez $100.000. En otras nada. El hombre está parado ahí al menos desde hace cuatro meses. Cada vez que vengo ahí está, con esa caja. Con esa cara. Si llueve, se moja. Si sale el sol, se cubre bajo la sombra de ese hermoso tilo tan igual a los otros. Ahora hay un perfume distintivo por sobre el resto de los árboles. Descuento que es un jubilado cagado de hambre que pide dinero para llegar a fin de mes. Escenas como estas se cuentan por miles en todas las ciudades del país. La cola avanza, leo, para mi sorpresa descubro que el hombre está juntando dinero, no pidiendo. Son cosas distintas. No es que necesita cien mangos para comprar medio de pan y cien de salame. Necesita juntar una cantidad de dinero determinada para algo muy concreto. Es una causa colectiva. Un proyecto a largo plazo. Un infierno de varios. “Maira Pérez necesita una prótesis para ambas piernas”.  El hombre no habla. Jamás. Solo está ahí, quietecito, sujeta la caja con las dos manos y solo dice “Gracias”, cuando uno de cada diez le da algo de dinero. Su expresión es impertérrita. No es tristeza lo que se deja ver. Su cara no es de tristeza. Es esa cara de tano bajando del barco, es cara de “queda tanto por hacer” y a la vez “ya no hay salida”. La alcancía de cartón dice que Maira cuenta con 10.000 dólares, pero le faltan 20.000 para viajar a Cuba y realizar la operación. ¡30.000 dólares! O sea, no son una familia pobre que pide para pagar la olla. Es una familia que cuenta con cierto capital, tal vez incluso superior al de muchos que vienen a retirar dinero a diario aquí y que no cuentan con capacidad de ahorro, pero a la vez una suma escasa para concretar la intervención. Las zapatillas del viejo son de una marca inexistente, los jeans son negros, no son antiguos pero el talle es como para otro cuerpo, pasan las horas y el viejo sigue allí, los pocos pesos que caen dentro de la alcancía nunca cubrirán los gastos de la operación, él lo sabe. Es dinero licuándose. El sweater ahora lo protege del viento frío de febrero, la camisa es gruesa y casi siempre la misma, los ojos son de aceituna, la nariz de loro. El texto que explica la situación de Maira es ininteligible, no tanto por la desprolijidad de la letra, sino más bien porque el texto está escrito en forma de triángulo invertido, de tal modo que la primera oración se lee fácilmente pero la segunda ya no. La tercera es una conjetura imaginaria y de allí para abajo no se entiende nada. La hoja es A4, rectangular, perfecta, pero el texto conforma un triángulo invertido, la desprolijidad es similar a la mía, es como si el texto lo hubiera escrito yo reproduciendo esa tara paterna de escribir ahorrando papel bajo la superstición, o la falsa idea, de que ahorrar papel determina una mejor situación para la humanidad. No hablo de reducir el consumo de papel a escala global. Hablo de ahorrar espacio en la hoja que igualmente se malgastará se le dé el uso que se le dé. El viejo parece haber escrito a las corridas. Como si la noticia de la intervención le hubiera caído como una fruta madura pero a destiempo, antes de lo previsto, sin tiempo para corregir, sin tiempo para decir “lo vuelvo a escribir”, como si este texto fuera lo único que pudo escribir cuando recibió esa pésima noticia sobre… ¿su compañera de toda la vida?, ¿su hija?, ¿su nieta? Nada sabemos.  Lo único que pudo escribir pidiendo ayuda, y asumiendo el acto heroico de permanecer de pie, pidiendo dinero como si no se pudiera hacer nada más, y a la vez como si eso fuera poca cosa, esa exposición, ese esfuerzo a esa edad, ese tan no estar estando. Permanecer de pie intentando algo. La alcancía de cartón está allí cada día, habitada por una esperanza y una tortuga que deglute dinero.

3 feb 2019

El día que me recomendaron una crónica genial


Por Nacho Fittipaldi

Es el cumpleaños de Pablo y eso desde hace muchos años es una ceremonia. No es Pablo mi hermano si no que es otro Pablo que es como mi hermano. Día de sol colado entre los árboles, de temperatura templada, de hojas que se mueven con el viento frío. Llegada la tardecita las gentes comienzan a irse y entonces recuerdo que debo regalarle un libro al tío de pablo que es un tipo al que aprecio y con el que con el correr de los años, puedo decir, hemos cultivado una relación de amistad. Cada vez que viene de San Juan nos juntamos a comer, y en nuestro caso, a beber. Carlos no toma alcohol, o casi, no parece sanjuanino. De pie, mientras converso con él apoyados en lo que será una barra, algunas personas pasan y ven el libro que Carlos acaricia con su mano, “¿este es tu libro Nacho?”, “te felicito”, “me gustaría leerlo”, dicen algunos mentirosos, nada trascendente ,ni original. Con el libro en la mano y el autor presente deben decirse muchas cosas para no desentonar. Sin embargo en ese ir y venir, el cumpleaños es multitudinario, aparece otro tío de Pablo del que apenas sé su nombre pese a que lo veo hace muchos años para esta misma fecha. Ahora recuerdo que una vez estuve en su casa de Capital Federal, no sé bien por qué. Creo que con Pablo nos perdimos al llegar. Mide 1, 84 o más, barbudo, escondido tras tus anteojos portentosos, ojos claros, panzón pero de estructura flaca, no es gordo, es panzón. Alejandro es como un oso en comparación conmigo. Carlos le dice “él también hace aguas abiertas” algo que asumo como un chiste familiar que nadie desmentirá. Ahí nomas Carlos queda relegado porque no es un chiste, a los minutos se va, el tema le importa un carajo. Alejandro en cambio empieza a hablar de él, y como me interesa no lo aborto, de a poco da paso a mi historia, a mi libro, a mis crónicas de aguas abiertas. Es algo aburrido hasta para mí mismo pero es algo de lo que puedo hablar. La charla es larga, él no se aburre, yo menos, tomo vino, termino un Mariflor, a una hora en la que no se bebe vino excepto que sea un Mariflor. Uno a uno se van yendo, ya cayó la noche y la casa da muestras de estar evidentemente en construcción. El piberío corretea por ahí ya sin la mirada rigurosa de sus padres. Alejandro me dice que él no sabía que yo nadaba, ocurre que hemos compartido torneos en pileta y hasta algunas carreras de aguas abiertas en simultaneo aunque el nade distancias menores a las mías, y no nos hemos cruzado jamás. Me pregunta qué he nadado últimamente y entonces aparece el tema de la carrera de Necochea y la de Villa Gesell, esta última no la nadé pero sé por mis compañeros que fue un parte aguas en la vida de cada uno de ellos, excepto para los que ya habían pasado por algo similar en los 10 km de Necochea la Ríomar. Alejandro me dice, “tengo un conocido que la nadó y me dijo que fue muy, muy, dura. Incluso –dice mirándome por arriba de sus anteojos que son grandes como un cohete a la luna- hay un flaco que la nadó y que después escribió una crónica que está muy buena, en la que relata esto mismo que vos me decís. El cansancio, la soledad, la cabeza que te traiciona. Te la voy a pasar porque está muy bien escrita” mientras él me habla yo sé qué es lo que ocurre. Entonces lo miro y me dan ganas de cancherearla, lo juro, me dan ganas de llamar a mi hermano que anda por ahí, a mis hijos, al tío Carlos, a Pao, a todos y hacerlos oír esta jugarreta de las redes, este estrellato mínimo y perentorio, este Cervantes de la literatura de calles de tierra villavisenses, pero en cambio me sale una cosa más humilde, le digo así como entre nosotros, despacito, “esa crónica la escribí yo”. Alejandro me mira descreído, agrega, “no boludo, cómo la vas a escribir vos si yo te conozco, vos sos –hace un bache porque no sabe mi nombre pero sí mi apellido, igual me pasa a mí con él- vos sos…Fittipaldi” Y en verdad no nos conocemos  solamente nos vemos una vez al año hace veinte años, pero nada sabemos uno del otro. “La crónica se llama La peor carrera de mi vida –le digo mientras le muestro el enlace en el celular- la escribí yo” Entonces Alejandro se agarra la cabeza, se levanta el pelo, se rasca, lo llama a su sobrino Pablo y le cuenta la situación. Pablo está desbordado, corta torta para que los invitados se lleven , saluda desanimado y entra en la cuenta de toda la gente con la que no estuvo, además, y esto es lo fundamental, le chupa un reverendo huevo esta casualidad. Entonces Alejandro me dice algo evidente, no sabía que escribías, esa crónica se la pase a medio mundo, me gusto mucho, che te felicito, en serio” Cosas así suceden muy poco y parecen inverosímiles, esa crónica es, hoy por hoy, la crónica más leída de mi blog con 1300 lecturas. Ayer por primera vez me recomendaron leer mi propio texto.