13 nov 2023

Sobre la posibilidad de morir sin que nadie se dé cuenta



Por Nacho Fittipaldi

Es sábado temprano y el sol pega fuerte pese a que son las 10:30 Hs. Estoy en ayunas desde ayer a las 22 Hs. Eso me genera un fastidio que pone mi mal humor como rasgo saliente del día que se inicia. A las 12:30 horas tengo turno para hacerme una ecografía abdominal y hasta entonces no puedo comer ni beber nada. La imposibilidad de tomar mate a la mañana me pone al borde de mí. Eso es mucho peor a lo del jueves/viernes que ayuné 12 horas, pero en ese caso el estudio de sangre fue a las 07:30 horas, salido de ahí el mate que me aguardaba en el auto fue para mí como nadar en el mar. Ahora en cambio, el tramo que me queda hasta el mediodía se me hace eterno. No tengo hambre, pero mato por un mate bien cebado.

Una vez en el metro de Nueva York un sujeto llamado Christie Wood se sintió ahogado. Pidió ayuda, pero no recogió adhesiones. Falta de aire al principio, dolor punzante en el pecho, la famosa pata de elefante alojada en el hombro izquierdo. Se sentó en un asiento que alguien le cedió fastidiosamente. Se acomodó allí como la gran cosa. Christie Wood se descompuso en total silencio y no sin algo de culpa. A nadie le gusta incomodar. Falleció ese mismo día en el mismo asiento que le habían cedido minutos antes. Murió en el metro mientras viajaba de su casa al trabajo, pero recién 48 horas después de aquél ahogo inicial, alguien advirtió que algo hedía en el vagón.  Wood estuvo dos días muerto en el metro de Nueva York por donde circulan cientos de miles de pasajeros, ninguno se percató de que Wood estaba allí, imposibilitado de todo, elementalmente muerto.

Abro la puerta y salgo al jardín, antes de llegar al jardín veo a Balu, nuestro perro, curiosamente echado, de costado, con la respiración lenta, casi indescifrable. Siempre pienso que un perro puede morir así y si uno no es particularmente dedicado con la mascota, el perro podría correr la misma suerte que Christie Wood. Balu se escribe Baloo, pero se pronuncia Balú. En su libreta sanitaria escribieron Balu. Baloo es el nombre del oso de El libro de la selva de Rudyard Kipling; y era el nombre de un perro que teníamos en nuestra casa cuando éramos niños y vivíamos todos juntos y había un mundo en relación a esa casa. Y podría decir que en ese mundo éramos felices.

Cuando Piero sale al jardín dice “Balú está muerto” Automáticamente un pensamiento me parte al medio y pienso “¿Se murió y no me di cuenta?” Giro sobre mí y veo que Balú respira, leve e inesperadamente, respira. No está muerto, pero tiene un agujero en la pierna del tamaño de un cubito de hielo. Veo la carne, la piel ajada, luego otra herida más pequeña, y otra, y otra. Lo acaricio, le hablo, le pregunto qué te paso, quién te hizo esto. Tal vez sea el momento de mayor cercanía y honestidad entre este perro y yo. Y pienso que tal vez sea el último. De repente la ira me posee, no sé de dónde sale y mucho menos a dónde va. Grito, insulto, temo un poco por la suerte del perro, sé que debo hacerme cargo de esa situación y que eso impedirá mi asistencia al turno, que ayuné al pedo y que como me dejé estar tendré que conseguir una nueva orden médica porque esta vencía hoy mismo. Alzo al perro entre palabras que hoy no recuerdo pero que asumo absurdas, lo deposito en el baúl. Al volver al living en busca de la billetera Sabino llora, su angustia es profunda, honestamente no sé si llora por mi reacción desacomodada o si la situación de Balú lo ha puesto de cara a la inminencia de la muerte. Sabino no responde mis preguntas. Me voy con Balú en busca de auxilio.

A partir de ese momento todo lo que sucede en esa mañana es una sucesión de cosas no planificadas. Su veterinario me dice en la puerta de la veterinaria que él no atiende casos de gravedad, me indica otra veterinaria en City Bell. Voy hacia allí. Toco timbre, una chica muy joven me atiende a través de una reja, le digo que tengo al perro en el baúl y que no sé qué tiene pero no luce nada bien. Abre la reja, desde adentro del local se oye un gato maullar, la piba sale y me pide que abra el baúl. Balú ni mosquea, está en shock. Minutos más tarde estoy adentro con el perro arriba de una camilla. Se inicia una sucesión de preguntas sobre el animal de las que no siempre tengo respuestas: fecha de nacimiento, edad, motivo de las heridas, vacunas dadas. Nace en mí una vergüenza extraña que viene, un poco de la posibilidad de que el perro muera sin haber establecido un vínculo de afecto; y por otro lado la escenificación de lo allí dispuesto que me tiene a mí impostando una relación que no tengo con este animal. Lo acaricio, le hablo, finjo una afección que no tengo con los animales excepto que esté en el sillón viendo National Geographic. Mientras todo esto ocurre en mi cabeza, voy pispeando la hora en el reloj de pared. Calculo los minutos que tardaría desde allí hasta La Plata con el solo objeto de hacerme la ecografía. La miserabilidad solo es interrumpida por un profundo malestar generalizado, van doce horas de ayuno y sostener la pierna con una herida profunda y sangrante no me ubica a mí en el lugar del heroísmo. Por el contrario, las náuseas van apareciendo a medida que esto se va extendiendo en el tiempo. Son tres pibas y yo para sostener un perro de 25 Kg. No debería ser una proeza, pero va camino a eso. Balú tira mordiscos que van a ninguna parte por el oportuno bozal que la veterinaria le colocó. Otro pensamiento me arrebata mientras me digo a mi mismo: no tenes por qué mirar la herida, te están pidiendo que sujetes la pierna, no que seas un hombre. Y si Piero no detectaba el estado crítico del perro ¿qué hubiese pasado?

Tiempo después del episodio, y ya enterrado en su tumba de minoría étnica, un funcionario de la Autoridad de Tránsito de la Ciudad de Nueva York  se preguntó cuántas veces Christie Wood había hecho el tramo completo del recorrido, de punta a punta de la ciudad, durante aquellas 48 horas. Incluso se preguntó si no cabía enviarle a la familia una notificación de la deuda, junto con el pésame, que Wood había contraído por los viajes realizados en aquellas 48 horas de anonimato, indiferencia y uso indiscriminado y frenético del servicio público de transporte neoyorquino.