22 ago 2010

Los días que Sabina no

Genero: cuento fantástico


Sabina había sido en los años de la infancia una niña encantadora. Ese día de la adolescencia, o adultez, atenazó los dedos sujetando el libro que por esas horas le encantaba la vida.
De pequeña, en las reuniones familiares, cada miembro de la familia le dedicaba la mayor parte del tiempo a realizarle monerías, a juguetear con ella o a sostener una conversación acerca de cómo las abejas extraen el polen de las plantas. Sin embargo no era su belleza cautivante la que los concentraba, por cierto era más simpática que bella. Sin duda su personalidad fue la que se reveló como la verdadera luz que encandilaba a propios y ajenos.
A los ocho años de edad ingresó al club del barrio, de inmediato, encontró tanta disposición a las amistades que pronto sus cumpleaños fueron pequeños actos escolares. Allí tenían lugar los juegos de los niños, siempre tan varoniles y monótonos, siempre algo más atontados que las niñas; sin embargo cuando conversaban acerca de ellas, dejando al descubierto sus incipientes deseos inconcientes, traían en su relato a la pequeña Sabina. Y llegaba en carroza o en alfombras de cuentos pero siempre nombrándola con adjetivos tan calificativos que hubieran hecho vanidosa a cualquier otra mujer. Pero a ella no. Iba y venía de su vida de cuento sin egocentrismos ni grandilocuencias infantiles.
Cuando la pequeña llegaba a los convites familiares los parientes más adultos la recibían a los gritos:
- ¡¡Sabina!! ¿Cómo estas pequeño ángel? -decía una tía cualquiera, inmerecido destino de afecto alguno.
- ¡¡Sabina!! Estaba por morir sino venías pronto –medio en broma y sonriendo le decía su abuelo paterno con voz de ogro sin malas intenciones. Cuando llegaba triste o disconforme con la ropa que su madre le imponía vestir, ello se traducía en un rostro poco agraciado y regordon. Su tío que se jactaba frente a sus pares de tener la poción mágica para revertir aquél rostro apesadumbrado en un milagro de sonrisas, le preguntaba al oído en un tono tan suave como contenedor:
- ¿Sabi, bonita, qué pasa? En lo inmediato, ella reconocía la inminencia del momento en que su tío pronunciara las palabras que la devolverían a la alegría cotidiana, al derroche de vida que aquella pequeña encerraba para los suyos. El tío, conocedor de ese pacto implícito, nunca dicho, le dedicaba la frase acostumbrada:
- Muéstrame una sonrisa...una ayudita para mi desdichada vida.
La pequeña entonces jugueteaba, negaba su rostro, se escondía entre sus ropas, esa que no hubiera escogido, se arrullaba en las solapas mientras el resto de la familia entregaba sus ojos y emociones a aquél pequeño número teatral que desde hacía algunos años ganaba en ternura y en emotividad aunque fuera año a año siempre la misma escena con un mismo guión.
Al sonreír de la niña su tío echaba el cuerpo atrás, extendía sus brazos hacia los costados, luego los cerraba hacia adelante, como abrazando el agua y le decía señalándole la esfera incandescente con su dedo o ala:
- ¿Ves ahí? Ahí esta el sol.
Ella, con la debilidad conocida, dedicaba una sonrisa única y un abrazo singular solo a él encomendados. En ese instante volvía a ser la niña que todos deseaban ver, la hija que todos quisieran y soñaron tener, la pequeña Sabina amada por todos.

Al inicio de la escuela secundaria y cuando Sabina ya era una incipiente mujer, su inteligencia cobró cuerpo y notoriedad. Su inteligencia no era de esas que remiten al estudio cotidiano de las clases semanales, a la repetición del dato entregado, a la pregunta boba que propone el profesor y que insulta -porque subestima- a los estudiantes. Su inteligencia era especial porque lograba extender el pensamiento, la reflexión, las conclusiones sobre lo que se estaba estudiando más allá de lo meramente dicho. Tenía un nivel superior al común de sus compañeros, era profunda y lograba avanzar en lo abstracto como no lo hacia nadie de su misma edad. Esa virtud hacía que el don fuera administrado con juicio y lucidez; no se excedía en hacerlos públicos para evitar el incordio, pero ello no significaba que su mente no estuviera procesando y ordenando el pensamiento en el lugar adecuado.
Su adaptación en la universidad fue algo más compleja. El divorcio de sus padres la afectó en lo emocional, no por la decisión en sí que entendía como sensata, sino porque padre y madre la utilizaban como objeto de disputa y orgullo e instrumento para conquistar a sus posibles futuras parejas. Su padre conocía una mujer y de manera irremediable, al poco tiempo de ello, le proponía realizar una cena para presentarlas y así conocer a su novia de turno. Durante el transcurso de la noche él hablaba ostentando las dotes que su hija se encargaba de ocultar; lo estético se imponía por evidente, el rendimiento deportivo, el universitario y sus cualidades para la escritura se expresaban en la verborragia paterna. El final de los encuentros era invariable, Sabina se retiraba de la mesa bastante antes del postre, la reciente y póstuma novia, despidiendo definitivamente al novio con una frase corta y contundente: “Quedate con tu hija”
Ese tiempo fue poco amable y sin mayores disfrutes para la muchacha que vivía en la cómoda casa que fuera, años atrás, cálido hogar familiar. La incertidumbre de saber si la carrera escogida era la correcta angustió a la joven durante varios meses.
La llegada del primer noviazgo funcionó como un ordenador de su ritmo vital. Marcó el fin de esas incertezas y despertaron en Sabina todas sus hormonas dormidas hasta entonces. A la vez que ello ocurría los enfermizos celos de su padre, que encontraba en aquella única hija, todas las ilusiones y felicidades posibles y truncas, crecían también. La relación con Marcos la hizo madurar, ello mejoró visiblemente su performance académica que al poco tiempo dejó de ser un obstáculo o pasó a ser un desafío menor.
La muchacha se proponía una meta, trazaba una estrategia, la ejecutaba y alcanzaba sus objetivos con la facilidad que un niño toma el pecho de su madre. Cuando fue consciente de ello, Sabina comenzó a encontrar placer en situaciones en las que sus compañeros sufrían pavor. La muchacha tenía por costumbre leer los textos antes de cada clase teórica, disfrutaba la lectura pacifica sin el rigor de tener que leer y rendir al otro día. Los días previos a los exámenes parciales la muchacha reunía todos los textos correspondientes, los releía en soledad y más tarde con su grupo de amigas. Sin embargo y contra todo pronóstico o consejo posible, la noche previa al examen la reservaba para salir con sus amigas de la escuela secundaria. Infructuosamente sus padres intentaban hacerla desistir de semejante reto, creían que lo hacía para demostrar lo cómoda que se sentía y lo tranquila que estaba con la facultad y con ella misma. Desconocían que en las noches previas a los exámenes finales, Sabina acostumbraba a encerrarse con Marcos en un cuarto para deshacerlo en la cama. Sabina prefería su propia casa porque allí administraba con soltura los ruidos típicos de la casa que podrían anunciar la llegada o la aparición inoportuna de su madre. Ese era el espacio en donde se iniciaban los juegos que terminaban en largas horas de placeres nocturnos, aunque en varias oportunidades la despertante mujer no resistiera las embestidas de su novio que la acariciaba y lamía en las partes que Sabina más desconocía y que ahora la enloquecían desenfrenadamente. Entonces era el sillón quien los cobijaba hasta el día siguiente. Con la yema de sus dedos y con la punta de su lengua Marcos hizo del físico de Sabina el cuerpo de Sabina. Ese desconocido territorio cavernal por el que nunca se había animado a hurgar sola, se le presentaba ahora como un sitio del que solo deseaba la constancia y la persistencia del tiempo orgásmico.
Al día siguiente en los pasillos de la facultad sus amigas que conocían el rito, ejercían sobre ella y en presencia de sus compañeros, la presión de las preguntas acerca de su devenir nocturno. La respuesta se enunciaba siempre en código, aunque la hubieran comprendido con tan solo mirar el brillo de sus ojos. Los muchachos en cambio permanecían, como la mayoría de las veces, fuera de lo que ellas se decían en un lenguaje tan propio como el vínculo que existía entre Sabina y su tío o entre un tallo y su flor.
Desde la llegada del muchacho a su vida, la época universitaria pasó a ser un espacio temporal en donde Sabina se sentía a gusto con sus amistades, autosuficiente en el estudio, conforme con su cuerpo y deseada por otros hombres.


A Sabina la observaban esperando el instante en que diera la buena noticia, juzgaban en su rostro que algo bueno había sucedido o estaría por suceder. Pero nada sucedía, solo que, oliendo en lo constante un ciruelo florecido, vivía con la expresividad de lo desprejuiciado, era como si la pequeña supiera desde siempre algo vedado al resto de los mortales. Los otros identificaban esa falta, esa diferencia que en sus vidas tomaba registro en síntoma de angustia; angustia de no percibir lo trascendente, como si algo fuera a faltar siempre en la continuidad de su ausencia.
En Sabina no había esfuerzos ni rastros. Quién podría negarse a obtener la clave que permitiera vivir con la soltura con que Sabina lo hacía; la muchacha sabía algo desde siempre, tal vez en la placenta había adquirido eso que habilitaba tal soltura, un secreto existente, cósmico tal vez, que otros no llegaban ni a imaginar en sus sueños mas logrados.

* * *

El jueves 16 de septiembre Sabina cumplía 22 años. Ese día por la tarde tenía final de Sociología Política y como todos los jueves a las nueve de la mañana, tenía sesión con su psicoanalista. El terapeuta la había consultado acerca de qué haría el miércoles por la noche, si asistiría o no a la sesión de del jueves, en conocimiento de las prácticas previas a los exámenes y en vista de que ahora coincidía con el día de sesión. Sabina respondió que no había motivos para modificar ninguna de las actividades que eran comunes a su rutina. Le explicó que la noche del miércoles estaba reservada a Marcos, el jueves por la mañana iría a la sesión como todos los jueves desde los últimos seis años y luego iría a nadar. Más tarde almorzaría con sus amigas en el restorancito de la facultad, a las dos de la tarde se presentaría a rendir el examen y por la noche se reuniría con sus amigos en la casa de su madre para comer unas pizzas que Marcos amasaría con sus propias manos, siguiendo los pasos de una receta oriunda del sur italiano.
Todo estaba en su lugar y era lógico que así fuera, la naturalidad con que Sabina abordaba ciertas situaciones, disminuía la trascendencia que otros les asignaban.
La muchacha del secundario, ya mariposa, era por éstos días una mujer hermosa. En pocos meses obtendría su título universitario, se iría a vivir sola o con su novio, ello dependía en parte de si se decidía a viajar al exterior; lo que más le agradaba de esa idea era tomar la experiencia de vivir lejos de sus padres, distanciarse de lo que la agobiaba, iniciarse en otra cultura y olvidar las valoraciones que otros hacían acerca de ella. Sin embargo y pese a la madurez evidente, su esencia continuaba remitiendo al tiempo de la pequeñez, quizás por la sonrisa latente que caía desgajadamente desde el labio inferior de su boca, quizás porque después de ella se dejaban ver sus dientes blancos, grandes como ajos, quizás porque su rostro -aniñado presagio- encontraba en los ojos la expresividad propia de quien ha vivido dándole a las cosas su real dimensión. Allí residía el secreto de su vida o eso parecía. Sabina siempre supo que moriría el día de su cumpleaños. No sabía cuantos años cumpliría en ese fatídico o salvador momento, esa era una decisión que debía tomar bajo su absoluta responsabilidad, pero conocía el día.
El jueves fue al psicoanalista, el miércoles había cenado a solas con su tío y él le había regalado un libro de su propia biblioteca, escogió entre sus libros favoritos, tomó “Luz de Agosto” de William Faulkner y se lo obsequió. Mas tarde se había dedicado a los oportunos placeres sexuales con Marcos. La sesión duró un tiempo muy breve -su terapeuta a menudo llegaba a sesiones de tan solo cinco minutos de duración-. Nunca logró desentrañar la lógica intrínseca de aquella técnica pero la aceptaba, luego salió del consultorio algo perturbada y se dirigió a un bar cercano, escogió una mesa contigua a la ventana, pidió un jugo de naranjas exprimidas, un café con leche y una medialuna salada. Desde la mesa miraba los autos pasar, disfrutaba observando el ritmo autónomo del caminar de las personas, reparó en que sus observados transitaban agitados, con rostros adustos, desencajados. Se preguntó si el lugar al que arribarían valdría el esfuerzo. Al instante se sintió reconfortada por no haber suspendido su clase de natación, creyó haber olvidado las antiparras en su casa, buscó en su bolso, metió la mano entre sus pertenencias, un persistente olor a cloro salió de uno de los compartimientos internos, sacó la billetera, un peine, un protector diario –todo lo ponía sobre la mesa- una Tita y al fin las antiparras. Sintió placer al imaginarse nadando, la cabeza sumergida, la leve y resistente fricción del agua tibia con el cuerpo, los brazos sincronizados llevando el cuerpo hacia adelante, pensó en el cansancio de los músculos, en el oxigeno revitalizante, en las frutas que vendrían y el rejuvenecimiento del cuerpo.
En el bolso y entre sus cosas, halló el libro que le habían regalado la noche anterior, lo tomó y lo abrió con la sorpresa de quien redescubre un obsequio del que se ha extraviado, en los recovecos de la memoria, su existencia. En la dedicatoria leyó una serie de cariños, algunas recomendaciones y culminaba así:

Quiero que sepas que siempre intenté protegerte. Sabé que para mí también estos últimos años han sido de profundo y meditado dolor. La última llovizna no ha llegado ni a humedecer la primera capa de desamor que cubre mi cuerpo.

Cerró el libro en la página treinta y siete. Puso el señalador en la hoja anterior, lo guardó en el bolso, pagó la cuenta y salió.
Mientras iba camino a la pileta recordaba las razones por las cuales amaba esa ciudad. Miró un árbol -era un Tilo- reparó en sus hojas y su copa, detuvo su mente, sintió el impacto en las piernas y en la cadera, la columna y su cabeza se convirtieron en piezas de un molde que no se correspondía con el suyo. Cayó al suelo, golpeó contra él, sus ojos fijaron la vista sobre una figura circular, hasta su nariz llegó el olor punzante de la goma quemada, los vidrios astillados se escurrieron entre los lacios cabellos. A través de un registro que no podría afirmar si era real, vio un par de presurosos zapatos que se acercaban entre sollozos hacia ella. Entonces pudo ver la ciudad desde un plano horizontal como nunca antes y escuchó:
- ¿Estas bien? ¡¡Llamen a una ambulancia!! Perdóname no te vi, te me apareciste de la nada.
El conductor buscó el pulso en la yugular de la muchacha, lo encontró y lo extravió, lo encontró y lo extravió, lo extravió. Sabina sintió que la mano del hombre la tomaba por la espalda, la prenda rota permitió que los dedos recorrieran aquello que fuera su columna, se detuvieron en el broche del corpiño e intentó reincorporarla. El muchacho sentía que el cuerpo había perdido gravedad a la vez que Sabina dejaba de sentir la presión del sostén sobre sus pechos, ya no sintió la mano sobre su piel y desde la copa del árbol creyó percibir una leve succión. Las piernas flotaron como en la pileta, el muchacho se quebró en un llanto al ver el rostro de la pequeña palidecer y su cuerpo esfumarse. En el último hálito de oxígeno Sabina se apiadó:
- Está bien así, no te angusties, no fue un accidente, te elegí a vos. Alcanzó a decirle Sabina mientras aleteaba y extendía una de las alas en dirección hacia donde ahora se dirigía, elevándose entre la fronda del árbol, como flotando en un inmenso camalotal:

- Allá ¿Ves allá? -pareció silbarle- Ahí, ahí está el sol.
Y se fue como un ave que gana por primera vez el cielo abierto.




Octubre de 2007

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