28 feb 2018

Hasta que la muerte los separó



Víctor era su risa. Víctor era la mitad de Laura. Víctor era su risa y su conversar. Hablar lo suficiente, y más, para hacer reír, para hacernos llorar de risa. Como una misión encomendada. Cuando Víctor se reía era como si se inventara un mundo sonoro, como si cantaran mil gansos, se le inflaba el cogote, se tapaba la boca como para que no salga esa locomotora aguda, esa cosa sonora y ampliada que era su risa y finalmente bramaba. Su risa era algo a mitad de camino, como un llanto conciente y otro poco como la risa de Patán. Luego la risa se descontrolaba y el propio Víctor se convertía en otra cosa, la carcajada lo poseía y en el escalón ultimo de ella solía decir “Y bue”, o, “En fin” y se acomodaba el pelo. Nada quedaba en su lugar después de su risa. Cuando se reía desde su casa de Villa Elisa, se la oía incluso desde el quincho de la abuela Luci, la casa lindante. Atravesaba cercos, subía por ese palo borracho fenomenal que él mismo había hecho germinar, cruzaba esos 35 metros de parque y llegaba hasta todos nosotros. La abuela decía “¡Víctor!” como si hiciera falta la aclaración. Esa risa era única. Como lo es la de Julia, mi hermana. A veces la abuela se reía de esa carcajada, otras no y ponía una cara como diciendo “Ay esa risa” como aquel día que cantábamos todos juntos, a la abuela se le había dado por reunir a todos los Oyhanarte, y mientras cantábamos Víctor hizo algo con la voz, algo raro que la abuela entendió como inapropiado, ella estaba compenetrada como si estuviera cantando en el Colón. Luego, en ese instante de silencio que se hace luego de entonar la última palabra de la última estrofa, Víctor dijo “Se imponía un falsete” Nosotros que habíamos notado el gesto musical, lloramos de risa ante su explicación, la abuela en cambio (si mal no recuerdo) le dirigió una mirada lúgubre y acto seguido echo a reír ante la explicación de Víctor. “Víctor por qué haces eso??” preguntó, y Víctor repitió, “Se imponía un falsete, Luci”, los brazos echados hacia atrás, sujetándose una mano con otra a la altura de la cadera, los ojos vidriosos de risa.

Cuando Víctor hablaba era como una misa, por lo largo y por el silencio de la audiencia. Cuando era chico, una de sus tías, Totaro, le hizo un babero que decía “Come y calla” El mensaje era claro. Aun así era difícil no oírlo, no sentirse interesado por lo que decía. Víctor conocía Buenos Aires a la perfección, sus calles, sus bares, esos rinconcitos soñados, esas cúpulas imponentes. Podía decirte “En la esquina de tal calle y tal otra había un sastre, hacían una pilcha ahí…” o “Bueno, en esa calle había un bolichon, hará unos 20 años, se comía muy bien. ¡Hacían unas tortillllaasss!” Víctor encontraba en la espesura del relato el motivo del relato, a veces no había un remate, algo necesariamente graciosos, pero un poco por lo que hablaba, a la cantidad me refiero, dentro del relato había otro relato igual de interesante y/o desopilante. A veces en cambio venia en un tono monocorde, sin demasiada expectativa, un relato chato, y de repente aparecía una ordinariez de las que sus sobrinos no siempre estábamos acostumbrados a oír. Como ese día que contó que un hermano suyo se había atado la pija (textual) con hilo para que no se le notara la erección durante un baile de riesgo en aproximación a una dama. Nosotros descubríamos mundos en esos relatos, el suyo propio, y el nuestro por venir. Un día me contó que la noche que Firpo peleó con Dempsey, desde la cúpula del Palacio Barolo, el punto más alto de la ciudad de la Bs.As de entonces, se comunicaban con el Palacio Salvo, edificio mellizo en Montevideo, para tomar la señal de radio dado que el box en Argentina estaba prohibido, así se iban pasando las alternancias de la pelea. Peleaban en EE.UU pero en Uruguay la transmisión era legal. Además, según me contó, se había convenido que, en caso de que ganase Firpo, se encendería una sirena azul para comunicar la victoria a los porteños, mientras que si el triunfo pertenecía a Dempsey la sirena sería roja. Historias así de geniales, así de Víctor.


Víctor era ese tío que llevaba las cosas un poco más allá de lo permitido y establecido, en el vocabulario, en la propuesta del vínculo con sus hijos y sus sobrinos, sacar temas porque sí solo para conversar eso lo hacía solo él. Una vez, ya de grande, Víctor le comentó a uno de sus sobrinos que estudiaba sociología que él había leído un artículo de un biólogo que había descubierto el gen de la pobreza. Ese descubrimiento daba por tierra con gran parte de la teoría social conocida. Lógicamente que era mentira, o más que mentira, era una provocación a Santiago para que él tuviera que refutar el supuesto descubrimiento, Víctor quería charlar. A Víctor le gustaba tanto charlar que llegó a decir que iba a poner una pizarra junto a la mesa donde cenaban, para anotar los temas que tenía para abordar y que eran olvidados, o puestos a un costado, por la propia conversación/dinámica familiar. En la enorme y desmesurada pileta de mis abuelos (12 de largo x 6 metros de ancho), Víctor requería que sus sobrinos e hijos permanecieran cerca de él para poder oír la conversación y participar de ella. Víctor era un contador de historias. En ese ajetreo había dos cosas, seguro que más, a las que casi siempre volvía: Perón; y los trenes. Siempre había una referencia, una circunscripción, que lo llevaba ahí. Víctor volvía a su infancia a través de la palabra. Alguno podrá pensar que esto es obvio, a lo de Perón me refiero, en cualquier persona de su edad, y tal vez tenga razón. Pero resulta que la familia de Laura, su compañera de siempre, o sea la familia de mi mamá, eran radicales hasta las verijas, tanto que hay una foto de mi abuelo o bisabuelo Tata, metido en un arroyo del delta con el agua al cuello y la boina blanca puesta en la cabeza. Entonces para nosotros, y sobre todo en los últimos años, ese registro de Perón y del pueblo feliz era algo que a mis primos, sus hijos y a mí, nos unió más a él. Creo.     


Víctor me enseñó a nadar, junto con mi papá, me enseñó a nadar. Víctor y papá, los dos peronistas de la familia. Una historia que ya no es. Víctor se ponía en la parte baja de la pileta de la quinta de nuestros abuelos, ese edén, ese hormiguero de gente, ese boomerang de la memoria colectiva que forjó, en algún sentido, lo que hoy somos, y allí alzaba a sus hijos y sobrinos, giraba en círculos y con su inequívoca voz tarareaba el vals, tararararara, ta-ra, ta-ra, tarararara-tará-tará, tararararaaaa-tarara, tararararará. Y curiosamente, o no, ahora que entre los primos varones cruzamos recuerdos vía wapp, reconozco en esa anécdota que esa misma melodía es la que yo le canto a mis hijos en nuestra pileta. Lo hago mecánicamente, sin saber de dónde venía esa acción, sin saber que era un recuerdo dormido que hoy San me hace reflotar. Era Víctor el que nos hacía eso a nosotros cuando éramos chicos. Así estas en nosotros Víctor.  
El fin de semana vimos la película Coco, de Disney. La película muestra en qué consiste el día de muertos para la cultura mexicana bajo el prisma de una familia humilde, de su propia historia familiar. Allí se ve que durante ese día de muertos, los vivos veneran a aquéllos para que los muertos vengan a visitarlos. A diferencia nuestra, todo eso se hace en un contexto de cierta alegría y por sobre todo se desarrolla como una festividad. Además de lo emotivo la película tiene muchos méritos argumentativos. Uno que me gusta mucho es ese que gira alrededor de que incluso los muertos pueden volver a morir, o mueren verdaderamente solo cuando son olvidados por sus familiares. Vos Víctor quédate tranquilo, difícilmente puedas ser olvidado por todos nosotros, porque nosotros te recordamos en todas tus múltiples anécdotas, tu “nneeeennneee” para llamar la atención de algunos de nosotros cuando estábamos jodiendo demasiado o estábamos por romper algo. Víctor no nos retaba, no recuerdo haberlo visto de mal humor o fastidiado por algo. Apenas tenía una maldad, un rasgo de malicia cuando describía físicamente a las personas, para ello había un lenguaje propio inventado por el él y su familia, ojipulgui para referirse a alguien que tenía ojos diminutos, o “esta para rajarlo con la uña” cuando alguien había engordado de golpe. Pero prevalecen “bublisiusss” cuando cantaba un pájaro determinado que la memoria familiar no alcanza a recordar, o el día que cantando en aquella reunión familiar, en medio de la canción vos cantaste “duuuuu”, llamando la atención de todos nosotros y provocando nuestra risa, después lo hacías a cada rato y la abuela Luci volvía a poner cara de que estabas arruinando la canción. Ese “duuuu” era algo que Martín Carrasco hacía en el coro para joder a la profesora, la nota marcada era do, y el cantaba “duuuu”, según contaste. Pero nada más que eso. Cosas así, pícaras, como de película italiana. Víctor era un buen tipo, tal vez el tipo más bueno, querible y adorable que haya conocido. Haberte conocido hizo nuestras vidas más alegres. Y a tu hermosa familia, feliz.
Víctor y Laura eran como una sola cosa, iban y venían juntos hace 48 años. Víctor fue quien presentó a mi mamá y mi papá cuando estudiaban en la universidad. Laura y Víctor va todo junto, se pronuncia de corrido como Vicente López y Planes, como Mar Azul, todo junto, como un lugar al que se refiere, una cosa, Tafí del Valle, ellos dos, uno, una entidad y la gente entendía. Laurayvíctor. Laura y Víctor se dice, no se dice Víctor y Laura, que quede claro. Laura y Víctor charlaban, cómo charlaban, aunque ahora que lo escribo pienso que en la familia Carrera-Oyhanarte, el verbo que se usa es conversar. Lauta y Víctor conversaban, se divertían, iban a Bs.As a pasar una noche allá, iban al cine, y a cenar. Víctor era un tipo que veía cine de una manera compulsiva. En su momento cuando apareció Videomanía, debe haber sido de los que más alquilaba, sabía un vagón de cine, se le podía preguntar cualquier cosa, “Víctor te acordas esa película en la que trabajaba Marcello Mastroianni  en la que él tipo bla bla bla –uno le contaba el argumento-, como se llamaba??” Y por ahí no en el momento pero al rato te decía, “Ignácio –Víctor acentuaba la a- se llamaba Los desconocidos de siempre” Cosas así. Eso hacía que Víctor recordara frases o diálogos de película, pero su imposibilidad para los idiomas lo trampeaba y reproducía las frases según lo que él oía, lo hacía como podía, no lo que el actor decía, entonces tenía frases como latiguillo, “what so mari with you”, o “Is enivary here??” Por Dios!!! Decías que te ibas a ir a Italia y que como no sabías el idioma te ibas a llevar imágenes, fotos, recortes de las cosas que podías llegar a pedir para mostrarlas cuando fuera necesario y el idioma una imposibilidad: un café, una pizza, unas pastas. Te imagino sacando recortes en un restaurante. Qué absurdo Víctor!!!
Víctor amaba el buen vino, se acercaba y de la nada te decía “Ignacio, la semana pasada probé un vino de bodegas Ruiz Casal, muy bueno” Quería charlar. Laura y Víctor llegaban juntos a los cumpleaños, en los últimos años a Víctor, como a todos, se le dio por la cerveza artesanal. Le gustaba tomar y Víctor tomaba. A eso de las 16 o 17 horas, cuando el común de la gente deja de beber y los primeros mates circulaban entre pasta frola y tarta de coco, uno se le acercaba para ofrecerle, le decías, “Víctor, más cerveza??” y él con ese elogio de los movimientos mínimos decía “Bueno, un vasito” y extendía el vaso. Tomaba a la par nuestro. Hace dos años me escribió de la nada, “Hola, soy Víctor. Pongo dinero para alquilar una chopera para el cumpleaños de Mariu. Saludos” Un capo.    

Víctor murió el sábado a las dos de la tarde, se fue apagando, lento, cansino en el andar, medio como siempre, medio sin llamar la atención, salvo por su risa, tenía 77 años y no aguantó el cáncer que lo devoró. Se fue sin escándalos y sin tragedias, creo que hasta en eso has sido vos. Saludaste a los tuyos y te fuiste. Sin embargo estas inquieto acá, en el pecho izquierdo como dice la canción, en la memoria rebalsada de anécdotas  y en el eco de tu risa, la risa de todos pero sobre todo la de Laura. Y así te vas, lerdo, rodeado de tu familia, adentro de un cajón sobrio, llorándote todos, extrañándote ya, reprochándonos el campamento que hace tres años no logramos concretar para emular aquél gran hito familiar que fue el campamento en Punta Indio. Con esa carraspera, caminando, suena el ruido de los tilos del cementerio, crujen las llaves colgando de tu jean flaco, camino al cielo Víctor, seguro, porque no hay donde más cobijarte y no mereces otra cosa que paz, amor eterno y la memoria ardida.

16 feb 2018

Crónicas del tren

Por Nacho Fittipaldi


El tren llega puntual. Yo no. Corro hasta que las puertas se cierran y apenas logro meterme de costado entre una hoja y otra. El cuerpo todo duro aún después de entrenar. Son las 10, 08 horas del último día de la semana. Ingreso al primer vagón y en los pocos asientos que quedan veo un pibe caracterizado como un pibe chorro, digamos. Ropa Adidas, zapatillas Nike, gorra, aritos en la nariz y la comisura del labio. Está sentado contra la pared del tren y atraviesa con sus piernas el asiento que podría ser usado por otro pasajero. Grita algo indescifrable, se está gritando con alguien. Pienso que lo mejor, a los fines de leer durante el camino o escuchar música, es buscar otro vagón. En el próximo me siento. El tren toma velocidad y a los pocos minutos se oye la voz de una señora decir “Podes bajar la música?? Estoy intentando dormir” La señora está fastidiada. En ese vagón en el que decidí no estar hay, además del piraña, otros dos pibes, con el mismo aspecto que el otro, pero ellos están juntos y sentados más cerca de donde lo estoy yo. Escuchan cumbia con el celular a todo volumen. Es molesto. Uno de ellos responde “Eyyy doña, son las dié, esta no es hora de dormir” Ambos ríen. El piraña también ríe. Hay complicidad. Todos los pasajeros de ese vagón y del mío, giramos para ver la escena sin dar crédito a la situación. La señora lejos de arrugar, arremete. “Sigan jodiendo y llamo al de seguridad”. Digresión: Desde que el tren ha vuelto a circular, ya no hay más gendarmes o federales recorriendo los vagones, para bien o para mal. Ahora hay una empresa privada que provee la seguridad al servicio de tren con unos corpulentos muchachotes con cara de pocos amigos y menos formación. “Ey señora por qué va a llamar a la seguridad si no estamo haciendo nada??” La señora hace como si no los oyera, el tren atraviesa el Parque Pereyra y la situación se complica cuando el piraña se mete en una disputa que le era ajena. “Ey doña, cuando usted habla por celular a los grito, yo le digo que se calle??” El piraña está bastante más atrás que los otros dos que son los que escuchan música, el tren eléctrico es muy silencioso y todo se deja oír. Algún otro pasajero intenta hacerlos callar. Sin mediar aviso aparece un seguridad y la señora le explica la situación, los pibes se defienden con argumentos de niños, es decir, son adolescentes pero se defienden como Piero. Yo no hice nada. El seguridad le pide que se ubiquen, que bajen el volumen, cosa que ya habían hecho, y el piraña desde el fondo le grita al de seguridad, “Callate vigi” El morochazo busca con la mirada al desafortunado que esgrimió la provocación. El de seguridad recién ahí se percata que hay un tercer pibe chorro, por así decir, y para hacerme entender. Entonces se dirige hacia él, todos estamos mirando la evolución del conflicto, “Qué dijiste??” El piraña está sentado, ahora como corresponde, usa solo una butaca. No responde. El seguridad está casi encima de él, arrinconándolo, lo intenta nuevamente, “Qué dijiste??” el piraña no responde, utiliza evasivas pero no repite lo que dijo, sabe que hacer eso es ganarse una golpiza que por ahora evita. Entonces el seguridad le dice “Vos te vas a callar, el que se calla acá sos vos” Hay cierta retorica en las palabras del tercerizado que no sabemos si el piraña comprende, hay un conflicto entre dos sujetos de distinta índole. Se abren las puertas, Pereyra quedó atrás, el viento cruje los plátanos de la estación Hudson. Sube un ciego, el muchacho canta, se para en el medio del quilombo, al lado de la señora que ahora está francamente incomoda y los dos pibes que ya no escuchan música, el piraña les restó protagonismo. Ellos bajarán en la próxima estación. Ya no hay complicidad. El ciego lleva zapatos náuticos azules con cordones blancos, bermuda con estampado militar, riñonera negra y remera blanca con estampado militar. No lleva anteojos de sol. Su repertorio es olvidable, su tono de voz elevadísimo.  Las gentes que quedan de espalda a él se asustan cuando el muchacho entona, sin previo aviso y casi a los gritos, con un caudal de voz notorio, una canción de Diego Torres que no es Color Esperanza. Su grito inicial es interpretado como parte de una pelea iniciada entre el piraña y el seguridad. Volvemos a girar la cabeza para corroborar esto. Falsa alarma. De frente veo venir al guarda, un gordito simpático que intimida bastante menos que el seguridad.  Un heladero ofrece helados en palito. En ese momento el seguridad toma del brazo al piraña, se resiste a penas, cuando ve al cancho se entera de que lo van a bajar, el tren está detenido en la estación Plátanos, afuera los plátanos brillan a la luz del sol. “Eyy don, le juro que no hice nada, tengo boleto y todo” A esa altura el resto de los pasajeros grita “Dale pibe déjate de romper las pelotas, bajate” Piraña responde “Callate vo, la concha de tu madre” El seguridad interviene “Terminala, bajate y listo” No hay mal trato. La señora agrega “Ves querido que sos un mal educado” delante mío la señora que viajaba tranquila se ha bajado. Su lugar es tomado por una señora mayor, como de 75 u 80 años, acompañada por su hija de 55 mal llevados. El guarda y el seguridad bajan al piraña del tren. Piraña jura que esto no va a quedar así. El tren arranca.
El dúo que acaba de subir hablará desde Bernal hasta Constitución, sin solución de continuidad (algún día alguien tendrá que analizar gramaticalmente esta frase). La cosa arranca así, la hija que es imparable en su verba, habla rapidísimo, sin pausas, sin comas, sin avisar que cambió de tema, enuncia 9 de cada 10 palabras dichas entre ellas, dice: “Viste que estos hacen paro otra vez. Los de la bancaria” Lleva pantalón floreado y remera rosa, anteojos de sol tipo Sofía Loren pero comprados en Constitución, pelo raído, negro, se dejan ver sus raíces blancas, digamos que clase media resentida, votante de Macri, de esas que no le dan colaboraciones a los basureros que pasan el 23 de diciembre porque creen que no son basureros. “Nos tienen de rehenes que se dejen de joder, yo le dije a Alberto, vestite y anda a sacar unos pesos porque nos vamos a cagar de hambre, y ahí lo dejé. Viste que lo de la periodista que se murió al final le habían dado fotos truchas al juez, al juez o al fiscal nunca sé, claro parece que no eran del endoscopio con el que le hicieron la endoscopia, era otro, más viejo, me entendes, ma?? No me extraña estos de La trinidad son re truchos, estos, aquellos, son todos iguales, el marido dijo que quiere justicia, no por él, por los hijos, me entendes, ma?? Los médicos se cuidan el culo entre ellos, me corté el pelo no me dijiste nada –la señora mueve el pelo de acá para allá mostrando como le quedó, el pelo es un rotundo desastre- me corto y no me decís, ves?? Ayer lo tenía hasta acá, no veía un carajo, no me voy a cortar como vos, no me digas porque no, basta ma, ya me pele una vez y te acordas como me quedó?? No ma, no me queda bien, me entendes, ma?? Tintura como esa que usé la última vez no uso más, me agarro alergia, me salieron granitos en la cabeza, como me picaba ma, no había nadie en la peluquería, pase, mire, no había nadie, sabes cómo me tire de cabeza, no?? Así, frushhh, de una, los negocios todos cerrados, después se quejan que no venden, se pierden ventas, me entendes, ma??
De fondo y a lo lejos, mientras el tren sigue su rumbo, se escucha al ciego seguir con su esquivo repertorio, parece irse, parece estar allí inmaculado, sigue cantando sin juntar los pesos suficientes para los bizcochos, cansino en el andar.


2 feb 2018

Crónica de una despedida

Por Nacho Fittipaldi

Suena una campana, un timbre, una bocina a vapor, un tren se aleja, un buque amarra. Llega un mensaje con un sonido muy concreto. Las campanas por ejemplo siempre anuncian algo. Desde las alturas del campanario las iglesias marcaban la jerarquía institucional, por eso desde siempre fueron los edificios más altos de las ciudades, incluso más que los castillos.  Las carreras de aguas abiertas se inician con sonidos, de sirenas, bombazos, de agudas chicharras. Existiría algo así como una relación entre la presencia de un sonido, la iniciación o el fin de algo.
Suena el timbre, son las 05, 55 AM del viernes 26 de enero. El sol pega en la parte de atrás de casa pero Martín está en el frente.  Nos saludamos, salimos a la ruta, un velorio nos espera. A las diez un entierro. Muchas veces hemos salido a la ruta juntos, de viaje, de joda, por laburo. Nunca por algo así de triste. A esta misma hora pero del día de mañana estaré a cuatrocientos metros de la costa nadando los clásicos 4 km de Villa Gesell. La muerte puede ser definida de muchas maneras pero sería reincidente y absurdo intentar definirla, es algo en lo que la razón no hace blanco nunca. Sin embargo no deja de impactarme la manera en la que la muerte, y el aviso de ella, resquebrajan las rutinas en curso. Un mate es cebado con determinación como si de eso dependiera muchísimo el mundo, se come un asado con el ánimo de una fiesta popular, se abre un vino como en un concurso de cata, y de pronto alguien dice “Che, me acaban de avisar que murió tal” y ese tal es el padre de un amigo, ese tal no tenía que morir, ese tal estaba vivo antes de que yo escriba esto. O como me escribió aquella vez El Tano, el día que murió su viejo, “No aguantó más. Se fue” Pero al finalizar este relato el orden de la vida que imperaba en esas familia seguirá roto, y estas palabras serán solo expresiones sueltas de alguien que intenta poner palabras para ordenar y mitigar su propia experiencia, para pensar la muerte de su propio padre, para pensar a Piero y Sabino llorando por mí. No lo pienso desde el narcisismos, pienso en ese dolor que tarde o temprano llegará. 
Velar a alguien en su propia casa es algo que indefectiblemente recuerda el velorio de mi abuela Luci. Mi abuela fue velada en una habitación, a cuarenta metros de donde cayó muerta luego de que un camión de distribución de soda la atropellara. Un velorio ahí es una astilla en la memoria de la familia, es un árbol en el medio del living, ir y venir por la casa es recordarla cada vez. Maipú es como un bosque sin árboles. Introducirse en esa casa es, en algún sentido, saber más de ellos. Los objetos, el estilo de decoración, o la falta de él, los cuadros, los libros, las antigüedades abarrotadas son, además, los recuerdos de la elección de esos objetos antes de ser adquiridos. Es la historia del objeto. Son objetos traídos de un viaje programado, son objetos encontrados de casualidad, es la frenada repentina del auto al pasar por delante de una casa de antigüedades, bajar a ver y preguntar cuanto sale, luego será una anécdota solo entre quienes puedan percibir la belleza del chirimbolo. Es ir a un remate y perder horas ahí. Estos ambientes así me cautivan. Son el living que nunca tendré. En el medio de ese desorden, Gerva. Con una cara que no le conozco, Gerva. Con la expresión pálida, Gerva. ¿Y yo qué puedo hacer? Nada. Por momentos la muerte también relativiza, no solo la existencia de todos nosotros, sino también la presencia de cada uno de nosotros en ese territorio que la muerte delimita en honor a la memoria. Sin embargo el momento más desmemoriado de aquí en adelante, es este. La memoria se construye. Los velorios se lloran. Siempre analizo si hay que ir, o dejar que la familia llore en paz, pienso que no debo ir y que la familia recuerde como pueda y entre los íntimos. Esta vez creía lo mismo pero por suerte fui. Y pude, simple y torpemente, abrazarlo, ver su cara de desconcierto, ver el cariño de la gente, ver un pueblo que salió a la vereda mientras el coche fúnebre pasaba por la calle y saludarlo por última vez. Ver a Ana y a sus hijas con las manos apoyadas en el cuerpo, mirando sin comprender, preguntando sin respuestas. Una incomprensión de punta a punta. En el entierro por ejemplo, vi un trabajador del cementerio vestido de riguroso overol azul, ya con sus años encima de trabajo ese azul es entre blanquecino y celestón. En la ancha espalda y con letras blancas dice “Municipalidad de Maipú” pero ese hombre está ahí como vecino, no como empleado. Despide al hombre que acaban de guardar entre maderas esmaltadas y cinceladas. Está mezclado entre el resto de la familia. Maipú tiene un cielo pleno, cada vez que vengo veo eso. Un cielo ancho y bajo, como el del trabajador, un cielo para todos. Quizás por esa razón este cementerio esté más cerca del cielo que otros. ¿Más allá de este campo qué hay? Allá en el cielo están todos los padres de mis amigos que se murieron en los últimos años. Se mueren los hombres. Mueren los padres. Y seguirán siendo hombres los próximos. El padre del Rata, Igor, del Tano, de Gerva. Aníbal, El Tano Callá, todos tipos. Hace años que vengo enterrando padres. Hasta que un día de estos sea el mío, un día tendré que hacer lo que todos ustedes ya hicieron y como hoy, no sabré qué hacer.
Hoy que todo eso ha sucedido no recuerdo ni con cual sonido se inició la carrera de Villa Gesell, en cambio recuerdo perfectamente un aliviador sonido que se sobreponía a la brisa que resquebrajaba los cipreses en el cementerio de Maipú. En la arcada de la puerta de acceso, una entrada estilo Partenón, con sus columnas y todo, y en el medio, rompiendo bruscamente con ese encantador estilo, una suerte de campana de viento, cuatro o cinco tubitos de aluminio de distinta longitud, sonando, como en las clases de yoga o en los centros de meditación, ayudan a introducirse en un clima de reflexión y un deseo: Que tengas paz Raúl, que tu compañera Ana, tus hijos, tus nietos, y tu hermano Gustavo puedan construir tu memoria a la distancia y en tu ausencia, una distancia lejana y dolorosa. Hoy doblan las campanas y están doblando por vos, un suspiro que se fue.