20 ago 2010

Reminiscencias de una noche en Banfield


Por Nacho Fittipaldi
Relato
Arrojados por el ímpetu, casi infame, de reunirnos y restituirnos subjetivamente en la amistad, nos hablamos por teléfono y sin mas mediaciones que la palabra, nos fuimos de manera poco menos que furtiva, a Banfield.
El hijo de una amiga de Cristina, catalán por necesidad o expulsión, se presentaba en la Argentina para pasear y mostrarles a sus amigos algo de lo que él y su madre llevan adentro como una identificación genética. Todos ellos irían a cenar a la casa de Cristina que ni Ana, ni Martín, ni yo conocíamos. Cristina, que tanto ha andado por las casas de nuestros vínculos cercanos, participando de cuanta tertulia ha habido, nos recibía en su nueva casa por primera vez.
Sin otro reaseguro más que la invitación misma, ya estábamos comprando cervezas, papitas y mortadela para agasajar, a nuestros invitados. Ese era nuestro espíritu a esa altura temprana de la tarde. El vino tinto corría por su cuenta, o eso necesitábamos creer. Sujetos al favorable tipo de cambio nos convencimos de que traerían excelentes tintos y en cantidad. Cuando los catalanes arribaran, todos fijaríamos la vista en sus manos para corroborar lo convenido y conjeturado.
Conocer la casa de Cris, estar y habitarla, era para ella el segundo gran objetivo de esa noche; el tercero, lograr sobre los catalanes la retención del registro de lo que un grupo de argentinos con buenas intenciones pueden generar. En ese escenario las empanadas serían solo la finalización de una serie de introducciones gastronómicas que nos llevarían, de tiempo en tiempo, a descorchar varias botellas de vino que, a esa altura, eran el pasaje seguro al embriague divertido y procaz de Juliana, la parlanchina estrellita y amigota de Cris. Juliana concitaba sobre sus tetas todas las miradas masculinas posibles y alguna femenina que no salía de su asombro. No eran para menos. Redondas, grandotas, las imaginé turgentes, elevadísimas, aquellos pechos, globas desconcentrantes, hicieron que el hilarante tono de voz quedara en un tercer plano.
En otro estilo, otras bellezas, otras tetas, también estaban Celina, y sus hermosas hijas, a la sazón las nietas de Cris, y María, que se fue antes de tiempo, cuando todo comenzaba, cuando tan solo el corpiño le había pispeado, solo al cruzar dos o tres comentarios se paro y me dijo “Bueno me voy” y a la mierda el erotismo, el deseo, el equilibrio de género etario necesario que Celina y María nos venían a dar a la ya problemática presencia de Juliana que, a esas alturas le había provocado tortícolis al bueno de Sergio, alucinado por sus gomas.
Al inicio del encuentro primó la cautela, la reserva, el comentario medido y por momentos el silencio. A la vez que el alcohol nos desinhibía, nos trababa la lengua pero no la cabeza, ese suele ser el problema, nos conformaba en grupo.
Entonces salió la política como tema de debate, como siempre nos sale, y su presencia caldeó el ambiente. Era el tiempo de oírlos a ellos, a los catalanes. Tomarían la palabra, se expresarían con ese vocabulario certero, con la virtud española de nombrar lo que se invoca, con esos modismos tan suyos que requieren de aclaraciones como notas al pie. Allí Fede, el agasajado en cuestión, se posicionó a la izquierda del mapa político español actual, mostró sus diferencias con Sergio, en la derecha de un partido independentista catalán, e inmutable permanecía Mique, una suerte de dibujito animado, con voz de tal, pero con una personalidad y un discurso muy interesante. No pude saber cómo pensaba Mique. Era el tiempo de oírlos a ellos. Pero no, no pude escucharlos todo lo que quería. La argentinidad también es eso. Si estoy yo, hablo yo. Mostrar que sé de qué hablan los otros, debe quedar claro que en esa mesa yo soy diferente al resto y me permito hablar, por demás, sobre lo que forma parte de la cotidianeidad ajena. Una pena. Pudimos sin embargo identificar algunas problemáticas comunes a ambos lados del océano y es que, claro, en la forma capitalista moderna, hay un modo, y no otro de articular y descuartizar los sistemas de partidos. Entonces, la praxis se desvanece en el aire cuando se ingresa a las casas de gobierno, sea donde fuere, queda la palabra vacua, las dirigencias se licuan con la facilidad que se pela un pepino, y las crisis de representatividad han dejado de ser fenómenos privativos de los países subdesarrollados –o a mitad de camino de todo- para convertirse en fenómenos a escala mundial ¿O es que acaso el capitalismo no lo es? La curiosidad era oírlos hablar de lo que nosotros discutimos cada día. La dificultad escucharnos. Y María se había ido con sus tetas y todo; misteriosa como un signo.
Educar a Ana no es fácil, hacerla salir de ese bucolismo Buckosquiano es épica pura en ese recorrido de la noche. Solita, callada, a veces hablándome cerca del oído, ella si quería, como yo, escuchar, arrumbada contra un vértice de la mesa, ya beoda, dijo “…un poema, una frase, algo, alguien diga algo.” Reclamó. Y prendió. Alguien apoyó la moción y allí estaba Juliana hablando, ahora se lo habíamos pedido. Arrancó con una prestancia sobresaliente, lo que la salvó del fastidio y la cruz comunitaria. Recitó. Y dijo una de Borges, otra de Jorge Luis, y a éste le siguió Quevedo, para llegar a Ruben Darío y así se ganó un espacio en esos recuerdos o en ese plano donde la cosa se hace consistente, densa, persistente y adquiere valor lo que vale la pena recordar. La abuela Diaguita y Eva Perón callados testigos de todo cuanto ocurría asentían con la cabeza en alto.
Cuando el vino nos agotó antes de que se termine, se abrió paso el fernet y el Fede, antojado de otra bebida le dijo a Cris “¿Se puede tomar cualquiera de las bebidas que están aquí?” Si, dijo Cristina confiada, casi sin saber lo que aquél muchacho, a diferencia mía, había identificado con claridad. En la mesa apareció un J&B, 12 años, un whisky de la puta madre, que no sé de dónde carajo salió. La estrategia diaguita del disimulo funcionó y se escondió en su verdad hasta cuando ellos se fueron. Solo entonces confesó que esa botella había sido parte de un pacto, el cual acordaba la apertura y la ingesta de su contenido, solo en presencia del Tano.
Luego la dispersión del grupo se dio con naturalidad. Yo me dirigí hacia el sillón, me recosté como quien se dispone a dormir, con la autosuficiencia de quien hace lo que quiere entre gente de confianza, el placer de estar pasándola fenomenal, el sabor semi amargo del fernet hamacándose en mi boca. Ana confidenciándose conmigo nuevamente, “Confesión del viento” podría ser el título de la escena ya que sus palabras, como en aquella bellísima canción de Juan Falú, viven y mueren en el acto del relato y se las confiesa al viento. Ella habla yo escucho y allí queda todo, el movimiento y la profusión de las palabras se van con el humo del ambiente. Hasta que alguno de los dos decida volver a confesar. De fondo otro viento se lleva lo que Martín, Cris y los catalanes conversan. El intercambio de direcciones de correo y de teléfonos ya es lo que prevalece, Sergio le reclama el teléfono a Juliana por séptima vez, ella lo intenta de nuevo, ya lo hizo seis veces y ahí va otra: 0-1-1-1-5…. “Espera, espera” le solicita el catalán, como si ella le hubiera dictado velozmente. A las dos de la mañana eso es imposible porque el nivel de alcohol en sangre ya es mucho en todos nosotros. Juliana balbucea, números, “Espérate, espérate”, le ruega él, borracho ya, y yo me doblo de risa, ella se molesta, me pega con un bolso, dice que soy un sociólogo de mierda, Sergio se ríe también, la situación es tan absurda como graciosa, yo no logro controlarme, me doy cuanta que la noche fue estupenda, que lo que diseño y pergeño Cristina salió bárbaro. Reflexiono sobre la azarosidad que rodeó esa noche, ¿cuanto hubo de ello y cuanto de predeterminada estaba aquella secuencia por las características de los invitados?
Los invitados se van repentinamente, quieren ganar la calle pese a que el taxi no ha llegado y tal cual la usanza argentina tardará en llegar, Juliana dice que los españoles se la quieren coger, los tres, no se quiere ir con ellos, pero los ha provocado toda la noche, se irá igual, ahora le sacude a Martín con el bolso, repetidamente y por sobre la cabeza de Cristina que se mamó antes de lo conocido. Cuando ella se emborracha le pasa esto, se pone verborragica, la lengua se le paraliza, ha bebido whisky, debe tener la lengua acaramelada, la cabeza le responde a medias, la lengua ya no. Sus brazos se caen de pesados, la espalda cansada de tantos golpes parece resignarse y los deja desvencijados, no de amasar o cortar carne para hacer ciento de empanadas, una vida de empanadas para otros, sino la alucinante vida ardua y castigadora parece manifestársele en el cuerpo cuando Cris se emborracha. Y sus brazos cansinos parecen ser los únicos miembros del mapa corpóreo que piden descanso.
Luego de todo esto, con Martín ya dormido, nos disponemos a la última charla, son las tres y media de la madrugada, Cris sigue hablando, Ana la sigue, yo ya no puedo, se cuestionan se repreguntan, me canso, me voy, lo que dicen me interesa pero mis oídos ya no oyen, me recompongo, nos encontramos, el día esta mas cerca que la noche que se fue y solo ahí nos decimos hasta mañana.

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