13 abr 2019

Crónica de la intemperie


Por Nacho Fittipaldi 


Viernes 12 de abril, 16:05 horas. Piso 4. Escribo en el pizarrón “La vuelta del malón. Autor: Ángel Della Vella, 1892”. De espaldas a los alumnos el fibrón verde completa los espacios blancos de la pizarra. Por el rabillo del ojo veo que un alumno tensa sus brazos hacia adelante, luego las piernas, y un sonido de dolor que brota de su boca, similar al que hace el suctor, esa manguerita que los odontólogos colocan en la boca para absorber la saliva del paciente, ocupa el silencio que ha ganado el aula. Sin poder creer lo que estoy viendo, sé que es real, sé que todo es tan cierto como este momento en el que escribo. Giro la cabeza y ese alumno que es la segunda vez que viene está con un ataque de epilepsia. De frente a ellos veo que mis alumnos ya están de pie, absortos. La abstracción del pizarrón da paso a algo tan concreto como que en el segundo después de escribir “1892” mis dedos están adentro de la boca de un alumno cuyo nombre desconozco. Sus mandíbulas hacen una fuerza sideral para cerrarse, su cuerpo es un quebracho que se retuerce, sus dientes lastiman mis dedos. Supongo que esto va a ser largo y que este pibe que se ha convertido en tiburón va a perforar mis dedos, le ordeno a una alumna que busque adentro de mi morral una toalla pequeña que siempre llevo ahí. Envuelvo la mano y entonces hago fuerza para que la boca no se cierre, para que no se muerda la lengua. En su boca hay sangre. En sus ojos, extravío. “Llamen a una ambulancia y busquen profesores, o alumnos, de enfermería que estén cursando en el 4to”. Nicolás se estremece. Sus piernas están tensas, se despegan del piso unos treinta centímetros, el aula ahora está repleta de curiosos que observan las diversas representaciones que asume un aula. Los echo. Dentro mío me debato entre hacer más fuerza con la posibilidad cierta de lastimarlo, o aflojar la intensidad de la fuerza que ejerzo sobre sus mandíbulas. Su boca es pequeña, mis manos dentro de ella son como el agua que se agolpa en las alcantarillas en días de inundación. Una alumna sugiere buscar en su celular algún contacto de emergencia. Entonces toman su mochila, la revisan, la dan vuelta. Nada. El pibe no tiene celular. Otra alumna sugiere revisar en el grupo de wapp de la comisión a ver cuál es su teléfono. “¿Cómo se llama?”, dice alguien. Nadie sabe. “Busquen el DNI –sugiero-busquen la billetera”. Ahí está: Nicolás Duarte 116585-3926. Llaman: tuuu-tuuu-tuuu… Nada. Le pido a alguien que vaya al departamento de alumnos a buscar datos de la familia, cuando me doy vuelta hay una multitud de gente chusmeteando, váyanse, todos afuera. Nadie obedece, o lo hacen, pero a los diez minutos están todos adentro otra vez, mirando. En mis brazos Nicolás, ahora inconsciente, tiene el cuerpo rígido y los ojos en blanco. ¿Qué buscan? Lo siento vibrar en mis brazos, no lo puedo ayudar, sé que el SAME tardará media hora o más, que cualquier ayuda está lejos porque este edificio es monstruoso y nosotros estamos en el piso más alto de un edifico monstruoso. Con el pibe en mis brazos y todos mis alumnos mirando siento que Nicolás se puede morir. Siento que nadie tiene mucho por hacer. Recuerdo aquel hombre que se murió en mis brazos hace veintiún años; recuerdo su olor aún. ¿Y si no es tan solo un ataque de epilepsia? Sé que la ayuda no llegará con la velocidad que necesito. ¿Y si se muere? Y si nadie llega, y si no alcanza con la voluntad mía y de sus compañeras, entonces qué. Alguien entra y dice con voz de autoridad: “Acuéstenlo en el piso y pónganlo de costado para que no se ahogue con el vómito”. Pregunto: “¿Sos médica?”, con la esperanza de que alguien con conocimientos específicos me releve de este rol desmedido. “No”, responde ella. Sus compañeras ayudan a hacer tal operación, Nicolás queda de costado, con camperas y buzos las chicas le hacen una almohada. Una lo abanica. Otra le habla. Le pregunta: “¿Tenes familia?” Nada. Otra lo acaricia. Otra voz dice: “Apriétenle el lóbulo de la oreja, o las tetillas, va a sentir dolor y va a reaccionar”. Una de las chicas con pudor y voz tenue dice: “Profe las tetillas apriéteselas usted”. Al apretar la tetilla Nicolás reacciona. Paulatinamente, esa fuerza que tensaba ese cuerpecito va cediendo y lo que aparece es un cuerpo inerme. Entonces la estupefacción da lugar a los detalles y a todo lo que puede salir mal, al descalabro que todo esto es. La ropa vieja del pibe, la pobreza, la ambulancia que tarda cuarenta minutos, los alumnos y las alumnas que observan todo aquello como si no existiera el pudor, los varones que han huido como ratas y que han dejado a su compañero a la buena de Dios; las mujeres que han ocupado todos los roles posibles aquí adentro; Nicolás y su intemperie; el viento que lo sacude; mi indefensión.