21 dic 2022

Messi, esa energía sobrenatural

 

Por Nacho Fittipaldi

La cámara toma a Messi, o, mejor dicho, su nuca. De fondo y medio borroso se ve a Montiel listo para patear el penal. Ese instante es el segundo previo a la sutura. Es un trampolín definitivo. Montiel corre, golpea la pelota, Lloris no aparece en la toma y eso dice mucho, el estadio explota. Messi cae de rodillas, el resto de los jugadores corren hacia el arco. Es el último segundo en el que Messi queda, curiosamente, en soledad. Paredes sale hacia el arco pero al ver que Messi cae al piso en soledad, regresa y lo abraza, se abrazan de rodillas en el centro del campo de juego. Es el corazón de esta historia. Paredes dice “Síííí, somos campeones del mundo, síííí. Rey, somos campeones, síííí” Messi no dice nada, como casi siempre. Llegan otros, todos abrazan a Leo como cobijándolo. En este mundial, y en la última Copa América, aprendimos que a Messi había que protegerlo afectiva y futbolísticamente. Llega el Kun desde la tribuna y abraza a ese manojo de jugadores hechos un abrojo. Dice algo no muy literario, “¡Vamos la concha de la lora, vamos la concha de la lora!” Es lo único que le sale del corazón, ese que lo obligó a parar. Él representa a todos los grandísimos jugadores que previamente vistieron la celeste y blanca y no pudieron (no es que no quisieron) salir campeón. En la sonrisa blanca y picara del Kun, están todos.

Gracias a usted…

En estos días pensaba ¿Qué tiene de raro esta selección? ¿Por qué se generó ese magnetismo que a casi nadie dejó indiferente? ¿Por qué la gente salió a las calles a festejar desde el triunfo con México? No es normal siendo que como sociedad nos criamos al calor de una inconveniente afirmación hecha doctrina: el subcampeón es el primero de los últimos. Entonces pensé que en principio está dando vueltas, desde hace mucho, una sensación de redención histórica para con Messi, ese tipo que con cara de bobo y con un carácter no siempre enérgico logró unanimidad respecto de su inmensidad como futbolista y su calidad como persona. De Roger Federer a Ronaldo y de Ben Stiller a Putin todos deseaban que Messi levante la copa. Decía que en ese camino hay un sentido de justicia que tampoco es muy habitual en la Argentina. El deseo de querer y necesitar que al otro le vaya bien para que pueda dormir en paz, y eso como un elemento primordial de justicia. Es contundente la imagen del él buscando el palco de su familia luego del penal de Montiel, achina los ojos buscando a Antonela, Leo levanta los brazos los cruza por delante una y otra vez y dice “Ya está, ya está, ya está” por la profundidad del mensaje enviado eso debería suceder en la habitación de un hotel, en privado, él y ella a solas. Pero ocurre ante 89.300 espectadores y más de mil millones de televidentes.  La misma sociedad que lo crucificó ahora necesitaba verlo redimido. Y vaya si se redimió. Ya está. 

Gracias señora…

Pensé esto, la manera en que lo hizo, él y los otros futbolistas, tampoco es habitual. Lo hicieron de un modo singular, en contra de la misma doctrina que dice que el cómo no importa. Esta selección demostró que sí importa el cómo porque básicamente lo hicieron de una manera estéticamente sublime y con un carácter arrollador. El cómo de este grupo implica la humildad de un técnico totalmente fuera de libreto, siempre de jogging como un profe de educación física y no presumiendo de modelo europeo; con una capacidad analítica para leer los partidos que nos obligó a rendirnos a sus pies al visualizar en el campo de juego lo que había pergeñado en la pizarra; y por sobre todo sin esa pretensión de otros técnicos que al hablar creen que evangelizan. Corto, parco, serio, pero al final también emocional jugando con sus niños, abrazados a ellos, llorando. El cómo implica la calidad del juego, ese asociativismo habla de un sentido colectivo que va desde ese toqueteo enfermizo para los rivales, hasta la manera en la que se divierten, a veces hasta de una manera infantil; pero también una entrega total en la recuperación de la pelota, los relevos y las marcas sin esa agresividad que tanto pregona Ruggeri. Esa idea de que al rival hay que romperlo también quedó en off side. Esta selección no hizo una sola falta que ameritara roja directa; pegó poco y solo devolvió lo que recibió como ocurrió con Países Bajos.

Gracias señora…

Messi absorbió todo eso, se hizo patrón cada vez que hizo falta, en ese sentido también cerró la discusión de los que le pedían carácter. Mostró su talento a una edad en la que el común de los mortales comienzan la curva descendente. La energía y el talento de los nuevos cracs argentinos hizo que, en esos momentos en los que Messi parece desaparecer, el nivel de juego fuera superlativo, algo pocas veces visto. Rompe los ojos verlos jugar así muchachos. Salú y gracias. Gracias por resignificar el mes de diciembre, ese mes que tan mal nos sabe a los argentinos cada vez que llega desde aquel fatídico 2001. Gracias por lo que hicieron, esta brutalidad, el zamarreo  global que queda desde ese segundo en el que Messi cae de rodillas y al mismo tiempo se eleva para siempre como un deportista descomunal y superlativo.

Una sola duda me queda y es sobre Celia, la mamá de Messi. Celia, en el año 1987 usted dio a luz. Explíquenos señora si sabe, si es que puede, si sabe cómo, qué fue lo que usted, útero providencial de la Argentina, díganos qué es lo que usted parió ese bendito 24 de junio de 1987 porque verdaderamente no se entiende la naturaleza del fenómeno.

Y desde ya, muchas gracias a usted  por los servicios prestados, y al coso ese, por tamaña faena.

 

14 nov 2022

La peor carrera de mi vida

 


Por Nacho Fittipaldi


El río es relativamente angosto para los barcos que cobija. Además de los puentes, los veleros, los silos y sus recovecos apostados en cada curva y contra curva, estoy yo. Son 7 kilómetros nadando por el río Quequén Grande, hasta la desembocadura en el océano. Luego 3 kilómetros más en el mar hasta llegar a la meta. De ahí el nombre de la carrera: Ríomar 10 km. Así como un matrimonio tiene un momento de esplendor y luego puede ser un fastidio, esta prueba se divide en exactamente dos partes: esplendor y fastidio.

 

Esplendor

 El río es hermoso, corre veloz y sinuoso entre puentes colgantes desde donde la gente saluda y alienta. Los fierros viejos, retorcidos, son apenas un vestigio por donde se cuela la historia de un país. Los silos y los buques aguardan el momento de cada cosecha, la carga, la estiba, navegar mar adentro, Asia como destino. Algunos buques oxidados, inclinados sobre el agua, semi hundidos, esperan la condena final de barro y olvido. Sobre la superficie voy en un estado que es desde que encaré este objetivo, allá por septiembre, el más pleno. Un nado largo, muy largo, bien técnico, y sin pensar en el cronómetro, voy agarrado pero disfrutando cada brazada, busco mejorar el recorrido de mi mano debajo del agua, como si pidiera aferrarme a ella, patear lo justo y necesario. Busco un ritmo que pueda sostener en los 21 km de Paraná que nadaré dentro de un mes y medio. En cada brazada trato de quedar suspendido en el aire para que mis ojos capten todo lo que quiero contar. Voy pensando en qué escribir. Viene a mí la letra de Fernando Cabrera: “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”. Pienso en esa frase, hoy quiero eso: nadar sin tiempo. Simplemente buscar sensaciones y que esas sensaciones sean producto de una manera consciente de nadar. Estar. Clavar el tiempo en un árbol y que solo quede nadar. Es maravilloso lo que sucede: respiro cada dos brazadas hacia la derecha, veo barrancas, árboles y pasto, el agua es verdosa. Respiro con la misma secuencia, pero ahora busco oxígeno hacia la izquierda y veo veleros anclados en el medio del río, paso entre medio de ellos y hago la curva que el río impone. Me pregunto dónde están sus dueños que no están navegando, o tomando mate mirando la carrera y al cielo. Cada tanto cambio la frecuencia de respiración y ahora respiro cada cuatro brazadas. Mientras avanzo vuelvo sobre la canción, intento continuar la letra, pero mi cabeza, o mi memoria, repiten una y otra vez la misma frase, que a veces intercala con otra: “Acá en esta cuadra viven mil, clavamos el tiempo en un cartel, somos como brujos del reloj, ninguno parece envejecer”. Pienso en este hermoso destino de estar acá, de haber estado con frío esperando la señal de largada con el agua a la cintura, en haberme desvelado a las cuatro de la mañana oyendo el viento y la lluvia, temiendo que la carrera se suspenda, o que nademos en pésimas condiciones. Anoche llovió, pero la tarde había sido espléndida y el mar planchado permitió probar la temperatura del agua, la deriva, su potencia. Llevo los brazos bien adelante y, mientras nado, pienso en una secuencia que se repite en cada carrera. Hay un mecanismo que hace que me olvide de lo que estoy haciendo y que mi mente vuele mas allá, el pensamiento va a cualquier sitio, al pasado, al futuro, a los afectos, al deseo, la reflexión, el anonimato. Muchas veces fantaseo con que alguien que no hace natación pueda venir al lado mío nadando, toda la carrera, y que pueda sentir lo que siento, vivir conmigo, hacer colectivo algo que se ejecuta en soledad, y que eso sea como una conversación larga y descontracturada. Para entonces, cuando mi mente regresa, ya ha pasado gran parte de la carrera. Esa desconexión me permite nadar sin tiempo y sin sufrimiento, no quiere decir que después no duela todo, simplemente que no hay sufrimiento en la persecución del objetivo. Las carreras de fondo se me hacen cortas. Mientras esto sucede llego a los 6 kilómetros, lo sé porque allí está el puesto de hidratación, tomo agua y como un gel con cafeína para reponer energías. Desde acá falta un kilómetro de río y luego tres de mar. Esta parte de la carrera se pone apenas un poco más dura porque el agua de mar comienza a ingresar al río, se siente la salinidad del agua en los labios y en la boca. Ingreso al puerto, los barcos son grandes, están a un lado y otro del río. “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”. Estoy feliz de estar nadando así, siento que puedo estar horas y horas nadando de la misma manera, sé que es una ilusión, me siento pleno. Resta llegar a la punta de la escollera norte, ver a los lobos marinos nadar junto a mí, después el mar abierto, continuar lo más prolijo posible y vislumbrar la llegada, después los abrazos, recuperar la vitalidad corporal. La satisfacción de haber nadado una buena distancia en aguas abiertas.

A los 6,5 kilómetros el oleaje del mar ingresa al canal de la desembocadura y hace que el nado ya no sea ni tan sencillo, ni tan cómodo, ni tan placentero. La punta de la escollera se ve a lo lejos y tarda en llegar. Como un rezo repito todo lo que vine haciendo hasta recién. Respiro a un lado y a otro, miro hacia adelante buscando referencias, hay tramos en los que respiro cada cuatro brazadas, cambio la frecuencia de patada buscando pensamientos y sensaciones distintas, saco la cabeza para respirar y al lado mío los ojos de un lobo marino gigante me hacen pegar un cagazo de novela, el cráneo de este bicho es dos veces el mío. Se hunde y pasa por debajo, la velocidad con la que ejecuta esta pirueta es como si un motor lo propulsara mecánicamente, el agua es trasparente así que puedo verlos pasar por debajo de mí, o nadando a un costado en tramos muy cortos. Son curiosos. Llego a la punta de la escollera, giro hacia la derecha, los edificios de la ciudad de Necochea a los que hay que apuntar están lejísimos, ayer desde el continente, la escollera se veía relativamente cerca. Una pavada.

 

Fastidio

Sigo pensando en los lobos mientras pasan los metros ya en mar abierto. Para mi sorpresa, el oleaje que sentí adentro del canal, no solo no disminuyó, sino que ahora se convirtió en un movimiento corto y constante. No hay manera de nadar en línea recta, aspecto fundamental en mar abierto para no ir viboreando y sumando metros innecesariamente; estoy a unos cuatrocientos metros de la costa y no veo nada. Nada es nada. La canción comienza a quedar atrás en la memoria. Al mirar mi cronómetro veo que el tiempo en el que creía concretar la prueba me tiene a mí en mitad del mar, sin referencia alguna y sin poder divisar ninguna de las boyas que me guíen hasta la meta. Estoy solo en medio de esta inmensidad, nadando sin avanzar, sintiendo que toda la parte del río quedó muy lejos. Siento que nadar es una mierda. Pienso que, si en unos minutos no aparece la boya, o alguien que me guíe, voy a tener que abandonar la prueba. Sigo nadando como puedo, no estoy cansado físicamente pero no hay manera de continuar si no puedo avanzar. El oleaje castiga una y otra vez. Cada tanto intento ahuyentar los pensamientos negativos que me invaden, trato de concentrarme en el plano secuencial, tal vez esté cansado y cometiendo errores; van dos horas y media de carrera, después de todo sería muy normal que así sea. Comienzo a nadar técnicamente prolijo, siento que avanzo, que mejoro, que voy para adelante, pero esta sensación dura pocos metros, los edificios siguen muy lejos. Avanzo de a tramitos en medio de esta nada. Siento que voy a llegar último. Siento que no voy a llegar. Tengo las axilas, las muñecas y el cuello lastimados por el roce del cuerpo contra el propio cuerpo, la sal y el sol; la gorra de silicona es una guillotina en mi nuca. Todo comienza a arder ante cada movimiento, sea para respirar, para mirar hacia adelante o para hacer el recobro subacuático, los hombros están intactos y las piernas van dormidas. Por fin aparece una lancha que corrobora lo que suponía: estoy perdido. Me indican la boya, tengo que nadar contracorriente unos trecientos metros. A esta altura ya no me importa nada de lo que me importaba cuando inicié la carrera. Solo quiero llegar, es mi único objetivo, quiero dejar la natación para siempre. Pero no es que quiero dejar de hacer aguas abiertas, quiero dejar de nadar y hacer pilates. Voy para adelante como puedo. Mi estado físico, mi cuerpo (inercialmente) me salvan de mi mente. O no. Avanzo poco a poco, los edificios ahora lucen a una altura similar a la real. Llego a la boya, saco la cabeza, veo la manga de llegada, un montón de gente aplaude, sigo nadando, busco apoyo en la arena, hago pie, camino, respiro hondo, miro mi cronómetro: 2, 42 horas. Suspiro, corto el tiempo, solo en el reloj, vuelvo a la canción: “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj. No hay antes, ni durante, ni tal vez. No hay lejos, ni viejos, ni jamás. En esta olvidada invalidez”.

El cuerpo no duele, las sensaciones feas sí, duele haber pensado en abandonar, duele no avanzar, duele para siempre todo eso. Sé que ese dolor va a cicatrizar. Llegué. El mar me trató con crueldad. Fue la peor carrera de mi vida, entre muchas. Hechizado por el reloj me sobrepuse al tiempo, en ese instante en el que la deriva rotaba para ponerse de punta contra mí. Fue una carrera desigual, como siempre, contra el tiempo. 

*Esta crónica recibió el primer premio en la tercera edición del Concurso de Literatura Aurora Venturini en la categoría Narrativa.

4 sept 2022

El tiro del final

 Por Nacho Fittipaldi


07,30 AM, mi hijo Sabino de 7 años se mete en mi cama y dice con un tono de voz que no podría afirmar fuera de tristeza, pero sin duda no era el habitual "¿Viste lo que le pasó a Cristina?" Jugando al distraído respondo que no, re pregunto, qué pasó. Siento el peso de su cráneo sobre mi pecho y la temperatura de su cuerpecito sobre mi brazo izquierdo. Se mueve debajo del acolchado, no responde, duda. Algo lo inquieta. "No sé cómo explicarlo. Le pusieron una pistola en la cabeza a Cristina, pero la bala no salió" Lo explica perfecto. El silencio de la habitación es como el de un cine sin uso. Me entristezco. Entonces lo estrujo y le pido que me dé un beso. Dice que no, juega al distraído. La suavidad de su piel es superior a todo.

Mi cabeza recrea el episodio. ¿Y si la bala salía? Pienso
Vuelvo sobre el instante en el que veo la imagen en la tele en modo mute. Una pistola a cinco centímetros de la cabeza de Cristina. El videograph dice ALERTA, pero durante largos segundos no informa qué pasó. Ella se lleva la mano a la sien, le dispararon pienso, pero la parsimonia de la custodia me hace confundir sobre el sentido general de la escena. Si le acaban de disparar la actitud de la custodia no puede ser tan raquítica. Finalmente, cuando llego al control remoto subo el volumen y logro comprender lo sucedido, pero no concibo la dimensión del episodio. En ese punto, Sabino y yo estamos en la misma.
Desde las 21 horas hasta las 02 AM miro una y otra vez la imagen, desde un plano, desde otro, la bala no sale, en cámara lenta, en velocidad normal, ella se toma la cabeza como si la hubieran escupido y en esa pequeña porción del cráneo donde el aire toca la tintura rojiza, debería haber un plomo como final de la historia. De tanto mirar la incomodidad inicial, esa perplejidad, el pavor se van apagando y me gana una idea extraña, hollywoodense, histórica, cruel, definitiva. Pienso: la bala debería haber salido. Como en una especie de advance histriónico pienso en ese ejercicio virtual, es solo un recurso.

Quizá de esa manera esos que el viernes, desde los Estados provinciales dieron la orden de abrir las escuelas, los hospitales, municipios, mantener la administración pública “activa y abierta” en vez de alerta y movilizada, entenderían el desmesurado entuerto en el que estamos. Solo con la muerte como espejo esos que ayer dieron quórum en diputados para luego retirarse y demostrar así a lo que están jugando, frenarían. Esos que hoy a esta hora están mirando la reacción de los mercados, remarcando precios preventivamente, buscando en los vericuetos de la intelectualidad, o en las fallas de la custodia, explicaciones a un odio profano, entonces y por fin comprenderían.

Pero nosotros sabemos de sobra que la muerte de Cristina no solucionaría el problema de fondo de este país, ella sencillamente lo encarna, lo enuncia, lo explicita como nadie, lo (se) expone brutalmente. La bala debería haber salido. Así podrían reconocer la dimensión de lo muerto, la inmaterialidad de lo matado. Miro la imagen una y otra vez y pienso que la bala va a salir en el mismo registro que uno ve la repetición de un gol pensando que la pelota no va a entrar. Y allí la historia gira. Pero con Cristina muerta la historia no cambia. La grieta no es de hoy, hay muchas grietas y siempre un mismo sentido para interpretarla, se las rastrea fácil en la breve historia argentina, en el siglo XVIII, XIX, XX y también en el XXI. De lo que sí estoy seguro es que esa bala, sí salía, cambiaba muchas cosas, elementales y evidentes pero una muy contundente en el metro cuadrado de mí intrascendencia. Sí esa bala salía Sabino hubiera venido a la cama y me hubiera dicho “Mataron a Cristina” y eso lo hubiera cambiado todo. Porque un nene de 7 años no puede comprender el odio, pero sí puede concebir la muerte.  

Íntimamente siento que hoy, domingo, estamos peor que el jueves antes del atentado porque el ariete mediático, empresarial, judicial y político sigue funcionando como si nada hubiese pasado, e incluso, buscan responsabilidades allí donde deberían hacer llegar una cuota oportuna de afecto. Siguen gatillando, infinitamente. Hasta que la bala salga.


29 jul 2022

Pequeña frustración de un padre sin poderes

 


JUEVES

11 Hs llevar a los nenes a lo de mamá

11,30 sacar plata para la dentista

12 Hs turno con la dentista

13 Hs llevar a Sabino al cumple (no llego, buscar a alguien que lleve a Sabi)

16 Hs retirar a Sabino del cumple

 

Mediodía de dentista para mí (dato de color: el arreglo sale $50.000) Los nenes de vacaciones. Pao se va a las 07 horas. Me despierto, cuando llego al living veo a Sabino en el sillón. Recién ahí caigo en la cuenta, por no decir al pozo profundo, de un tremendo dato y de allí la siguiente duda: qué le pongo a Sabi para el cumpleaños que tiene al mediodía. Vestir a los nenes no se me da. Cocino siempre, lavo platos y ropa, me encanta tenderla, planchar camisas se me da muy bien, pero no sé vestir a los nenes. Lo asumo no sin pudor. Hay dos cosas que no sé hacer con ellos, una es esta; la otra me la reservo, por auto preservación. Le escribo a Pao aunque esto conlleve una humillación interna: ¿Qué le pongo a Sabi para el cumple de hoy? Ella responde: Hace frío. Que se ponga el pantalón negro o un buzo, ese gris con dinos puede ser. Camiseta la que quiera. Y tiene un buzo nuevo que le regalo mi mama.

De lo que ella escribe yo interpreto: Hace frío, si se enferma es tu culpa.

En ese momento también me doy cuenta que no sé de quién es el cumple. ¿Debería saberlo?

Voy a hasta la habitación de los chicos, corro la hoja del vestidor veo los cajones de la ropa y para mí es como escalar el Fitz Roy. Ver la ropa de mi hijo y no saber qué ponerle me hace sentir infeliz. Ver la ropa de Piero y Sabino y no saber cuál es de cada uno me frustra. No soy un buen padre ¿Por qué no sé vestir a mis hijos? Un día los mandé a la escuela en pijama sin darme cuenta que era la ropa de dormir. Abro el cajón que creo es el de los pantalones pero solo hay remeras. Abro el siguiente, busco un pantalón con dinos. Definamos dinos. Veo jogging y pantalones, cosas que creo son de uso diario pero no para un cumple, agarro un pantalón estampado de autos y otras cosas que no sé qué son, busco dinos, no encuentro ¿Otro pantalón no tiene? Busco más y más, doy vuelta todo.

-Soy un inútil –me digo.

-No, no lo sos –respondo. Sabes hacer otras cosas –me convenzo.

-¿Por ejemplo?

-No se me viene nada a la cabeza –gano y pierdo en un diálogo interno conmigo mismo.

Doy vuelta todo hasta que aparece un pantalón negro sin dinos. Listo. Después me zambullo en el cajón de las medias, revuelvo todo, siento que alguien me espía y que esta imagen se divulgará como un video en un programa dominical por la señal de cable TN, no sin sorpresa encuentro un par de medias mías, dudo, ¿son mías? Sí. Remeras hay varias, “Camiseta la que quiera” dijo, identifico una linda, meto la mano, extiendo la prenda en el aire, manga corta, la puta madre, agarro otra, manga corta también, “hace frío, si se enferma es tu culpa” –pienso que pensé- finalmente encuentro una manga larga y sin pensarlo dos veces inicio la búsqueda del buzo a estrenar. Eso aparece fácil, tanto que ahí me doy cuenta que hay dos regalos sobre el escritorio. No uno, dos. ¿Por qué dos? Inmediatamente me gana la incertidumbre, no es para menos. ¿Cómo averiguar cuál es el regalo para la nena que cumple hoy sin intentar abrirlo y romper el envoltorio en el intento? Y por otro lado analizo para quién es el otro regalo. ¿Hay otro cumpleaños hoy y lo he olvidado? Este pibe ha tenido cinco cumpleaños en un mes lo cual traducido a la economía familiar es un mini presupuesto.

Cuando tengo toda la ropa en mis manos, cuando ya estoy listo para bañar a Sabi y vestirlo para el cumple siento la misma calma y paz que me visitan cuando termino de nadar una carrera larga. Esa misma quietud espiritual, hija del vendaval de sentimientos, alegrías y fracasos que me provoca batallar en el mar. Con él, contra él. Hoy vestir a mi hijo fue mucho peor que eso.

 

 

22 feb 2022

Nádenme

 

 


Por Nacho Fittipaldi

El mar es un refugio. Durante el verano las familias argentinas huyen hacia el mar. Pagan cifras siderales por siete, diez días allí, solo los bien pudientes huyen una quincena entera al mar argentino. El mar es una línea de tiempo que sutura lo que el año fue desgajando. Tal vez esa sea una fantasía social de lo más interesante: el mar como sutura. No es eso, puede serlo, o no. En todo caso es una cosmogonía de sentidos y significados que nos paraliza y enamora. Es la oligarquía y Mar del Plata. Perón y sus hoteles. Es el miedo, y su representación. Son los vuelos de la muerte, los cadáveres apareciendo en las playas del Partido de la Costa. Silencio. Olmedo y Porcel. Risas. Son los adolescentes reventándose con lo que pueden en siete días de drogas y alcohol. Buscan el sol del amanecer con un tetra en la mano. La familia trabajadora reunida alrededor de una docena de churros fríos y grasientos. Es la más significativa de las representaciones de vida y libertad. No hay cosa más envolvente y abrazadora que el océano, ni una madre se le acerca en esa capacidad que atrae lo mismo que expulsa. Es virtud y riesgo. Es respeto y entrega. El mar es un cierre relámpago que atesora lo que engulle y protege lo que quedó a salvo cuando el cierre se ciñó. 

Después de una decena de visitas en tiempos relativamente cercanos descubrí que los geselinos hablan de "entrar" al mar cuando nosotros decimos "meternos" al mar. Hablo de los surfistas y guardavidas, no puedo dar cuenta del resto. ¿De dónde viene esa diferencia en la selección del verbo? Es evidente que esa selección no habla de una misma acción, aunque en ambos casos haya una vinculación con el agua. La vinculación no es la misma. Mascullo una respuesta más sólida que no encuentro, busco una interpretación: se ingresa a sitios donde la entrada está vedada o franqueada por algo o alguien. Implica abrir o sobreponerse a un obstáculo que nos impide el ingreso. Juan Gelman dice en su poesía “Por una puerta se entra a muchos sitios, al trabajo, al cuartel, a la cárcel, a todos los edificios del mundo/pero no al mundo/ni a una mujer ni al alma” y mucho menos al mar, podríamos agregar. Sin embargo, esa idea sobrevuela la expresión: Entrar al mar. Me gusta, me seduce, esa dimensión. Ingresar al mar por una puerta y de ahí a la inmensidad. Una ecuación desigual.

Para mí uno no se mete al mar, se sumerge a él, se deja inundar. El mar es una entrega. Sé que un verbo no puede remplazar un sustantivo. No queda bien decir: ¿Nos entregamos al mar? Cuando lo que quiero decir es: ¿Vamos al agua? Pero en el momento en el que reflexiono sobre esto, estoy 200 metros mar adentro. Nado paralelo a la costa desde el norte de Villa Gesell, en un ascenso y descenso constante que impide que pueda divisar al resto de mis cuatro compañeros que deberían estar conmigo, pero a los cuales, he perdido indescifrablemente. En este instante el mar es una alfombra voladora que en su ondulación esconde lo que queda debajo o arriba de ella. Aunque de afuera parezca plano, adentro es un torbellino. Cuando se está en el punto más bajo de la ondulación no se ve lo que está en el más alto y viceversa. De manera tal que esa superficie es una sumatoria de puntos altos y bajos, desplegados por doquier en extensiones de cincuenta a cien metros cuadrados. Mi única certeza es la costa y sus edificios. No más que eso. Ya que he extraviado a mis compañeros decido nadar solo, serán 8 kilómetros de larga soledad que nadaré hasta llegar a Mar de las Pampas. ¿Hay mayor entrega que la soledad de un hombre en el medio del mar? La quietud no es opción, así que inicio el nado, hay que aprovechar lo poco que el mar ha decidido darme hoy. Lidiar con la agresividad que demoró en exponer. A la mañana temprano se mostró brillante y calmo. Una invitación a. Ya adentro su virulencia tomó formas diversas. Cuando uno entra al mar se entrega. Cuando uno nada en el mar queda a su antojo, en ese sentido uso la palabra entrega, no como ofrenda sino como la concreta noción de que nadar en el mar implica quedar a su merced. Lo que uno no sabe es a cuánto se expone cuando se entrega. Y hoy fue mucho: 2.40 horas de nado continuo. Casi tres horas de variaciones constantes en su fisonomía, oleaje, reflujos de agua, salinidad; en el viento que forma parte del mar y nadie lo dice. En las apenas más bajas o más altas temperaturas de sus corrientes sinuosas. O en las ondulaciones escarpadas que zamarrean el cuerpo, en esa seguidilla de olas cortas y bajas que dan de lleno sobre la cara cuando la cabeza sale a flote buscando oxígeno. Y todo eso sin hablar de que el mar en el que hoy nadamos no nos dio esa bendición llamada deriva. Nadar sin deriva es entrega total. 

Nadar 8 kilómetros en el mar permite sufrir y gozar. En un tramo tan largo de nado caben muchos mares. En un sueño, solo uno. Pero incluso los sueños son algo más concreto que el mar. Se sueña algo certero incluso aunque al día siguiente no se lo recuerde, el sueño es algo preciso: Soñé que perdía los dientes. Listo, es eso. Soñé que me caía a un pozo. Listo, es eso. En cambio, soñar con nadar 8 kilómetros es algo insustancial. Es una idea imprecisa e imperfecta. Y lo es porque cuando llega el día, caminas hacia la costa buscando esa certeza visual que, supuestamente da la vista, te paras frente a su inmensidad y lo que ves es algo poco alentador. Ahí el sueño se desintegra. Uno soñó otro mar, no este. De eso depende la experiencia. Pero el de hoy, y esa es la paradoja, no es el peor mar. Es engañoso. Hoy temprano dijo: Entréguense. Estoy calmo. Vengan a mí. Y allí fuimos. Y una vez adentro cambió de libreto. Dijo: Lidien conmigo, nádenme, demuéstrenme quiénes son ustedes y por qué querían entrar en mí. En ese diálogo uno no tiene mucho para decir.  La desigualdad no tiene ambages. Todo lo que queda es hacer lo que hay que hacer. Y hoy nos escapamos. Nadar fue una huida constante, nadar para salir del mar. Escapar a lo que íbamos dejando atrás suponiendo que lo que quedaba por delante era mejor a lo que acabábamos de eludir. Error. Mostró sus mil caras, decía, sus trampas y amenazas. Nadar es también leer. Allí adentro hay signos, indicios, expresiones, simbologías, un lenguaje, información que el mar y la costa nos dan. Una narrativa. Hay que saber leer para estar tres horas nadando sin perder la calma, salir ileso. El disfrute, a veces, está en la lucha, en la concentración que requiere la mecánica del nado en estas condiciones. En la sincronización imperfecta entre el cerebro y el cuerpo. Miente quien dice que nadar es placentero, puede serlo, no lo niego, pero ese placer lo es en determinadas circunstancias. No en estas. En todo caso el placer es una sumatoria de pequeñas victorias aisladas en una línea de tiempo trazada al azar a lo largo de toda la travesía. Es una búsqueda. Hacerse finito para disminuir el roce del cuerpo sobre la superficie del agua. Llevar la mano lo más adelante posible, hundirla, arrastrarla hacia atrás generando el desplazamiento. Me estiro como si quisiera tocar con las manos un techo imaginario, roto la cadera, giro el cuerpo, me propulso desde ahí, la pierna opuesta al brazo que acabo de estirar da un chicotazo sutil pero eficaz, el empeine lo más extendido posible, justo ahí la cabeza rota hacia la derecha buscando oxígeno y una perspectiva. Un ojo queda sobre la superficie del agua, el otro debajo, es milimétrico; este ve el verde del agua, el otro la costa, es imposible mensurar cuánta información proviene de este solo ojo, encierra la significancia de un periscopio, de él depende casi todo. Lo proceso, lo traduzco en una acción concreta. Nado. Nadar es escribir, nadar es leer debajo del agua, inhalo, es una felicidad de las más breves que existen, menos de un segundo, sonrío, y de vuelta a empezar. Así una y otra vez, hasta el hartazgo, hasta que algo duela, hasta que haya hambre, hasta que me aburra, hasta que el sol que empezó bajo y en el Este aparezca bien arriba indicando el medio día. Solo ahí me detengo, salgo cuando ya no hay edificios, solo dunas, cuando el mar me susurra al oído un mensaje por descifrar y compartir: naden, huyan, sean libres.