16 ene 2011

La trama de Máncora



Atardecer en Máncora

Por Nacho Fittipaldi desde Máncora (Perú)
Trujillo es un error urbano. Es la tercera ciudad más poblada de Perú después de Lima y Arequipa, viven allí un millón de personas. Nos han dicho que fue la primera región del Perú que logró su independencia.  Su plaza de armas es algo imponente y hermosísimo, contrasta el hecho de que esos edificios antiguazos,  los más viejos de la ciudad, hoy son sede de empresas multinacionales y no edificios públicos como suele ser común  en muchos países: American Airlines, LAN, Scotiabank, Hotel Libertador, etc. La política de los últimos 15 años en Perú, hoy presidida por Alan García, son palpables en muchas cosas de este tipo, Colombia y Perú son los países de América del Sur menos orientados a fortalecer la UNASUR. Trujillo da cuenta de ello. Para definirla yo diría que Trujillo es un gran trazado de carreteras por donde millones de combis van y vienen como si su fin último fuera circular, no acarrear pasajeros y como si esa conducta compulsiva fuera desarrollada por hombres pre-determinados a esa causa mecánica. Sólo eso y no mucho mas por contar de esta desilusionable ciudad.
De allí nos fuimos a Máncora, ubicada a unas ocho horas tediosas de viaje, en un ómnibus de una incomodidad supina para mi estándar metro ochenta, me pregunto cómo hacen esos noruegos que andan por estos lares y que miden metro noventa y cinco para viajar en estos cosos que en Perú denominan servicio normal, ergo, sin aire acondicionado, sin agua para beber y con asientos que no se reclinan mas allá de lo que se inclinan las butacas de los cines o las del TALP. Ahora estamos en Máncora, estamos a unas doce horas de Lima, bien al norte de Perú y más cerca del Ecuador que de Lima. Es un pueblito pequeño en donde sus pobladores viven del turismo y sobreviven de la pesca. Aquí los atardeceres son eternos, aquí no se ve el amanecer en el mar como en la costa Atlántica, aquí se atardece, quizás por la latitud en la que estamos o por que a alguien se le antojo así, aquí atardece como dos horas y media continuada, entonces el cielo asume unos tonos violaseos, amarillentos, naranjados, y si es posible, turquesinos. Las playas son pequeñitas y pedregosas, buscar un lugar en donde sólo haya arena no es tarea fácil; en cambio los cangrejos están por todos lados y sus tamaños y colores van desde unos diminutos transparentes a los amenazantes naranjas que alcanzan un tamaño como el de mi pie que calzo 44. Aún así se escabullen al vernos entre unos hoyos que hacen en la arena y sólo cuando se sienten en calma regresan de inmediato para terminar de comer el ojo del pescado muerto en la orilla. Supimos que sólo comen los ojos de los pescados cuando los vimos como cirujanos, abocados exclusivamente a engullir esa parte vidriosa de los peces, muy precisos profesionales del cristal.
Nuestra habitación esta sobre el mar, en un sitio retirado del centro, nunca supimos que el mar hacía el ruido tan inmensamente corrosivo como para despertarnos en mitad de la noche con la certeza (y sobresaltados) de que una ola gigante ha carcomido las bases de la modesta construcción que nos hospeda. Entonces uno sale al balcón de caña y ve, treinta metros mas abajo, que el Pacifico sigue tan quieto como a  las diez, a las catorce o las diez y ocho horas, siempre quieto, mas lago que mar, este océano es turquesa y quieto por definición, de allí lo de pacifico, o yo me lo inventé. Pelícanos también hay por doquier, sobrevuelan el mar rasantes, no se hunden aún pero allí están con sus picos enormes y sus buches acuosos. Juegan sobre las olas en el lomo de ellas, al inicio de su caída, de allí se escapan con sutiles movimientos como si barrenaran el tubo que se cierra y entonces el turquesa muestra la fragilidad de la espuma. Las olas están viniendo a romper en un sitio en donde se ha pergeñado el laberinto de los cangrejos, allí juegan (o sufren) el mito de Ariadna y Teseo, escapando al  embrollo, evitando la orillada final.
 Cada mañana despertamos mirando ese mar imponente repleto de barcazas que salen a buscar la materia prima con la que después se harán eso ceviches exquisitos que cualquiera prepara aquí. Es maravilloso y cómodo porque ceviche se escribe con ve corta y con be larga indistintamente. Corroboran así mi teoría y hacen que me sienta menos mal, yo que soy un hacedor de faltas ortográficas consagrado. Cuando alguien pide un cebiche, nadie duda lo que esa persona esta queriendo comer, entonces qué más da una manera u otra.
En el salón comedor del hospedaje, abierto espacio al mar, nos espera Yecenia, ella es la encargada de la cocina, es una negra feaza, mezcla de Beyoncé con Mike Tyson, que no cocina muy bien pero en cambio es educada y agradable; el hospedaje lo regentea Don Carlos, un viejo limeño que te corre todo el tiempo para que pagues tus cuentas que por lo demás nosotros no intentamos evadir; él cree que el mate es parecido a la marihuana y que sabe hablar inglés (así son sus confusiones) con esa excusa obliga todos los días a un canadiense a tomar coffee y chicha morada, luego de explicarle qué es el chicharrón de calamar, que es algo parecido a nuestras rabas, nunca tan logrado. También hay un pibito de unos indescifrables catorce o diez y siete años, que no habla nada, ni peruano, ni ingles ni nada y  trabaja allí o a eso lo quieren instar. Cuando Don Carlos le habla a Wastawer (no estoy mezclando este relato con un personaje de Murakami, así se llama el pibe) sus palabras siempre van acompañadas de un imperativo: ánda, camina, muévete, habla de una vez Wastawer, por favor. Es curioso pero Carlos no lo agrede, ni lo maltrata, simplemente busca estimularlo porque este adolescente parece no tener fuerzas ni iniciativas que se emparenten con la actividad que debería desarrollar en el hospedaje, está claro que Wastawer no quiere estar allí y tal vez no quiera estar en ningún lugar del mundo más que en el mar con el aguita a la cintura.
Mientras tanto nosotros queremos estar aquí, en donde dulce de leche se dice manjar blanco, donde cebolla de verdeo se dice poro, bizcochuelo queque, en donde a un ave negra con cara de buitre y que se alimenta de carroña le dicen gallinazo y en donde en lugar de aquellas combis descriptas en el relato anterior, hay tantas moto-taxi como chinos caben en china, ellas remiten a las bici-taxi de la India, son eso, pero con la carrocería y el motor de una moto. O sea un redondo peligro
Acá se esta muy bien pero mañana salimos para Cabo Blanco, una caleta de pescadores en donde según dicen, Hemingway iba en busca de la pesca del Merlín, nosotros repetir algunas vivencias de estos días. Aquí se dicen muchas cosas pero nosotros vemos tantas otras.

1 comentario:

laura dijo...

impresionante la descripción del pacífico. muy buenas imágenes se me aparecen al leer el relato. laura