Por Nacho Fittipaldi
Entrar a Bs.As a las 7.45 AM tiene sus enormes ventajas. La autopista está despejada, el sol pega por detrás del auto y no de frente, las calles están empezando a poblarse, la brisa es fresca y no parece Buenos Aires.
Caminar desde el barrio de Barracas hacia San Telmo a esta hora de la mañana tiene un encanto escondido, hay que descifrar de qué se trata, es tal vez, caminar cuesta arriba en ese desafío breve, minimalista, que proponen las lomadas de esto que alguna fue barranca y río. Toparse con el mercado viejo de San Telmo tiene un encanto que remite a otros mercados, el mercado es una espesura del tiempo que remonta al pasado, esa cosa básica de comerciar sin que el lucro sea necesariamente un robo. Entro a desayunar. Alguien me ha dicho que hay un lugar bonito para eso, o lo leí en algún lado, o lo vi, o lo vi y después me uní a la recomendación.
Coffee Town es un lugar para tomar café y comer cosas ricas, elaboradas caseramente. Este bar, no es un bar pero cómo llamarlo, es un paraguas de dos metros de diámetro debajo de una cúpula gigante en el centro mismo del mercado. Es un paraguas debajo de una cúpula transparente, los rayos de luz se filtran como fusiles de menta que entibian la mañana. El Coffe Town está en el medio de un pasillo en donde desembocan cuatro pasillos, es circular, pequeño, moderno, con pizarras que informan lo que hay para acompañar el café. La chica que atiende el bar, no es un bar, no es linda pero es tan joven que su frescura impacta, se cuela por el espacio que cabe entre sus paletas. El café es perfecto, la temperatura del agua es ideal, no es esa desafortunada calentura de agua con la que la mayoría de las cafeterías queman, más que sirven, el café. El sabor es amable, amargo pero no astringente, nada invasivo.
En cada uno de los extremos de los cuatro pasillos hay un puesto, desde acá veo los cuatro. En dos de ellos hay carnicerías, en el otro punto hay una quesería y fiambrería, hay quesos que nunca vi ni sabía que existían, en el ultimo ángulo hay una verdulería con una cantidad de productos poco frecuente. El tamaño de las frutas y su brillo, son motivo suficiente para alegrarse la semana. Cuatro mesas altas con sus banquetas a medida, otras cinco banquetas para tomar un café en la barra, es la disponibilidad del lugar, junto a ellas, los platos en los que descansa las tortas, escones, medialunas, maffins y alfajorcitos de maicena extra large. Café con leche y torta de canela eso que quiero. La verdulería, fiambrería y las carnicerías, cruzan sus sonidos como un diálogo adulto entre solo aquellos que se entienden.
Saco mi libro y me dispongo a leer mientras me doy cuenta que lo que sucede ahí es de una naturaleza rarísima, más atractiva. Hay que cifrar esta mañana. Al ratito veo que solo yo hablo español, me rodean dos tipos que hablan inglés, en otra mesa hay un alemán con pinta de Hitler se quedó corto, dos mujeres que hablan un idioma del demonio. Yo. A su vez las viejas del barrio empiezan a aparecer y a pulular entre los puestos, toman la fruta, la miran, la giran en sus manos, la desechan, toman otra, replican lo anterior, dame dos de estas, ¿cuánto es?, no tengo más chico, toma, mañana arreglamos, hasta mañana.
En esta esquina interna en donde está el Coffee Town, se cruzan los pasillos, los sonidos y los olores. Ruido de cuchillo contra la chaira buscando el filo ideal para trabajar sobre la carne fenecida, ruido del cuchillo que alcanzó el hueso, el sonido del carnicero batiendo huevos para preparar milanesas, ruido de fiambrera cortando 150 de jamón y 200 de queso. Olor de bananas y mango, volátil ante el olor de quesos, olor cruzado y a carne intenso, la cafetera que acompaña, el carnicero golpea con la masa la milanesa. Se suma el murmullo de idiomas no españoles. Hay membrillos/amarillos/brillantes. Limas en bolsitas de un kilo, frutas secas, nueces sin cascaras, huevitos de codorniz, nueces de Pecán caras como siempre, y hay, por sobre todos los productos, un gran silencio, estamos en Bolívar y Carlos Calvo y sin embargo, siendo las 8.30 Hs, no vuela una mosca. Ah, no hay moscas. Se escucha el diálogo entre puesteros, entre ellos y las viejas, entre los ingleses y hasta el resquebrajamiento de la cascara del huevo que fue a golpear el mármol para terminar dentro del bowl donde el carnicero sigue con las milanesas. Podría ser una feria de Púan o Chacabuco, a juzgar por la quietud del ambiente, el fresco de la mañana, pero no. El chillido de los frenos de un colectivo rompe la mañana, la voz de alguien que atiende un celular queda quieta en el aire y sube por la cúpula hasta llegar al exterior.
Cuelgan chorizos, morcillas, ananás y manojos de bananas, patas de ternera oreándose, faenadas con maestría por dos pibes que ni se hablan, el Coffe Town es una glorieta gigante casi trasparente, cuelgan salames, quesos, y chorizos secos. Ofertas del día con tiza blanca, alguien prende la radio pero a un volumen razonable, un cartel anuncia <<Forme una sola fila>>, salame de ciervo, camembert de oferta, ricota suelta $34 el kilo, <<No hay recortes, no insista>>. El tiempo ha comenzado a correr, la cantidad de gente va en aumento pero a una escala vecinal, amigable, querida. Los olores ya no se distinguen, ahora hay un solo olor. Pesado, fresco, quieto en la nariz, ese olor es, además, colorido, sabroso, salado y gotea dulce el ananá, mis ojos se quedan en unas berenjenas moradas brillosas como zapatos sin uso.
Hay plátanos, hay frutillas gigantes como casas rodantes, locoto fresco, locoto en polvo, pobre del hombre que coma locoto sin saber, un racimo de vidas es lo que se ve, una fruta rarísima llamada Chirimoya, es chilena y luce como una granada (la fruta digo) pero verde, según la vendedora su sabor es como la pera, <<pero a estas les falta madurar>>. Más tarde abrirán los puestos de muñecas antiguas, muñecas negras sin nombre, juguetes viejos de niños sin patio, puestos con mercadería a precios exorbitantes, señoras que pasan el día en el puesto intentando vender un objeto y astillas de su vida en cada objeto. Más tarde abrirán esos puestos y esta crónica perecerá, mas tarde todo asume otro cariz. ¿A quién se le ocurriría comprar guantes viejos ya usados?
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