3 mar 2020

El bola de lomo

Por Nacho Fittipaldi

07:00 horas AM. El ruido de una amoladora interrumpe el desayuno. Viene del terreno de al lado en el que no vive nadie y que está a la venta hace varios años. Es un terreno de 40x30. Piden 100 mil dólares, por eso no se vende. Me asomo entre el cerco y veo un auto que no es el del dueño del terreno. Le escribo a Alejandro preguntando si él mando gente a laburar en la construcción precaria, por ser generoso, que el terreno tiene. Dice que no y me ofrezco a ir a averiguar quién está allí (esto va a ser lo más heroico que haga en todo el año, sin duda). Al llegar veo que la tranquera que supo tener tres candados ya no los tiene, está abierta. Adentro del terreno un auto, un Renault Megane viejo, el baúl abierto repleto de herramientas semeja un taller mecánico. La casa que tenía candado ya no lo tiene, está abierta. Veo que con la amoladora cortó y abrió la cerradura y la puerta de la casa. Aparece un tipo, metro sesenta, 97 kg, retacón el hombre. Parece un tanque de agua y su fisonomía es la de la bola de lomo. A simple vista parece de unos 55 años o tal vez 60. Sin saber bien de dónde sale de mí un tono poco amistoso, pregunto “¿Qué haces acá?” El tipo me mira y dice que el dueño lo mandó. Respondo que eso no es posible porque hablé con él recién y dijo justamente lo contrario. Al terreno no fui solo, antes de mandarme tomé la precaución, por así decir, de salir a la calle con mi perra Roma, una ovejera alemán tan hermosa como indescifrable. Luce amenazante para los desconocidos aunque uno sabe de sus dificultades neuronales. Pero ante una situación de tensión como esta siempre es mejor tener al ovejero de tu lado que lo antagónico. El bola de lomo me dice “vení que en el auto tengo el contrato de alquiler” se da vuelta e inicia una caminata de diez metros que lo introducen hacia adentro del parque, en una especie de L que el terreno tiene. Seguirlo es arriesgado, puede que tenga un fierro, puede que me noquee de una piña, en esa parte ya no se ve la calle, en esa parte puede que haya otro, u otros mas haciendo esto que ahora sé es una usurpación. Camino detrás de él y entonces se me ocurre hacer algo genial que la sociología me provee. Decido mostrarle que mi ovejera está adiestrada y puede ser un animal feroz en cuanto yo lo decida, giro para ver dónde está la perra, la encuentro a escasos metros míos, le grito como si fuera Bruno Ganz en La caída: ¡Roma! Y lo que recibo de ella es exactamente lo opuesto a lo que necesito. Asumo que atemorizada por mi propia actuación Roma huye, ejecuta una corrida breve pero veloz, gana la calle dejándome en total soledad con bola de lomo que reaparece con un sobre de papel madera que luce el sello de una escribanía. “Acá está” dice, mientras comienza a sacar papeles. Lo freno y digo que yo no soy ni policía, ni abogado, que no me importa lo que dicen esos papeles y que el dueño no sabe quién es él. Dicho esto Roma entra corriendo y se pone al lado mío, le digo que se siente y ella hace caso, bola de lomo observa en silencio todo aquel repertorio. Él sabe que no seré yo el que le ponga el voleo en el orto que lo ubique de vuelta en la vía pública. Envalentonado le digo a Roma que se acueste, ella obedece. No hay más monerías por hacer. Roma no sabe atacar ni defender a su puto amo. Solo sabe sentarse y echarse. Entonces encaro la salida mientras bola de lomo dice que puedo mandarle a quien quiera que él va a volver de todas formas y que tiene el cartel de venta para colocar en la tranquera. Yo algo confundido me pregunto si no era que me había dicho que había alquilado la propiedad entonces para qué ponerla en venta. Pero ya no me interesa y empiezo a sentirme incómodo por mi propia iniciativa solidaria pero arriesgada. Me preocupa mas la reacción escapista de la perra ante la inminencia de la amenaza. Luego le hablo al dueño y le explico que se le metió un ocupa. “Me lo mandó mi viejo, ya averigüé” dice en un tono de sumisión que me recuerda el límite mental de este hombre al que he visto, tres o cuatro veces, pero que me deja unívocamente la misma sensación.
Siempre temí que en ese, fenomenal y arbolado, terreno construyeran los horribles dúplex que han proliferado en los últimos años por toda la zona y que ahora son tan típicos de City Bell. En cambio, en este instante en el que escribo temo que un camión de monos sin techo se instale en el lindero parque de mi amada morada llevándose consigo la paz, la sombra, las palomas y las chicharras que ahora cantan...esa uniformidad social aparente. Siempre hay algo con qué estarse inquieto. Una pregunta incómoda que rompe el verano. Siempre hay algo en qué temer

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