Por Nacho Fittipaldi
Corazón del micro centro porteño. Se ingresa por calle Sarmiento, dos puertas de madera berretonas, una abierta, otra cerrada, dan paso al curioso lugar. Es un bar de sándwiches. No es antiguo ni mucho menos moderno, es un clásico. Un bar en el que no hay mesas. Sí. Leyó bien. En Paulín no hay mesas. Hay una única barra, enorme, oval, que va desde casi, casi, la calle hasta el fondo del local que debe medir quince o veinte metros de largo. A ambos lados de la barra que prevalece longitudinalmente, hay espejos. La barra hace tope con una estructura de vidrio que es utilizada por los mozos para guardar platos, vasos y cubiertos. Hay dos mozos. Al entrar, el cajero entrega un papel en blanco al comensal que será completado por el mozo con lo que el cliente haya consumido. Al retirarse, ese papel en blanco convertido en ticket deberá ser mostrado en la caja registradora para que a uno le cobren. El cajero está de pie, sobre una estructura de madera, una suerte de atril de las finanzas desde donde de frente al ovalo, y de espalda a la calle, controla el correcto funcionamiento del lugar. Desde allí alterna chicanas con los mozos y conversaciones con los clientes que, sentados sobre banquetas fijas, comen de frente a otros comensales barra de por medio. Cara a cara. Separados por el espacio donde el mozo va y viene, de una punta a otra del local. El mozo no sale de ahí adentro, de ese ovalo, dado que no hay mesas y la cocina está arriba, en el primer piso al que los clientes no acceden. Los pedidos los encargan los mozos a través de una especie de timbre eléctrico interno, y bajan por una suerte de monta carga gastronómico del tamaño de una bandeja de desayuno, de esos que se regalan para el día de la madre. Es todo muy raro. Todo muy ágil. El mozo se mueve por adentro del ovalo, a izquierda y derecha queda custodiado por clientes.
Corazón del micro centro porteño. Se ingresa por calle Sarmiento, dos puertas de madera berretonas, una abierta, otra cerrada, dan paso al curioso lugar. Es un bar de sándwiches. No es antiguo ni mucho menos moderno, es un clásico. Un bar en el que no hay mesas. Sí. Leyó bien. En Paulín no hay mesas. Hay una única barra, enorme, oval, que va desde casi, casi, la calle hasta el fondo del local que debe medir quince o veinte metros de largo. A ambos lados de la barra que prevalece longitudinalmente, hay espejos. La barra hace tope con una estructura de vidrio que es utilizada por los mozos para guardar platos, vasos y cubiertos. Hay dos mozos. Al entrar, el cajero entrega un papel en blanco al comensal que será completado por el mozo con lo que el cliente haya consumido. Al retirarse, ese papel en blanco convertido en ticket deberá ser mostrado en la caja registradora para que a uno le cobren. El cajero está de pie, sobre una estructura de madera, una suerte de atril de las finanzas desde donde de frente al ovalo, y de espalda a la calle, controla el correcto funcionamiento del lugar. Desde allí alterna chicanas con los mozos y conversaciones con los clientes que, sentados sobre banquetas fijas, comen de frente a otros comensales barra de por medio. Cara a cara. Separados por el espacio donde el mozo va y viene, de una punta a otra del local. El mozo no sale de ahí adentro, de ese ovalo, dado que no hay mesas y la cocina está arriba, en el primer piso al que los clientes no acceden. Los pedidos los encargan los mozos a través de una especie de timbre eléctrico interno, y bajan por una suerte de monta carga gastronómico del tamaño de una bandeja de desayuno, de esos que se regalan para el día de la madre. Es todo muy raro. Todo muy ágil. El mozo se mueve por adentro del ovalo, a izquierda y derecha queda custodiado por clientes.
Al ingresar el mozo está diciendo,
“Encima este está agrandado -señala al cajero- porque ganó Racing”. Mientras me
siento en la banqueta fija, descubro que el asiento propiamente dicho, gira
sobre sí mismo como los asientos para tocar piano. Me río y el mozo pregunta,
“¿Vos sos de Racing también?” Contesto que sí pero como quien no quiere decir
que no más que como quien quiere afianzar, o delimitar, una identidad
futbolística. Como para no quedar como un boludo en una sociedad de boludos enfermos
por el fútbol. No tengo tiempo ni ganas de explicarle mi vínculo con el fútbol
argentino. Mi alejamiento diario. Además la pregunta fue concreta. Se responde
por sí o por no. La respuesta es sí. Esa respuesta es también una puerta que se
abre. El cajero que está a unos dos metros míos grita, “¡grande pibe!”, esta
expresión habla tanto de su filiación albiceleste como de su edad. Pido medio
sándwich de milanesa patagónica, el tamaño es descomunal, la referencia
geográfica una incógnita. El mozo pone el plato que apenas cabe en el granito
que hace de barra y agrega otro tremendo plato de papas fritas que por cierto, yo
no he pedido. Papas fritas posta eh, y mientras lo deja agrega, “Esto es una
atención, por ser fana de Racing”. Me dan ganas de ser franco, decirle que no
soy fana de nada, ni de Racing, ni del fútbol, ni de las papas fritas. Pero en
cambio agradezco mucho y comienzo a simular un fanatismo por un equipo del que
desconozco gran parte de sus actuales jugadores. “Muchísimas gracias”. Él me
cuenta que vive en frente a la casa de los padres del Pulpito González; que está
todo el día de joda; tomando vino; que ahora vive en un country, en Canning, pero
que siempre anda por el barrio. Yo no sé muy bien quién es pero muestro
sorpresa y preocupación por el futuro del futbolista. El mozo toma su celular,
lo pone en mis manos y da play a un
video del Chacho Coudet, el técnico de Racing, en el que manda saludos para
toda la barra de Paulín. “El video lo filmó Chacho mientras manejaba, así que
tuve que bajarlo del instagram oficial de Paulín porque iba a tener quilombo
él. Viste que hoy te escrachan por cualquier cosa”, dice. Cuando estoy en la
mitad del sándwich, el cajero se acerca y me entrega un artículo periodístico doblado
en cuatro partes. Con sorpresa lo abro y mientras esto hago él dice, “Léelo. Yo
tenía diez años cuando pasó eso”. Otra vez me veo en la obligación de fingir un
interés y un agradecimiento respecto de algo que no me genera nada más que
tedio. Inicio la lectura mientras el sándwich se enfría y la cerveza se
calienta. El artículo es verdaderamente extenso. Es sobre Tita Mattiussi y
Pelé. El Santos y Juan Carlos Rulli. Tita y Juan Carlos. Mientras leo, el
cajero se acerca otra vez y me ordena, “Hay un error en el artículo. Encontralo.
Encontralo y decime cuál es”. Malísimo. A esta altura del partido he decidido
no buscar el error, leer el texto en diagonal y solo prestar atención a las
menciones que hay sobre Rulli a quien conozco personalmente, a él y su
encantadora familia. Cuando termino de leer me acerco al cajero, le confieso
con falsa frustración no haber encontrado el error que seguramente es lo que él
desea señalar como erudito del fútbol que seguramente es. Sin embargo yo ataco,
lo sorprendo con una media mentira, “Rulli es vecino mío” digo. Ahora al cajero
le brillan los ojos, se le iluminan las canas, “Bueno el error del artículo es justamente
que Rulli llegó más tarde a Racing. Pelé nunca pudo haber cambiado la camiseta
con él en el 61, porque Rulli todavía no jugaba en Racing. Rulli llegó en el 65”.
Finjo un fastidio digno de mejor causa, me hago el indignado. El error del artículo
es grosero y de haberlo leído con dedicación lo hubiese detectado sin
inconvenientes aunque yo no sea un erudito. “Llevalo –dice-, llevátelo, lleváselo,
decile, mostrale las cosas que escribe la prensa. Una porquería la prensa de
hoy” Y me vine con el recorte de diario entre los dedos, sin intentar explicar
la posibilidad de un simple error de tipeo mas que la poca rigurosidad en la
investigación. La prensa es una porquería, sí, pero por cosas más graves que el
fútbol, aunque para el cajero Racing sea su vida entera. Su patio. Su infancia.
Su patria celeste y blanca.
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