Por Nacho Fittipaldi
Suena el timbre mientras escribo
algo sobre el mundial que me arrepiento de escribir. Son Mónica y Miguel. La
gasista matriculada que hizo los planos de la casa y el plomero que hace los
arreglos para obtener la aprobación final y habiliten el gas natural. En veinte
minutos llega el inspector de Camuzzi a tales efectos, según me dicen ellos.
A Mónica la contacté en
diciembre a través del arquitecto que hizo la casa, nosotros compramos la casa
hecha y por lo tanto no hemos tenido vínculo alguno durante la construcción de la
casa. Mónica habla como Carlitos Tevez antes de pisar suelo europeo, el 27 de
diciembre me dijo “quédate tranqui que mañana voy a Camuzzi a pedir la final”.
Luego de eso desapareció hasta bien entrado el mes de marzo. Al contactarla después
de tantos meses, en los que llegué a llamarla siete veces y mandarle trece
mensajes en un día, me dijo por teléfono “a vo te voy a cobrar menos porque te
recague, me fui a estado unidos y después a Chile, te dejé re en banda” Mónica
es gasista matriculada, pertenece a un universo en el que las mujeres no son
gasistas matriculadas, pero ello sorprende menos que su forma de escribir
mensajes de texto, única forma de que te responda inmediatamente, y esta idea
en su singular forma de ver la vida son 12 o 13 horas después de que uno le
escriba:
- - Buen día Mónica, pudiste ir a Camuzzi??
- - Hola,,fi ero no ay nvds. X ai el lun$? Aya
ntis
Abro el portón y Mónica me dice “Cagamo, el
inspector que viene es rejodido”. Yo me lo tomo con paciencia, si el tipo
aprueba la instalación tendremos gas pronto, de lo contario no. Mónica va a la cabina de gas en donde está el tubo, me
pide que lo retire y ve algo que está mal y que ella ya podría haber visto las
dos veces anteriores en las que vino a ver que todo estuviera bien, cosa que yo
creí hasta ver su cara de recién. “Uy esto está como el culo. ¿Tenes concreto?”
Mónica pregunta con la soltura de los irresponsables, como si tener concreto
fuera tan común como tener queso mantecoso en la heladera. De ojete, solo de
ojete, yo tengo una bolsa de concreto porque ella ya me había pedido tapar un
codo de un caño que estaba a la vista, tiempo atrás. “Sí, tengo” respondo
atragantado suponiendo que el oficio del gasista matriculado es tapar lo que no
se tiene que ver. “Bueno hacete un poco de concreto y revoca esos caños”. Entonces
Mónica me hace una pregunta que yo ya he oído antes, (una vez que me encajé me preguntaron "¿qué sabes de barro, flaco?"), no es exactamente la misma
pero va en ese sentido, “¿Cómo te llevas con la albañilería?” Pienso en
decirle, soy sociólogo, solo para ver la expresión de su rostro. Pero la
respuesta se la entrego cuando agarro la cuchara de albañil, recojo un poco del concreto que hice obedientemente, lo lanzo sobre la superficie que hay que cubrir y el concreto cae. En
vez de amurarse, insolente, inadhesivo,
rotundamente flan de cajita, el concreto cae sobre el mismo balde que lo vio emanciparse, o
partir, y frustrarse. Mónica se da cuenta que mi relación con la albañilería es
la misma que la suya con la gramática, o la de Cachito Vigil con el doble
sentido. Entonces me indica que me corra, que ella continúa. Todo esto
transcurre adentro de la cabina de gas, o sea, medio adentro de la cabina en la
que yo no quepo y en la que ella logra entrar. Mónica tiene unos 42 o 45 años, es
mas corpulenta que menudita y apenas le queda espacio para demostrarme que ella
está mas ducha que yo. “¿Tenes ladrillo hueco? Traete tres o cuatro si tenes”. Mónica
se ha puesto demandante y yo empiezo a creer que no vamos a pasar la inspección
si ella decide construir un mangrullo ahora mismo. Voy al fondo , consigo
ladrillo hueco y del común, con una mínima porción de concreto intenta unir dos
ladrillos huecos, luego pone dos de los comunes y dice, “cortate este ladrillo por
ahí –marca con el dedo la altura en la que debo cortar- porque no entra entero”.
Yo me siento en un desafío igual o más grande que el de Messi para la final del
domingo. Es el momento de reivindicarme, es el acto que lleva a la gloria. Mónica
me pasa el ladrillo por un mínimo espacio que queda entre su acrecentado cuerpo
y el marco de la puerta de la cabina de gas. Lo que yo veo desde mi posición de
cuclillas, es su culo y sus piernas semiflexionadas, su espalda esta entera
dentro de la cabina, mi cara casi dentro de su orto. Tomo el ladrillo con un
sentimiento de seguridad y cuando lo tengo en la mano hago lo único que mi
experiencia visual logra transmitirme, hay que cortar el ladrillo con la
cuchara de albañil, hay que pegarle un golpe seco y el ladrillo se corta. Mil
veces vi hacer eso, tan difícil no debe ser. Entonces marco el ladrillo y le
pego un golpe seco. El ladrillo no se inmuta. Le pego una vez, dos, tres, no era tan sencillo, cuatro veces, estoy agitado, y a la quinta, el pedazo más corto que no vamos a usar cae, seco, al
piso. El corte es de una precisión a la que yo mismo sucumbo. “Toma Mónica,
ponelo”. Veo su mano tanteando el aire como para que yo coloque el ladrillo en
ella, “Joya” dice y se escurre de mi vista. Supongo que el trabajo ha
concluido. Mónica sale de la cabina marcha atrás. Al correr su cuerpo, veo la
figura –por decir algo- que los ladrillos han asumido, lo grotesco, lo amorfo
y lo torpe que puede ser el acto y la
consecuencia de pegar dos ladrillos huecos a uno común. Asumo que la partida está
perdida pero antes hay tiempo para más. El rincón en el que nos hemos movido
está lleno de caca de la perra. Yo estuve corriendo y trayendo ladrillos del
fondo, Mónica hizo el concreto en la canilla que esta acá al lado, yo he
corrido el tubo de gas y no nos dimos cuenta que entre la humedad de la tierra
y la caca de la perra se ha formado una suerte de lodo inmundo. “Uyy, pise
mierda”, a partir de ahí Mónica se saca las zapatillas Nike de correr y anda en
patas dentro de la casa. El inspector llega mientras yo revoco –por decir algo-
la cabina pequeña del gas natural. El revoque está fresco con lo cual descuento
que el inspector va a suponer que algo escondemos. Mónica ya me ha anunciado,
“Si se da cuenta me sacan la matricula. Este inspector es un pendejo forro,
mira todo”, yo pienso que sería lo más sensato pero aun así me preocupo por ese
asunto. A mitad del revoque cae el pendejo forro y ve que yo estoy revocando,
Mónica le dice lo evidente, “Está revocando”. A mí me da vergüenza que vean la
nula posibilidad que tengo de hacer pegar una cucharazo de concreto sobre la
cabina, entonces me doy media vuelta y me meto en la casa, enojado como un
jugador de fútbol que es remplazado a los 15 minutos del primer tiempo. No
quiero ver cómo el pendejo le quita la posibilidad de trabajar a nadie,
incluso a Mónica. No quiero oír el resultado de nuestra inspección. Quiero
aprobarla. No lo logramos. El calefón está 12 centímetros mas abajo de lo
que la reglamentación permite. Este pendejo es, además de un forro, un tecnócrata, un tirano del centímetro. Mónica agrega, “Si venía Gómez en vez de este, sabes
cómo la pasábamos”. Se calza las zapatillas y se va.
2 comentarios:
cosas que hoy se padecen pero mañana serán anécdota!!!! las risas que me robó este artículo me hacen notar lo atravesada que estoy por esta próxima experiencia gasística.
es el desorden del siglo XXI en que "nada es más lo que era" diría Miller, y nos topamos con Mónicas -grosa Moni eh- y con SMS!!! como los de Mónica! que usan tléfonos que no tienen teclas a lo Olivetti (de la gramática ni hablar...), lo único que no cambia con los siglos son los "pendejos-forros-burócratas" que gozan con ese ínfimo poderío que solo tienen frente a dos como Mónica y vos!! Otra vez me hiciste reís muchísimo Nacho. Clap clap
(ahora tengo que demostrar que no soy un "robot", esto también es parte del XXI)
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