Por Nacho Fittipaldi
¿Se
puede tocar el cielo con las manos? ¿Pueden 60 chicos tocar el cielo con las
manos? ¿Pueden hacerlo? ¿Puedo sentir mi cuerpo pesar 60 kilos menos en
comparación al día de ayer? ¿Puedo tocar el cielo con las manos? ¿Puede uno
sentir que el pecho se hincha y contener las lagrimas desde la primera
interpretación hasta la última? ¿Puede la música llevarnos hasta el cielo, como
un vehículo inanimado y acercarnos la posibilidad de tocar el cielo con las
manos?
Esta
es la historia de un día. Es un día especial, y lo es por varias razones. Es el
día en el que 60 chicos de las distintas orquestas escuelas de toda la
provincia de BsAs, vienen al teatro argentino a tocar con otros chicos de otras
orquestas escuelas de la misma provincia. Hoy tocaran con una formación de
orquesta sinfónica. No se conocen, no han tocado juntos antes pero hace tres
días que ensayan en la Republica de los Niños. Es el día en el que un teatro
del prestigio del Teatro Argentino abre las puertas (o ceden) para que chicos
que llegaron a la música buscando algo que tal vez no sabían que la música
encerraba, se apoderen de él. Lo re-signifiquen, lo re-escriban, lo bauticen,
lo caminen, se lo apropien. Es además, el día en el que distintas vertientes de
la música clásica y popular, convergen con estos chicos en este lugar para que
todo fluya.
Es
también el día en el que un gran compañero se pone al hombro esta actividad.
Es
un día particularísimo porque yo estoy ahí con Pao y Piero. Y no importa que
Piero llore en plena afinación ante el complejo silencio de los miles de
guardapolvos blancos que también se apropian del teatro. Piero llora y todo el
teatro ríe, el joven director gira y busca entre la platea al cachetón que ha
quebrado ese silencio. El directo ríe y todos los chicos ríen también. Es el día
en el que por primera vez muchos chicos van a ese teatro que está vedado a los
sectores populares de esta ciudad, de esta provincia y de este país. Es el día,
es el momento, en el que la música arranca a sonar con la potencia de un
caballo desbocado pero con la prolijidad, la dulzura y el esmero de una novia
antes de la fiesta. Usan ropas negras. Calzan zapatos negros y las cabelleras
se ven desprolijas desde aquí, están en un lugar donde todo suele estar prolijo
y en donde un bebé no puede presenciar una noche de gala. Pero hoy está casi todo
permitido, hoy es todo distinto, lo sabemos nosotros que hemos conocido la otra
cara de la escena teatral, cuando Piero aun era un mínimo rizoma.
Los
contrabajos son lo más hermoso que hay, en el fondo, allá lejos, en la
profundidad del escenario se ve un timbal y las tubas. Me pregunto qué idea
tenían esos músicos años atrás acerca de esos instrumentos que ahora ejecutan
con profesionalismo; me pregunto si hay forma ahora, de despegar a esos músicos
de la música y sus instrumentos; me pregunto si hay otra forma de cambiar la
vida de una persona de esta manera tan singular. Me pregunto si habrá alguien
enojado, o en contra, de que el estado invierta dinero en violines, violas,
chelos, flautas, oboes, clarinetes, contrabajos y batutas. ¿Hay alguien en
contra de quitarle esta posibilidad a un chico de acercarse a un instrumento y
de que la música le ocupe la vida y el alma? ¿Hay manera de quitarles ese
esplendor que lucen? ¿Hay manera de no quebrarse en llanto al ver esta
sinfónica? Cómo se hace para que Merceditas, esa música litoraleña añeja, pase sin erizar la piel, o cómo no pensar en
la complejidad del mundo al ver el himno “cantado” con lenguaje de señas por
un grupo de pibes que esta en la primer
bandeja y que mueven sus brazos y manos jurando con gloria morir; cómo hacer
para que la versión de Pablo Agri de Adiós Nonino no se transforme en el momento
mas lindo del años después del nacimiento de Piero. Cómo no temblar al oír ese
timbre de voz inconfundible de Peteco Carabajal ensamblarse con igual
naturalidad en medio de una polvareda santiagueña o en esta complejidad musical
de una formación sinfónica interpretando La Estrella Azul.
Cómo no aclarar que
esa canción se la escribió al hijo que Peteco tuvo con una diplomática sueca, que
al momento de nacer el bebé se fue a vivir al África y al que solo vio una vez
en su vida y de lejos, en una plaza africana, sin poderle decir que él era su papá;
cómo no darse vuelta y corroborar que Piero sigue atrás mío en el palco, ahora duerme
y si quiero le doy un beso. Cómo se quita de la memoria de estos pibes el
asombro de estar ahí en esa meca de la música, no espiando, no pidiendo por
favor, ni clemencia. Son ellos los artistas, son enormes, son feos y lindos,
son igual de pobres o igual de clase media que antes de iniciarse en esto. En
sus casas falta el mango y hay que raspar la olla igual que siempre, igual que
nosotros a su edad, pero ellos a diferencia nuestra tienen una enorme ventaja,
poseen una herramienta, tienen una posibilidad, y son miles eh. Son miles acá,
son miles en Venezuela, miles en Colombia, y miles en Brasil. Son cientos de
miles de pibes que están inscriptos en un periodo histórico en el que el cambio
sociocultural que proviene de la cultura se transforma en la verdadera
revolución social. Son los que se apoderan de lo que estaba preservado para las élites. Y eso vino para quedarse. Así que acostúmbrense. Acostúmbrense a que
los pobres y feos también toquen Mozart y vibren con Bach, acomódense porque
esto está empezando, así que ustedes también empiecen a escuchar a Beethoven,
Vivaldi, Wagner y Mozart porque si no, no van a saber de qué va la cosa, van a
decir “no me lo banco” pero no van a saber qué es lo que no se bancan y qué es
lo que exactamente se están perdiendo. Para mí, se están perdiendo el
acontecimiento transformador más importante del mundo que es ver en vivo y en
directo el cielo bajar, y el cielo dejarse tocar, por estos pibes que la
descosen, que tocan bárbaro el cielo y que solo esperaban una buena
oportunidad.
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