Por Nacho Fittipaldi
Yo fui a una escuela que tenia por nombre San Francisco de Asís. Era de orientación católica y allí, a mis hermanos y a mí, nos enseñaron desde los 4 a los 18 años que Dios era bueno y hacía el bien. Cuando repetí sexto grado comprendí la vida de una manera cruda. No alcanzaba con ser bueno, había que estudiar. Pero de él seguían dependiendo la vida y la muerte. Con la locura de mi hermano Andrés, la traumática muerte de mi abuela Lucy y otras tragedias, comprendí que todo aquello era muy relativo, tanto más de lo que mi corazón podía tolerar. Con la muerte de Néstor creí que la suerte de un país estaba en juego, y, aun cuando me equivocaba, todo aquello seguía dependiendo de Dios. La incomprensión me poseyó, y lloré tanto.
Las hienas urbanas pululan no sólo en las redacciones de diarios, están por ahí riendo y comentando por lo bajo el Cáncer de Cristina. Se animan a festejar. Se esconden de las luces de las sirenas de los patrulleros que se propagan sobre los mármoles de los edificios públicos. A mí todo esto me da sinsabor, me sabe a injusticia y más que nada mucha incomprensión. También tengo miedo. Miedo de que esta instancia de la vida nos arroje un muerto más. Miedo de que perdamos. Miedo a la endeblez del proceso. Entonces tiemblo y los ojos se me achinan e inundan, rojísimos, como cuando Néstor se fue, de lágrimas.
Yo me pregunto hasta cuando podrás aguantar Cristina, y me gustaría preguntártelo cara a cara, mientras te miro a los ojos. Imagino que tu mirada sería algo esquiva al principio, buscarías un punto fijo en el piso de tu despacho y en decimas de segundos te restablecerías y enseguida me dirías <<Quedate tranquilo que yo estoy bien, Ignacio>>. (No imagino la palabra Nacho saliendo de tus labios) Yo no te creería nada pero también sabría que no sería sensato que justamente yo te presione. Pienso que inexplicablemente te quiero, siento eso, que te quiero y además me emocionas irremediablemente. Yo quiero ser tu hijo para abrazarte con mis súper brazos, acunarte diez segunditos en ese espacio que se forma entre mi pecho y mi hombro y decirte al oído: ¡¡Fuerza mamá!! Después ingresaría Oscar Parrilli, y vos seguíras con tus obligaciones como si tal cosa.
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