2 ago 2011

Salon 111 o las viejas de sesenta


Por Nacho Fittipaldi
Por esas cosas de la vida hoy, 2-08-11, volví al Ministerio de Seguridad pero en representación de mi otro trabajo, el de educación. Con motivo de una reunión interministerial, llegué hasta allí con la sensacion de conocer cada recoveco de aquel aciago edificio. ¿Esta demás aclarar que yo iba sólo a escuchar? Por las dudas aclaro, yo iba sólo a escuchar. La reunión estaba pautada para unas impuntuales 14 Hs.
En la sala de reuniones, ese lugar que yo conocía de ver sentados allí a la azulísima cúpula policial, decidiendo en general cuestiones que afectaban a gran cantidad de personas sin que se resolvieran los problemas de nadie, ahora esa misma sala estaba completa de mujeres que en general pisaban mas los cincuenta o sesenta años, que los cuarenta que aun estoy lejos de alcanzar.
Me presenté junto a mi compañero Pablo y tomamos asiento en las mismas sillas que años atrás. Seguíamos esperando que aquel “Salón 111” como se lo llama, se completara con los otros miembros de la comisión que aún se desconocen entre sí. Hola. Hola que tal. Mi nombre es Ignacio. El mío Silvia. Yo me llamo Pablo. El mío Turquesa. Yo soy de Desarrollo Social. Hola. Hola que tal. Por esas cosas de la vida yo quedo de espaldas a la puerta de ingreso, mi compañero algo más cerca, junto a él una muchacha  que quizás se llame Cristal, queda exactamente a un metro de la doble puerta de acceso al Salón 111. Mientras la reunión se iniciaba por un camino de presentaciones formales yo veía por el rabillo de mi ojo, llegar a un hombre con mucha dificultad al caminar. Digamos que parecía más un discapacitado que un hombre con capacidades diferentes. Morocho él, llega acompañado de un muchachin que lo ayuda a abrir la puerta y a dar el primer paso para quedar adentro del Salón 111, veo que lo abandona allí mismo, nada ha sucedido de extraño y Silvia, que dirige la reunión, continua protocolarmente hasta que el morocho se desploma en lo que debería haber sido el segundo paso dentro del salón 111; en un segundo se fue a pique (pique corto por lo demás porque el hombre es bajito) como si el pastel de papas que tal vez ha almorzado se le hubiera transformado en cien kilos de cemento, todos depositados en sus piernas. Se cae redondo al piso y yo no atino a nada como ya es costumbre en mí, ante cualquier emergencia. Mi principio sería: Ante todo, abstenerse. Alguien grita, “No lo toquen, no lo toquen”, como si el pobre hombre fuera epiléptico y no discapacitado motriz. Yo aprovecho un poco la confusión y me alejo del caído  ya que mi compañero, la mujer que estaba junto a él y un gordito pipón que se apeó de la silla, están junto al morochazo, están recogiendo al hombre del suelo que ninguna energía tiene en el tren inferior. El hombre llega a decir, “Qué manera de empezar eh, cómo me presenté, la pucha”. Nadie ríe. Ha sido triste la caída y nos ha puesto a todos al desnudo, yo permanezco de pie como para que quede claro que mi vocación de socorro es  linealmente opuesta a mi desenvolvimiento efectivo como socorrista. Como se puede la reunión se reencauza.
Cinco minutos más tarde, cuando yo ya sé que nada aportaré a esa reunión, llega otra vieja del club de los sesenta, somos cuatro hombres y dieciseis mujeres, saluda en voz alta, supongo que es alguien conocida, escoge una silla al azar y de repente el mismo ruido que cinco minutos antes al entrar (por decirlo de algún modo) el morochazo. Brrrrrruuuuuummmmmm, ¡zambomba!, la gorda esta en el piso. Se ha caído de culo aunque su brazo intenta dejarla colgando de la mesa ridículamente, muy lejos de la elegancia de los escaladores que logran sujetar todo su cuerpo al montón de dedos aferrados como una esperanza sensata, en algún pliego extraño de la piedra en la montaña. Ahora hay algo de risas, alguien dice algún comentario perdido, el absurdo ha ganado la sala y todos nos distendemos un poco. La gorda se ha levantado sola y ello muestra que la discapacidad es un gran afluente de lastima.
Diez minutos más tarde entra otra vieja, quedan pocas sillas, alguien le dice, “Ojo que las sillas están flojas eh”, la señora desoye el consejo con una autosuficiencia envidiable y simula que muy interesada sigue el hilo de lo que Silvia está diciendo. Eso es imposible, esta señora ha llegado media hora más tarde que las 14 Hs iniciales y diez minutos más tarde que quien ha tomado la palabra inicial. La señora es alta y da la impresión de ser fumadora, su color de pelo es algo rojizo y además la vieja da la impresión de ser de esas señoras que usan un fósforo y lo guardan quemado dentro de la cajita y que sacan cera de sus orejas con el dedo para luego olérselos con toda la impunidad del mundo. Escoge una silla al azar, azar pequeño dado que quedan sólo tres sillas, continúa en ese intento de simular que escucha atenta y brrrrrruuuuuummmmmm, ¡zambomba!, la vieja presumida está en el piso, alguien le dice, “Te dije, cuidado con las sillas”. Todos ríen, nadie amaga a ayudarla, está muy lejos de mi posición en la mesa, lo cual tan tranquilo me deja, reímos todos, todos sentados, ella en el piso, intenta ponerse de pie, el discapacitado ríe también y por una vez en la vida el Ministerio de Seguridad es el lugar más igualitario del mundo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

espectaular! qué risa! muy bien escrito, siento que estuve en esa reunión.

Laura dijo...

qué bueno que estuvo este relato... cometí el error de abrirlo en el trabajo y me tuve que aguantar las risotadas. Aunque me parece que exageras un poco, cómo puede ser que ocurran 3 caídas en menos de una hora????? dejate de joder!!!!
Buenísimo

Anónimo dijo...

Diego.
Tanta mala suerte, tanta mala suerte. Confirmado, el que te acompaño es mufaaaaaa!!!!!!