Por Nacho Fittipaldi
07:45 horas. Suena el despertador,
remoloneo en la cama. Siento en la cara el frio que sospecho hace afuera. Hoy toca
nadar como cada sábado desde hace ya varios meses. De las rutinas asiduas esta
es la que más disfruto. Sin embargo, antes de poner un pie en el piso sé que no
quiero nadar. Me lo dice mi cuerpo. No estoy cansado, pero no tengo ganas. Ni más
ni menos. Con el calorcito del acolchado aun en el cuerpo recreo en mi cabeza
la caminata por el pasillo que termina en la pileta, ya en zunga, casi en
bolas, el frío ahí pega con una crueldad injusta e inusual. Desayuno lo de
siempre: un tazón de yogurt, una banana, una manzana y frutos secos. Salgo a
encender el auto y la calefacción, vuelvo a entrar. Preparo la bebida para el
entrenamiento y la proteína para después de él; pongo agua a calentar para el
mate posterior a la nadada. Agarro el bolso, abro el baúl, acomodo el bolso ahí,
veo que hay una botella de vino que iba a abrir con amigos (hace un tiempo) y que permanece
ahí recostada, esperando el deseo. Subo al auto. Vuelvo a mirar el entrenamiento
de hoy: 6.200 metros. No tengo ganas de nadar. Salgo.
Al tocar el agua compruebo que
esta dos o tres grados más caliente de lo aconsejable. Esto va a ser largo y
fastidioso. Nadar con agua caliente es agobiante y agotador. Mientras nado
pienso cosas malas y feas, es como si la mente jugara en contra mío, en vez de
darme motivos alentadores para ejecutar lo que no quiero me da motivos
verdaderos para abandonar lo que no quiero hacer. Hoy no quiero nadar. Sin embargo,
con el correr de los minutos y las horas el cuerpo va generando alguna
sustancia química que cambia poco a poco mi estado de ánimo y como consecuencia de eso
mi cabeza empieza a pensar cosas lindas y alentadoras. Después de todo nadar
seis kilómetros sin ganas, algo más de dos horas de entrenamiento, no es algo
de lo que uno deba avergonzarse. Luego lo de siempre. Los músculos acomodan la
realidad, quedan agotados, lábiles, transparentes, livianos. En la post-nadada
el estado es de levedad gravitacional y es, tal vez, la razón principal por la que
me encanta nadar estas distancias. Nadar es también lo que le pasa al cuerpo después
de nadar. Una vez más compruebo que nadar acomoda casi todo. Siempre es mejor ir. Salgo a las 11 Hs.
Decido ir a comprarme algo, alguna pavada no muy cara que me de placer. Estaciono
el auto pensando en que antes tengo que buscar un repuesto para la tapa del
termo. El lugar en el que dejo el auto es aleatorio, básicamente donde
encuentro lugar. Sin embargo, cuando bajo veo, sobre la vereda, en el frente de
una casa clásica de City Bell, esas que permanecen estoicas frente al avance de
las casas de hamburguesas y papas fritas, una pizarra con una leyenda. Dice:
¿Es
una panadería lo que hay al final del pasillo?
Reconozco la retórica del mensaje, sé quién lo escribió, desde hace un tiempo lo busco sin mucho esfuerzo. La semana pasada Martín me dijo "la próxima comprale a Marquitos" Modifico radicalmente el rumbo de la mañana que va acariciando el mediodía. Entro al pasillo, el frío avala la campera que llevo puesta. Al final del pasillo largo hay un pequeño jardín. Luego una construcción baja, probablemente hace veinte años haya sido una galería o un invernadero. Hoy es una panadería artesanal, técnicas antiguas de fermentación, prioridad la calidad de los productos primarios, cadena corta de comercialización. Saludo, me cebo un mate, una chica con un rostro limpio y sin defectos atiende con dedicación y una suavidad que acompaña el clima del lugar. Mientras la gente que está antes que yo elige qué llevar, voy pensando que compro yo. Hay de todo. Le pido un pan de leche, dos facturas de crema pastelera, tres croissants y dos facturas con membrillo. No estoy disconforme con la compra, pero esta chica no es la persona que yo esperaba encontrar.
En ese mismo instante y cuando la desilusión comenzaba a tomarme se abre una puerta, aparece él, nos miramos, nos reconocemos después de más de 28 años sin vernos, ni saber nada uno del otro. O eso creo. Yo finjo sorpresa, “Ey Marcos qué bueno verte” después nada, comentarios de gente que no se ve hace tiempo. “Leí algo tuyo hace poco” dice. Ahí mi sorpresa es real y autentica. Entonces surge algo. Él dice “Hagamos algo acá, yo hago unos panes, vos lees, tomamos unos vinos” La idea me seduce, pero más que nada me sorprende que algo se pueda calibrar así de finito en cinco minutos pequeños e insignificantes y que todo dependa de que haya lugar para estacionar o no. Me voy de ahí contento e ilusionado por más de un motivo.Llego a casa, Sabino me abraza
me cuenta que metió tres goles y dos asistencias. Te amo, le digo mientras le huelo el cuello. Yo también, responde. Nos sentamos a comer milanesas
con puré y ensalada. Mientras como el cuerpo va anunciando la necesidad de la
siesta y el té que me duerme. Le propongo a Pao que nos acostemos a ver una
peli sabiendo que nos dormiremos. Sucede y se siente tan bien.
A la hora de la merienda pongo sobre la mesa lo que me traje de Boulangerie Rodante, riquísimo todo. Como el frío no cesa enciendo el fuego en el hogar, me siento en el sillón con los pies cerca del fuego, abro el libro de Mariana Enríquez, continúo la lectura, voy por la pagina 293, abras donde abras da escozor. Piero se sienta al lado mío, él lee Robin Hood. Hay silencio en la casa y no anuncia temporal. En un rato voy a abrir un buen vino y brindaré, no sé bien por qué porque hay motivos de sobra. Un sábado como hoy se lo deseo a cualquiera.
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