12 ago 2023

Un sábado como hoy

 


Por Nacho Fittipaldi

07:45 horas. Suena el despertador, remoloneo en la cama. Siento en la cara el frio que sospecho hace afuera. Hoy toca nadar como cada sábado desde hace ya varios meses. De las rutinas asiduas esta es la que más disfruto. Sin embargo, antes de poner un pie en el piso sé que no quiero nadar. Me lo dice mi cuerpo. No estoy cansado, pero no tengo ganas. Ni más ni menos. Con el calorcito del acolchado aun en el cuerpo recreo en mi cabeza la caminata por el pasillo que termina en la pileta, ya en zunga, casi en bolas, el frío ahí pega con una crueldad injusta e inusual. Desayuno lo de siempre: un tazón de yogurt, una banana, una manzana y frutos secos. Salgo a encender el auto y la calefacción, vuelvo a entrar. Preparo la bebida para el entrenamiento y la proteína para después de él; pongo agua a calentar para el mate posterior a la nadada. Agarro el bolso, abro el baúl, acomodo el bolso ahí, veo que hay una botella de vino que iba a abrir con amigos (hace un tiempo) y que permanece ahí recostada, esperando el deseo. Subo al auto. Vuelvo a mirar el entrenamiento de hoy: 6.200 metros. No tengo ganas de nadar. Salgo.

Al tocar el agua compruebo que esta dos o tres grados más caliente de lo aconsejable. Esto va a ser largo y fastidioso. Nadar con agua caliente es agobiante y agotador. Mientras nado pienso cosas malas y feas, es como si la mente jugara en contra mío, en vez de darme motivos alentadores para ejecutar lo que no quiero me da motivos verdaderos para abandonar lo que no quiero hacer. Hoy no quiero nadar. Sin embargo, con el correr de los minutos y las horas el cuerpo va generando alguna sustancia química que cambia poco a poco mi estado de ánimo y como consecuencia de eso mi cabeza empieza a pensar cosas lindas y alentadoras. Después de todo nadar seis kilómetros sin ganas, algo más de dos horas de entrenamiento, no es algo de lo que uno deba avergonzarse. Luego lo de siempre. Los músculos acomodan la realidad, quedan agotados, lábiles, transparentes, livianos. En la post-nadada el estado es de levedad gravitacional y es, tal vez, la razón principal por la que me encanta nadar estas distancias. Nadar es también lo que le pasa al cuerpo después de nadar. Una vez más compruebo que nadar acomoda casi todo. Siempre es mejor ir. Salgo a las 11 Hs. Decido ir a comprarme algo, alguna pavada no muy cara que me de placer. Estaciono el auto pensando en que antes tengo que buscar un repuesto para la tapa del termo. El lugar en el que dejo el auto es aleatorio, básicamente donde encuentro lugar. Sin embargo, cuando bajo veo, sobre la vereda, en el frente de una casa clásica de City Bell, esas que permanecen estoicas frente al avance de las casas de hamburguesas y papas fritas, una pizarra con una leyenda. Dice:

¿Es una panadería lo que hay al final del pasillo?

Reconozco la retórica del mensaje, sé quién lo escribió, desde hace un tiempo lo busco sin mucho esfuerzo. La semana pasada Martín me dijo "la próxima comprale a Marquitos" Modifico radicalmente el rumbo de la mañana que va acariciando el mediodía. Entro al pasillo, el frío avala la campera que llevo puesta. Al final del pasillo largo hay un pequeño jardín. Luego una construcción baja, probablemente hace veinte años haya sido una galería o un invernadero. Hoy es una panadería artesanal, técnicas antiguas de fermentación, prioridad la calidad de los productos primarios, cadena corta de comercialización. Saludo, me cebo un mate, una chica con un rostro limpio y sin defectos atiende con dedicación y una suavidad que acompaña el clima del lugar. Mientras la gente que está antes que yo elige qué llevar, voy pensando que compro yo. Hay de todo. Le pido un pan de leche, dos facturas de crema pastelera, tres croissants y dos facturas con membrillo. No estoy disconforme con la compra, pero esta chica no es la persona que yo esperaba encontrar. 

En ese mismo instante y cuando la desilusión comenzaba a tomarme se abre una puerta, aparece él, nos miramos, nos reconocemos después de más de 28 años sin vernos, ni saber nada uno del otro. O eso creo. Yo finjo sorpresa, “Ey Marcos qué bueno verte” después nada, comentarios de gente que no se ve hace tiempo. “Leí algo tuyo hace poco” dice. Ahí mi sorpresa es real y autentica. Entonces surge algo. Él dice “Hagamos algo acá, yo hago unos panes, vos lees, tomamos unos vinos” La idea me seduce, pero más que nada me sorprende que algo se pueda calibrar así de finito en cinco minutos pequeños e insignificantes y que todo dependa de que haya lugar para estacionar o no. Me voy de ahí contento e ilusionado por más de un motivo.

Llego a casa, Sabino me abraza me cuenta que metió tres goles y dos asistencias. Te amo, le digo mientras le huelo el cuello. Yo también, responde. Nos sentamos a comer milanesas con puré y ensalada. Mientras como el cuerpo va anunciando la necesidad de la siesta y el té que me duerme. Le propongo a Pao que nos acostemos a ver una peli sabiendo que nos dormiremos. Sucede y se siente tan bien.

A la hora de la merienda pongo sobre la mesa lo que me traje de Boulangerie Rodante, riquísimo todo. Como el frío no cesa enciendo el fuego en el hogar, me siento en el sillón con los pies cerca del fuego, abro el libro de Mariana Enríquez, continúo la lectura, voy por la pagina 293, abras donde abras da escozor. Piero se sienta al lado mío, él lee Robin Hood. Hay silencio en la casa y no anuncia temporal. En un rato voy a abrir un buen vino y brindaré, no sé bien por qué porque hay motivos de sobra. Un sábado como hoy se lo deseo a cualquiera.

 

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