Por Nacho Fittipaldi
Es sábado temprano y el sol pega fuerte pese a que son las
10:30 Hs. Estoy en ayunas desde ayer a las 22 Hs. Eso me genera un fastidio que
pone mi mal humor como rasgo saliente del día que se inicia. A las 12:30 horas
tengo turno para hacerme una ecografía abdominal y hasta entonces no puedo
comer ni beber nada. La imposibilidad de tomar mate a la mañana me pone al
borde de mí. Eso es mucho peor a lo del jueves/viernes que ayuné 12 horas, pero
en ese caso el estudio de sangre fue a las 07:30 horas, salido de ahí el mate
que me aguardaba en el auto fue para mí como nadar en el mar. Ahora en cambio,
el tramo que me queda hasta el mediodía se me hace eterno. No tengo hambre,
pero mato por un mate bien cebado.
Una vez en el metro de Nueva York un sujeto llamado Christie
Wood se sintió ahogado. Pidió ayuda, pero no recogió adhesiones. Falta de aire
al principio, dolor punzante en el pecho, la famosa pata de elefante alojada en
el hombro izquierdo. Se sentó en un asiento que alguien le cedió
fastidiosamente. Se acomodó allí como la gran cosa. Christie Wood se descompuso
en total silencio y no sin algo de culpa. A nadie le gusta incomodar. Falleció ese
mismo día en el mismo asiento que le habían cedido minutos antes. Murió en el
metro mientras viajaba de su casa al trabajo, pero recién 48 horas después de aquél
ahogo inicial, alguien advirtió que algo hedía en el vagón. Wood estuvo dos días muerto en el metro de
Nueva York por donde circulan cientos de miles de pasajeros, ninguno se percató
de que Wood estaba allí, imposibilitado de todo, elementalmente muerto.
Abro la puerta y salgo al jardín, antes de llegar al jardín
veo a Balu, nuestro perro, curiosamente echado, de costado, con la respiración
lenta, casi indescifrable. Siempre pienso que un perro puede morir así y si uno
no es particularmente dedicado con la mascota, el perro podría correr la misma
suerte que Christie Wood. Balu se escribe Baloo, pero se pronuncia Balú. En su
libreta sanitaria escribieron Balu. Baloo es el nombre del oso de El libro de
la selva de Rudyard
Kipling; y era el nombre de un perro que teníamos en nuestra casa
cuando éramos niños y vivíamos todos juntos y había un mundo en relación a esa
casa. Y podría decir que en ese mundo éramos felices.
Cuando Piero sale al jardín dice “Balú está muerto” Automáticamente
un pensamiento me parte al medio y pienso “¿Se murió y no me di cuenta?” Giro
sobre mí y veo que Balú respira, leve e inesperadamente, respira. No está muerto,
pero tiene un agujero en la pierna del tamaño de un cubito de hielo. Veo la
carne, la piel ajada, luego otra herida más pequeña, y otra, y otra. Lo
acaricio, le hablo, le pregunto qué te paso, quién te hizo esto. Tal vez sea el
momento de mayor cercanía y honestidad entre este perro y yo. Y pienso que tal
vez sea el último. De repente la ira me posee, no sé de dónde sale y mucho
menos a dónde va. Grito, insulto, temo un poco por la suerte del perro, sé que
debo hacerme cargo de esa situación y que eso impedirá mi asistencia al turno,
que ayuné al pedo y que como me dejé estar tendré que conseguir una nueva orden
médica porque esta vencía hoy mismo. Alzo al perro entre palabras que hoy no
recuerdo pero que asumo absurdas, lo deposito en el baúl. Al volver al living en
busca de la billetera Sabino llora, su angustia es profunda, honestamente no sé
si llora por mi reacción desacomodada o si la situación de Balú lo ha puesto de
cara a la inminencia de la muerte. Sabino no responde mis preguntas. Me voy con
Balú en busca de auxilio.
A partir de ese momento todo lo que sucede en esa mañana es
una sucesión de cosas no planificadas. Su veterinario me dice en la puerta de la
veterinaria que él no atiende casos de gravedad, me indica otra veterinaria en
City Bell. Voy hacia allí. Toco timbre, una chica muy joven me atiende a través
de una reja, le digo que tengo al perro en el baúl y que no sé qué tiene pero
no luce nada bien. Abre la reja, desde adentro del local se oye un gato maullar,
la piba sale y me pide que abra el baúl. Balú ni mosquea, está en shock.
Minutos más tarde estoy adentro con el perro arriba de una camilla. Se inicia
una sucesión de preguntas sobre el animal de las que no siempre tengo
respuestas: fecha de nacimiento, edad, motivo de las heridas, vacunas dadas. Nace
en mí una vergüenza extraña que viene, un poco de la posibilidad de que el
perro muera sin haber establecido un vínculo de afecto; y por otro lado la
escenificación de lo allí dispuesto que me tiene a mí impostando una relación que
no tengo con este animal. Lo acaricio, le hablo, finjo una afección que no
tengo con los animales excepto que esté en el sillón viendo National Geographic. Mientras todo esto
ocurre en mi cabeza, voy pispeando la hora en el reloj de pared. Calculo los
minutos que tardaría desde allí hasta La Plata con el solo objeto de hacerme la
ecografía. La miserabilidad solo es interrumpida por un profundo malestar generalizado,
van doce horas de ayuno y sostener la pierna con una herida profunda y
sangrante no me ubica a mí en el lugar del heroísmo. Por el contrario, las náuseas
van apareciendo a medida que esto se va extendiendo en el tiempo. Son tres
pibas y yo para sostener un perro de 25 Kg. No debería ser una proeza, pero va
camino a eso. Balú tira mordiscos que van a ninguna parte por el oportuno bozal
que la veterinaria le colocó. Otro pensamiento me arrebata mientras me digo a
mi mismo: no tenes por qué mirar la herida, te están pidiendo que sujetes la
pierna, no que seas un hombre. Y si Piero no detectaba el estado crítico del
perro ¿qué hubiese pasado?
Tiempo después del episodio, y ya enterrado en su
tumba de minoría étnica, un funcionario de la Autoridad de Tránsito de la
Ciudad de Nueva York se preguntó cuántas veces Christie Wood
había hecho el tramo completo del recorrido, de punta a punta de la ciudad,
durante aquellas 48 horas. Incluso se preguntó si no cabía enviarle a la
familia una notificación de la deuda, junto con el pésame, que Wood había
contraído por los viajes realizados en aquellas 48 horas de anonimato,
indiferencia y uso indiscriminado y frenético del servicio público de
transporte neoyorquino.