Por Nacho Fittipaldi
Objetivar un hecho, un momento determinado,
implica por una brevísima cantidad de segundos dar dimensión real a ese hecho,
o momento. Calibrar la exacta profundidad de las cosas y el mecanismo que las
hizo posibles. Mensurar la espesura de la felicidad o un dolor. Capturar en un
segundo cómo se desenvolvieron las circunstancias. Vivirlo, gozarlo, sufrirlo. Es como encontrar la precisa profundidad del mar o la
angustiante altura del Everest, el ancho del Mississippi o la densidad barrosa
del Pilcomayo. Cuando objetivizo el instante en el que El Chano descubre, no
sin sorpresa, que un delincuente le apunta con un calibre 40, pienso que
estamos arruinados, no ya como amigos, sino como sociedad. La tristeza lo
invade todo… como el agua de una crecida. Sin embargo, y por suerte, no puedo
objetivar el instante en el que ese mismo delincuente gatilla y en menos de un
segundo se lleva puestas todas nuestras certezas y tu vida. En cambio, no logro
quitar de mis cavilaciones una idea que me ronda: qué habrá pensado El Chano un
segundo antes de morir. ¿Lo habrá intuido? ¿Habrá llegado a sospechar cómo se
desenvolverían las cosas? ¿Habrá objetivado ese segundo determinante del que no
volvería?
Históricamente el Parque Pereyra marcó, además del
límite distrital entre Berazategui y La Plata, un territorio. En ese sentido
los platenses, pero sobre todo los que somos de Villa Elisa y vivimos toda
nuestra vida acá, veíamos por tele eso que se llamaba conurbano. Era información
mediatizada. Eso: una historia de televisión. Una producción de Pol-Ka. Veíamos
los noticieros y nos parecía bestial que en algún lugar de la Argentina se
pudiera vivir así. A toda hora del día: robos, secuestros, entraderas, atracos,
tiroteos, puntazos, salideras y todo tipo de prácticas delictivas que exigieron
el esfuerzo de vocabulario que el español rioplatense tuvo que hacer para buscar
en los pliegues del idioma algo que nombrara lo desconocido. Entonces, hacia fines
de los ´90 y principios de 2000, cuando las consecuencias del Neoliberalismo se
convirtieron en charcos de sangre, aparecieron los textos académicos de Gabriel
Kessler, Marcelo Saín, Sofía Tiscornia, Alberto Binder, Sandra Gayol, Mariano
Ciafardini, Eduardo Sigal y tantxs otrxs. Todxs ellxs describían esa geografía,
nacía una categoría que se llamó “el delito urbano”. Allí el lenguaje jugaba un
rol tan destacado como los modus operandi de la delincuencia. Apareció la
categoría “territorio”. El delito urbano violento llegaría poco después. Más
acá en el tiempo surgió una literatura conurbana como la de Sergio Olguín,
Gabriela Cabezón Cámara, Diego Incardona, German Mayori y algo de Cesar Aíra. Académicos
y no académicos, todos esos textos leí con fruición. Me puse a estudiar y escribir
sobre esos temas y hasta participé periféricamente en investigaciones académicas
que hurgaban en la formación defectuosa, insuficiente y arcaica de las cuatro
fuerzas federales de seguridad pública.
Siempre de lejos, siempre con el Parque Pereyra
de por medio, La Plata, o mejor dicho su zona norte, se mantuvo bastante al
margen de ese territorio hostil que era el conurbano. Hoy, y desde hace varios
años, esa barrera arbolada que era el parque se ha esfumado. Los retenes
policiales apostados en los principales accesos a Villa Elisa, originalmente
pensados para frenar la huida de los delincuentes foráneos que escapaban hacia
el conurbano, como Fierro y Cruz hacia la pampa, luego de robar en nuestras
localidades, son absurdos. Pues bien, esos mismos accesos por el que los
porteños agotados de CABA ingresaban a nuestra localidad muy dispuestos al
descanso, ya no tienen razón de ser porque nosotros hemos forjado nuestro
propio conurbanito. Lo que veíamos por tele sucede ahora en nuestros barrios. Tenemos
nuestros pibes feroces que roban y matan por unas zapatillas, un auto o cinco
lucas. Tenemos nuestras cocinas de droga, salideras, entraderas, escruches,
dateros, motochorros, policías cómplices recaudando y haciéndose los boludos
cuando se pudre la cosa, jefes muy expuestos cuando estos pibes, sus ejércitos,
se zarpan. Tenemos casas con rejas, cercos, muros y alarmas que no alertan,
perros que ladran, alarmas vecinales, grupos de seguridad vecinal por wapp, vecinos
que no se conocen la cara pero dicen querer lo mismo aunque tengan explicaciones
antagónicas sobre por qué estamos como estamos; y por qué un pibe de 27 años
gatilla a quemarropa ante un tipo indefenso, alambres de púa estilo Auschwitz,
alambres electrificados, empresas de seguridad gestionadas por policías
retirados y/o exonerados que se hacen millonarios administrando el caos
mediante las fuerzas de seguridad públicas que deberían prevenir el delito que ellos
alientan. Tenemos a un amigo muerto con un tiro letal en la cabeza. Tenemos un
detenido y un prófugo. ¿En serio no saben dónde está? Vidas rotas todas.
La viralización del delito, la rotura de mini-fronteras
entre territorios en su expresión más cruel, nos ha igualado en algo: todos
tenemos miedo; todos estamos a merced de “el desgobierno político sobre la seguridad
pública cuya consecuencia más visible es el autogobierno policial”. La frase es
de un libro que Marcelo Saín publicó en 2002, ¡sí!, tan vieja que da pudor
citarla, tan actual que incomoda. La indiferencia (o colusión) del sistema político
recostado en la problemática y errática idea de que la agenda de seguridad
pública es un tema policial, garantiza a futuro muchísimos más casos como el
del domingo último en Villa Elisa, como en el pasado rubricó los llantos de las
miles de familias de las víctimas de casos similares como este.
Descansá en paz allá, Chano, donde sea que
estés. El infierno parece haberse instalado, otra vez, en este borde desquiciado
de la tierra del que, infeliz y tempranamente, te han llevado.
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