12 feb 2021

Indiferencia

 Por Nacho Fittipaldi 

Objetivar un hecho, un momento determinado, implica por una brevísima cantidad de segundos dar dimensión real a ese hecho, o momento. Calibrar la exacta profundidad de las cosas y el mecanismo que las hizo posibles. Mensurar la espesura de la felicidad o un dolor. Capturar en un segundo cómo se desenvolvieron las circunstancias. Vivirlo, gozarlo, sufrirlo. Es como encontrar la precisa profundidad del mar o la angustiante altura del Everest, el ancho del Mississippi o la densidad barrosa del Pilcomayo. Cuando objetivizo el instante en el que El Chano descubre, no sin sorpresa, que un delincuente le apunta con un calibre 40, pienso que estamos arruinados, no ya como amigos, sino como sociedad. La tristeza lo invade todo… como el agua de una crecida. Sin embargo, y por suerte, no puedo objetivar el instante en el que ese mismo delincuente gatilla y en menos de un segundo se lleva puestas todas nuestras certezas y tu vida. En cambio, no logro quitar de mis cavilaciones una idea que me ronda: qué habrá pensado El Chano un segundo antes de morir. ¿Lo habrá intuido? ¿Habrá llegado a sospechar cómo se desenvolverían las cosas? ¿Habrá objetivado ese segundo determinante del que no volvería?

Históricamente el Parque Pereyra marcó, además del límite distrital entre Berazategui y La Plata, un territorio. En ese sentido los platenses, pero sobre todo los que somos de Villa Elisa y vivimos toda nuestra vida acá, veíamos por tele eso que se llamaba conurbano. Era información mediatizada. Eso: una historia de televisión. Una producción de Pol-Ka. Veíamos los noticieros y nos parecía bestial que en algún lugar de la Argentina se pudiera vivir así. A toda hora del día: robos, secuestros, entraderas, atracos, tiroteos, puntazos, salideras y todo tipo de prácticas delictivas que exigieron el esfuerzo de vocabulario que el español rioplatense tuvo que hacer para buscar en los pliegues del idioma algo que nombrara lo desconocido. Entonces, hacia fines de los ´90 y principios de 2000, cuando las consecuencias del Neoliberalismo se convirtieron en charcos de sangre, aparecieron los textos académicos de Gabriel Kessler, Marcelo Saín, Sofía Tiscornia, Alberto Binder, Sandra Gayol, Mariano Ciafardini, Eduardo Sigal y tantxs otrxs. Todxs ellxs describían esa geografía, nacía una categoría que se llamó “el delito urbano”. Allí el lenguaje jugaba un rol tan destacado como los modus operandi de la delincuencia. Apareció la categoría “territorio”. El delito urbano violento llegaría poco después. Más acá en el tiempo surgió una literatura conurbana como la de Sergio Olguín, Gabriela Cabezón Cámara, Diego Incardona, German Mayori y algo de Cesar Aíra. Académicos y no académicos, todos esos textos leí con fruición. Me puse a estudiar y escribir sobre esos temas y hasta participé periféricamente en investigaciones académicas que hurgaban en la formación defectuosa, insuficiente y arcaica de las cuatro fuerzas federales de seguridad pública.  

Siempre de lejos, siempre con el Parque Pereyra de por medio, La Plata, o mejor dicho su zona norte, se mantuvo bastante al margen de ese territorio hostil que era el conurbano. Hoy, y desde hace varios años, esa barrera arbolada que era el parque se ha esfumado. Los retenes policiales apostados en los principales accesos a Villa Elisa, originalmente pensados para frenar la huida de los delincuentes foráneos que escapaban hacia el conurbano, como Fierro y Cruz hacia la pampa, luego de robar en nuestras localidades, son absurdos. Pues bien, esos mismos accesos por el que los porteños agotados de CABA ingresaban a nuestra localidad muy dispuestos al descanso, ya no tienen razón de ser porque nosotros hemos forjado nuestro propio conurbanito. Lo que veíamos por tele sucede ahora en nuestros barrios. Tenemos nuestros pibes feroces que roban y matan por unas zapatillas, un auto o cinco lucas. Tenemos nuestras cocinas de droga, salideras, entraderas, escruches, dateros, motochorros, policías cómplices recaudando y haciéndose los boludos cuando se pudre la cosa, jefes muy expuestos cuando estos pibes, sus ejércitos, se zarpan. Tenemos casas con rejas, cercos, muros y alarmas que no alertan, perros que ladran, alarmas vecinales, grupos de seguridad vecinal por wapp, vecinos que no se conocen la cara pero dicen querer lo mismo aunque tengan explicaciones antagónicas sobre por qué estamos como estamos; y por qué un pibe de 27 años gatilla a quemarropa ante un tipo indefenso, alambres de púa estilo Auschwitz, alambres electrificados, empresas de seguridad gestionadas por policías retirados y/o exonerados que se hacen millonarios administrando el caos mediante las fuerzas de seguridad públicas que deberían prevenir el delito que ellos alientan. Tenemos a un amigo muerto con un tiro letal en la cabeza. Tenemos un detenido y un prófugo. ¿En serio no saben dónde está? Vidas rotas todas.

La viralización del delito, la rotura de mini-fronteras entre territorios en su expresión más cruel, nos ha igualado en algo: todos tenemos miedo; todos estamos a merced de “el desgobierno político sobre la seguridad pública cuya consecuencia más visible es el autogobierno policial”. La frase es de un libro que Marcelo Saín publicó en 2002, ¡sí!, tan vieja que da pudor citarla, tan actual que incomoda. La indiferencia (o colusión) del sistema político recostado en la problemática y errática idea de que la agenda de seguridad pública es un tema policial, garantiza a futuro muchísimos más casos como el del domingo último en Villa Elisa, como en el pasado rubricó los llantos de las miles de familias de las víctimas de casos similares como este.

Descansá en paz allá, Chano, donde sea que estés. El infierno parece haberse instalado, otra vez, en este borde desquiciado de la tierra del que, infeliz y tempranamente, te han llevado.