5 oct 2021

La muerte y el sol

Por Nacho Fittipaldi

Gustavo se fue a dormir y no se despertó. A eso le llaman morirse. Se murió Gustavo me dijeron. Y entonces recordé aquel viaje al Congreso de Cultura en Tucumán. Viaje en micro, viaje largo, él al lado mío. Llega la noche y el acompañante del chofer cumple la rutina de poner una película para hacer dormir a los pasajeros. Un monitor infame, de lo pequeño, reproduce la película inglesa de Frank Oz, Muerte en el funeral. Esa película es una buena película para ver en casa. Pero se convierte en excelente para ver, medio de carambola, sin audio y con subtítulos lejanos y difusos, en un colectivo de larga distancia. Gustavo y yo empezamos lanzando sonrisas tenues, luego sonrisas que de a poco se van soltando, y si al principio teníamos un poco de respeto, algo de pudor y consideración por el resto de los pasajeros que deseaban dormir, al cabo de un rato las carcajadas eran incontenibles. Intentamos, vanamente, taparnos la boca con las manos, pero las escenas grotescas de ese enano drogado hacen que nuestro respeto y consideración inicial se convirtieran en sonidos incordiosos. “¡Che, dejen dormir!” se escuchaba. Recuerdo su rostro iluminado por la luz que el monitor desprendía, así… blanco y riendo. 

La muerte se convierte primero en vacío y después en recuerdo. Los muertos se convierten en lo que nosotros recordamos de ellos. Gustavo, ojalá tengas en el recuerdo de los tuyos, la enorme vida que lograste tener. Desde el primer día que te conocí supe que teníamos más en común, vos y yo, que yo con Ana, entonces tu pareja, siempre mi amiga. El tiempo me dio la razón. Ese tiempo que no tendrás para compartir con tu nieto , ni con Malena, Lu y Bruno. De ellos dependerá en mucho la vida que tendrás después de la muerte. Eso que te va a exceder. Gustavo, te recomiendo ver la película Coco, donde sea que estés, buscala, sentate y mirala tranquilo. Allí verás que, del otro lado, ese que ahora habitas, el olvido solo se concreta cuando de este lado, los tuyos, olvidan poner sobre la mesa una foto de los familiares difuntos en La noche de muertos. De ser así será difícil tu olvido dado que tu familia te ama; y los que no somos familia admiramos la gracia, entereza y valentía con que encaraste tus cosas. Te debo algunos de los llantos de risa más impresionantes de mi vida en aquella función de Los cara de piedra. Pero la muerte es la muerte y ya te has ido. La muerte a menudo nos juega no solo con su cosa tan concreta e inabarcable, sino que además nos deja, a los que quedamos acá en la tierra, perplejos con sus singulares dispositivos de la simbología. Parafraseando a François de La Rochefoucauld, hay dos cosas que no se pueden mirar de frente: la muerte y el sol. La última vez que fui a Maipú fue hace poco más de dos años para el velorio de Raúl, hermano de Gustavo. Es curioso, ambos murieron repentinamente, sin enterarse, y por ello tal vez, muertes de hombres jóvenes aún, dejaron familias arrasadas; perplejo a todo el círculo de vinculaciones que los rodeaba que, por cierto, era prominente. En ambos casos, después de pasar por Maipú a saludar a sus familiares, vine a Villa Gesell a visitar a Luis que, curiosamente, puso el primer supermercado de Maipú cuando Raúl era intendente. Los chinos no sabían llegar a la Argentina por entonces. Vine a reproducir ese ritual del encuentro. A esa introspección que el mar reclama, a ese perderse en el rugido que deja la ola al romper y también a decirle a la muerte, de frente y sin esconderme, que nosotros le damos pelea meta amistad, abrazos y amor. Así de sencillo, concreto y urgente.

Sentado en una silla, de frente al mar y con el sol de lleno en mi rostro, leo el libro de Juan Forn que Luis me regaló. Este libro fue el texto que Forn escribía mientras además se moría. ¿Se moría mientras escribía o se murió por escribirlo? No sé si él lo sabía. Nosotros lo supimos después, pero en todo caso su titulación, “Yo recordaré por ustedes”, que el autor llegó a hacer en vida, nos llena de dudas. Ahí está la simbología de la que hablo. Hace muchos años mi abuelo le pidió a un nieto si no podía llevarlo a la quinta donde solía pasar los meses del verano junto a mi abuela. Ya viudo, ir no tenía mucho sentido y menos en aquel invierno frío y cruel. Padecía el frío. “¿Me llevás?” dijo. Y vino para Villa Elisa. Como cada sábado nosotros, otros nietos y algunos amigos, jugábamos al fútbol en su quinta. Lo recuerdo parado al lado de la línea lateral, mirando y disfrutando. Esa noche murió. Lo sorprendió un paro cardíaco cuando se disponía a cenar en soledad, luego la cabeza golpeó con la punta de la mesa, después la sangre en la alfombra, lo que vimos todos. Sabía que se moría, quería ir a la quinta por última vez. O como el ticket de Gustavo en Nike unos días antes de morir comprando cantidad de ropa. Pensaba hacer gimnasia. Quería vivir.  

Sentado en una silla frente al mar y con el sol de lleno en mi rostro, leo el libro de Juan Forn que Luis me regaló. Forn se sentaba acá mismo a mirar el mar y conversar con Saccomanno. Cebo un mate, miro el mar, intento mirar el sol y constato que La Rochefoucauld tiene razón, no se puede mirar el sol de frente. Tampoco a la muerte. Miro el mar y recuerdo eso que dicen: el mar devuelve los cadáveres. Como si fuera un arresto de dignidad de la corriente. No espero tal gesto: Raúl, Gustavo y Forn murieron en sus casas. Ese océano de cabotaje que cada familia tiene. Miro el mar y no espero que nadie sea devuelto. Solo me hago preguntas que el mar no devuelve ni responde.

18 ago 2021

Hugo

 

Por I Fittipaldi

Miércoles por la mañana, interminable reunión de cátedra que se extiende hasta las 12 AM, casi tres horas de reunión. Productiva, pero larga. A esa altura les digo a Piero y Sabino que ya basta de jueguitos, lo enuncio en tono casi de enojo, pero en verdad es impotencia. ¿Qué pueden hacer ellos si durante tres horas dejas de prestarles atención? Falta organizar el almuerzo, hacer las compras, volver y hacer la comida. Que se laven los dientes, digo. Que se pongan ropa digna, ordeno. Salimos.

La entrada y estadía en el súper es tan caótica como breve y dispendiosa. Se van $3550 en tres boludeces. La pandemia nos hizo más pobres. Salgo con tres bolsas, todas infames, los nenes siguen gritando como si ingresaran a la jungla mientras la calma de la mañana se extiende al mediodía. Abro el baúl, guardo las bolsas, los nenes abren sus puertas, suben, se atan los cinturones. Hay método. Ahí al costado, viendo la vida pasar, el pibe de la carnicería apura un cigarrillo. Es el único carnicero rubio en la historia de las carnicerías bonaerenses. Lo saludo y sin embargo veo un rostro adusto que devuelve apenas mi “Hola, cómo va”. Voy hasta la puerta del conductor y cuando vuelvo a mirarlo él lleva el dedo índice sobre su ojo y me hace el gesto de “ojito”. Luego de eso gira sobre sí y recorre los metros necesarios hasta perderse dentro de la carnicería donde me proveo de proteína vacuna. Subo al auto algo aturdido, como no creyendo lo que acabo de ver o, al menos, con toda la sorpresa que me genera lo que acabo de ver. Cierro la puerta y ya adentro Piero pregunta:

- ¿Por qué te hizo “ojo” ese chico?

Sin responder, bajo del auto y me dirijo a la carnicería. Entro, una mujer pide carne para milanesa, los carniceros la atienden mientras el rubio guarda un encendedor en su bolsillo. Desde la puerta, apenas unos pasos dentro del local, le hago el gesto de “¿qué pasa?”.  Él me devuelve el mismo gesto con la mano, pero con cara de “¿qué te pasa?”. Algo no va bien. Avanza sobre mí y ambos quedamos cara a cara, prácticamente tenemos la misma altura, en el mismo ingreso de la carnicería por la que transito a diario.

- ¿Qué pasa flaco? -pregunto con un tono que no contiene toda la sorpresa que me habita.

-No te hagas el boludo –responde el rubio sin sacarse las manos de los bolsillos. No es agresivo, pero tampoco amistoso.

-Flaco, de verdad te digo, no entiendo qué te pasa ni por qué me haces “ojito”.

-No te hagas el boludo, vos sabes.

-Flaco, no sé nada, no entiendo.

-Yo te conozco –dice él y ahora que escribo solo puedo recordar al Dibu Martínez diciéndole eso a Yerry Mina antes de atajarle el penal-. ¡Vos te estas cogiendo a mi mujer!

- ¿Ehhhhh? Que decís flaco estás diciendo cualquier cosa

-Sí, hacete el boludo –hace el gesto como de que hablemos en voz baja.

-Flaco, no te conozco a vos, no conozco a tu mujer y mucho menos me la cogí. Mes estas confundiendo con alguien.

-Hacete el boludo, yo te conozco –a esta altura es evidente que no puedo convencerlo de lo que se auto convenció, entonces me saco el barbijo por si acaso ver la totalidad de mi rostro le permitiera reconocer su error, entonces agrego.

-Me conoces… ¿Y quién soy?

-Sos Hugo…

-Qué Hugo flaco, vos estás en pedo –saco mi documento y se lo muestro. No soy Hugo. Soy … -me interrumpe y termina la frase.

-Sos Fittipaldi.

- ¡Sí, pero no soy Hugo! Ya te lo dije. No sé de qué hablás, estás confundido.

Entonces sale el dueño de la carnicería, a quien he tratado bastante más que a este sujeto. Pregunta:

- ¿Qué pasa? –mira sorprendido.

-Pasa que éste dice que me estoy cogiendo a su mujer y me confunde con un tal Hugo. Javier, no tengo nada que ver, no sé quién es él, no conozco a la mujer, no me interesa tampoco, lo único que sé es que él está confundido. Lo que no puede es venir a bardearme adelante de mis hijos.

-Te pido mil disculpas, “andá para adentro” -le ordena al carnicero rubio, éste obedece- no está bien, se separó hace poco y está con algunos problemas psicológicos.

-Está bien, yo entiendo todo, pero no puede desubicarse así.

-Te pido disculpas de vuelta.

-Ok, no te hagas problema, lamento la situación. Vos sabés que yo soy buena onda, vengo siempre acá, compro, charlamos de cocina, del horno de barro, todo bien, pero esto no da…

-Créeme que yo lo lamento más que vos.

Me voy aturdido, enojado, nervioso, reconociendo que las gentes de la cercanía observaban la situación. Un carnicero confundido nunca es un buen enemigo. Un carnicero loco mucho menos. Entonces recuerdo un episodio de veinte días atrás, con este mismo personaje, dentro de la carnicería. Entré al local, pido carne picada para hacer hamburguesas, no a él, a su compañero, y a lo lejos me saluda y dice:

-Te cortaste el pelo. Te queda muy lindo, che.

A pesar de lo desubicado del comentario, hubo algo que despertó mi atención. Lo comenté a varias personas. Repito. No era el comentario en sí, sino la utilización del término “lindo” lo que daba vueltas en mi cabeza. Uno puede decir qué buen corte, y se hace entender igual sin usar esa palabra que connota otra cosa, que irrumpe en otro plano. Pocas cosas son lindas. Mi corte de pelo claramente no lo era. Sin embargo, en el barullo mental de este muchacho esa palabra nombró la amenaza de lo que se desencadenaría. La turbación se ha instalado. Hacerme vegano es una opción.

 

12 feb 2021

Indiferencia

 Por Nacho Fittipaldi 

Objetivar un hecho, un momento determinado, implica por una brevísima cantidad de segundos dar dimensión real a ese hecho, o momento. Calibrar la exacta profundidad de las cosas y el mecanismo que las hizo posibles. Mensurar la espesura de la felicidad o un dolor. Capturar en un segundo cómo se desenvolvieron las circunstancias. Vivirlo, gozarlo, sufrirlo. Es como encontrar la precisa profundidad del mar o la angustiante altura del Everest, el ancho del Mississippi o la densidad barrosa del Pilcomayo. Cuando objetivizo el instante en el que El Chano descubre, no sin sorpresa, que un delincuente le apunta con un calibre 40, pienso que estamos arruinados, no ya como amigos, sino como sociedad. La tristeza lo invade todo… como el agua de una crecida. Sin embargo, y por suerte, no puedo objetivar el instante en el que ese mismo delincuente gatilla y en menos de un segundo se lleva puestas todas nuestras certezas y tu vida. En cambio, no logro quitar de mis cavilaciones una idea que me ronda: qué habrá pensado El Chano un segundo antes de morir. ¿Lo habrá intuido? ¿Habrá llegado a sospechar cómo se desenvolverían las cosas? ¿Habrá objetivado ese segundo determinante del que no volvería?

Históricamente el Parque Pereyra marcó, además del límite distrital entre Berazategui y La Plata, un territorio. En ese sentido los platenses, pero sobre todo los que somos de Villa Elisa y vivimos toda nuestra vida acá, veíamos por tele eso que se llamaba conurbano. Era información mediatizada. Eso: una historia de televisión. Una producción de Pol-Ka. Veíamos los noticieros y nos parecía bestial que en algún lugar de la Argentina se pudiera vivir así. A toda hora del día: robos, secuestros, entraderas, atracos, tiroteos, puntazos, salideras y todo tipo de prácticas delictivas que exigieron el esfuerzo de vocabulario que el español rioplatense tuvo que hacer para buscar en los pliegues del idioma algo que nombrara lo desconocido. Entonces, hacia fines de los ´90 y principios de 2000, cuando las consecuencias del Neoliberalismo se convirtieron en charcos de sangre, aparecieron los textos académicos de Gabriel Kessler, Marcelo Saín, Sofía Tiscornia, Alberto Binder, Sandra Gayol, Mariano Ciafardini, Eduardo Sigal y tantxs otrxs. Todxs ellxs describían esa geografía, nacía una categoría que se llamó “el delito urbano”. Allí el lenguaje jugaba un rol tan destacado como los modus operandi de la delincuencia. Apareció la categoría “territorio”. El delito urbano violento llegaría poco después. Más acá en el tiempo surgió una literatura conurbana como la de Sergio Olguín, Gabriela Cabezón Cámara, Diego Incardona, German Mayori y algo de Cesar Aíra. Académicos y no académicos, todos esos textos leí con fruición. Me puse a estudiar y escribir sobre esos temas y hasta participé periféricamente en investigaciones académicas que hurgaban en la formación defectuosa, insuficiente y arcaica de las cuatro fuerzas federales de seguridad pública.  

Siempre de lejos, siempre con el Parque Pereyra de por medio, La Plata, o mejor dicho su zona norte, se mantuvo bastante al margen de ese territorio hostil que era el conurbano. Hoy, y desde hace varios años, esa barrera arbolada que era el parque se ha esfumado. Los retenes policiales apostados en los principales accesos a Villa Elisa, originalmente pensados para frenar la huida de los delincuentes foráneos que escapaban hacia el conurbano, como Fierro y Cruz hacia la pampa, luego de robar en nuestras localidades, son absurdos. Pues bien, esos mismos accesos por el que los porteños agotados de CABA ingresaban a nuestra localidad muy dispuestos al descanso, ya no tienen razón de ser porque nosotros hemos forjado nuestro propio conurbanito. Lo que veíamos por tele sucede ahora en nuestros barrios. Tenemos nuestros pibes feroces que roban y matan por unas zapatillas, un auto o cinco lucas. Tenemos nuestras cocinas de droga, salideras, entraderas, escruches, dateros, motochorros, policías cómplices recaudando y haciéndose los boludos cuando se pudre la cosa, jefes muy expuestos cuando estos pibes, sus ejércitos, se zarpan. Tenemos casas con rejas, cercos, muros y alarmas que no alertan, perros que ladran, alarmas vecinales, grupos de seguridad vecinal por wapp, vecinos que no se conocen la cara pero dicen querer lo mismo aunque tengan explicaciones antagónicas sobre por qué estamos como estamos; y por qué un pibe de 27 años gatilla a quemarropa ante un tipo indefenso, alambres de púa estilo Auschwitz, alambres electrificados, empresas de seguridad gestionadas por policías retirados y/o exonerados que se hacen millonarios administrando el caos mediante las fuerzas de seguridad públicas que deberían prevenir el delito que ellos alientan. Tenemos a un amigo muerto con un tiro letal en la cabeza. Tenemos un detenido y un prófugo. ¿En serio no saben dónde está? Vidas rotas todas.

La viralización del delito, la rotura de mini-fronteras entre territorios en su expresión más cruel, nos ha igualado en algo: todos tenemos miedo; todos estamos a merced de “el desgobierno político sobre la seguridad pública cuya consecuencia más visible es el autogobierno policial”. La frase es de un libro que Marcelo Saín publicó en 2002, ¡sí!, tan vieja que da pudor citarla, tan actual que incomoda. La indiferencia (o colusión) del sistema político recostado en la problemática y errática idea de que la agenda de seguridad pública es un tema policial, garantiza a futuro muchísimos más casos como el del domingo último en Villa Elisa, como en el pasado rubricó los llantos de las miles de familias de las víctimas de casos similares como este.

Descansá en paz allá, Chano, donde sea que estés. El infierno parece haberse instalado, otra vez, en este borde desquiciado de la tierra del que, infeliz y tempranamente, te han llevado.