Por Nacho Fittipaldi
Gustavo se fue a dormir y no se despertó. A eso le llaman morirse. Se murió Gustavo me dijeron. Y entonces recordé aquel viaje al Congreso de Cultura en Tucumán. Viaje en micro, viaje largo, él al lado mío. Llega la noche y el acompañante del chofer cumple la rutina de poner una película para hacer dormir a los pasajeros. Un monitor infame, de lo pequeño, reproduce la película inglesa de Frank Oz, Muerte en el funeral. Esa película es una buena película para ver en casa. Pero se convierte en excelente para ver, medio de carambola, sin audio y con subtítulos lejanos y difusos, en un colectivo de larga distancia. Gustavo y yo empezamos lanzando sonrisas tenues, luego sonrisas que de a poco se van soltando, y si al principio teníamos un poco de respeto, algo de pudor y consideración por el resto de los pasajeros que deseaban dormir, al cabo de un rato las carcajadas eran incontenibles. Intentamos, vanamente, taparnos la boca con las manos, pero las escenas grotescas de ese enano drogado hacen que nuestro respeto y consideración inicial se convirtieran en sonidos incordiosos. “¡Che, dejen dormir!” se escuchaba. Recuerdo su rostro iluminado por la luz que el monitor desprendía, así… blanco y riendo.
La muerte se convierte primero en vacío y después en recuerdo. Los muertos se convierten en lo que nosotros recordamos de ellos. Gustavo, ojalá tengas en el recuerdo de los tuyos, la enorme vida que lograste tener. Desde el primer día que te conocí supe que teníamos más en común, vos y yo, que yo con Ana, entonces tu pareja, siempre mi amiga. El tiempo me dio la razón. Ese tiempo que no tendrás para compartir con tu nieto , ni con Malena, Lu y Bruno. De ellos dependerá en mucho la vida que tendrás después de la muerte. Eso que te va a exceder. Gustavo, te recomiendo ver la película Coco, donde sea que estés, buscala, sentate y mirala tranquilo. Allí verás que, del otro lado, ese que ahora habitas, el olvido solo se concreta cuando de este lado, los tuyos, olvidan poner sobre la mesa una foto de los familiares difuntos en La noche de muertos. De ser así será difícil tu olvido dado que tu familia te ama; y los que no somos familia admiramos la gracia, entereza y valentía con que encaraste tus cosas. Te debo algunos de los llantos de risa más impresionantes de mi vida en aquella función de Los cara de piedra. Pero la muerte es la muerte y ya te has ido. La muerte a menudo nos juega no solo con su cosa tan concreta e inabarcable, sino que además nos deja, a los que quedamos acá en la tierra, perplejos con sus singulares dispositivos de la simbología. Parafraseando a François de La Rochefoucauld, hay dos cosas que no se pueden mirar de frente: la muerte y el sol. La última vez que fui a Maipú fue hace poco más de dos años para el velorio de Raúl, hermano de Gustavo. Es curioso, ambos murieron repentinamente, sin enterarse, y por ello tal vez, muertes de hombres jóvenes aún, dejaron familias arrasadas; perplejo a todo el círculo de vinculaciones que los rodeaba que, por cierto, era prominente. En ambos casos, después de pasar por Maipú a saludar a sus familiares, vine a Villa Gesell a visitar a Luis que, curiosamente, puso el primer supermercado de Maipú cuando Raúl era intendente. Los chinos no sabían llegar a la Argentina por entonces. Vine a reproducir ese ritual del encuentro. A esa introspección que el mar reclama, a ese perderse en el rugido que deja la ola al romper y también a decirle a la muerte, de frente y sin esconderme, que nosotros le damos pelea meta amistad, abrazos y amor. Así de sencillo, concreto y urgente.
Sentado en una silla, de frente al mar y con el sol de lleno en mi rostro, leo el libro de Juan Forn que Luis me regaló. Este libro fue el texto que Forn escribía mientras además se moría. ¿Se moría mientras escribía o se murió por escribirlo? No sé si él lo sabía. Nosotros lo supimos después, pero en todo caso su titulación, “Yo recordaré por ustedes”, que el autor llegó a hacer en vida, nos llena de dudas. Ahí está la simbología de la que hablo. Hace muchos años mi abuelo le pidió a un nieto si no podía llevarlo a la quinta donde solía pasar los meses del verano junto a mi abuela. Ya viudo, ir no tenía mucho sentido y menos en aquel invierno frío y cruel. Padecía el frío. “¿Me llevás?” dijo. Y vino para Villa Elisa. Como cada sábado nosotros, otros nietos y algunos amigos, jugábamos al fútbol en su quinta. Lo recuerdo parado al lado de la línea lateral, mirando y disfrutando. Esa noche murió. Lo sorprendió un paro cardíaco cuando se disponía a cenar en soledad, luego la cabeza golpeó con la punta de la mesa, después la sangre en la alfombra, lo que vimos todos. Sabía que se moría, quería ir a la quinta por última vez. O como el ticket de Gustavo en Nike unos días antes de morir comprando cantidad de ropa. Pensaba hacer gimnasia. Quería vivir.
Sentado en una silla frente al mar y con el sol de lleno en mi rostro, leo el libro de Juan Forn que Luis me regaló. Forn se sentaba acá mismo a mirar el mar y conversar con Saccomanno. Cebo un mate, miro el mar, intento mirar el sol y constato que La Rochefoucauld tiene razón, no se puede mirar el sol de frente. Tampoco a la muerte. Miro el mar y recuerdo eso que dicen: el mar devuelve los cadáveres. Como si fuera un arresto de dignidad de la corriente. No espero tal gesto: Raúl, Gustavo y Forn murieron en sus casas. Ese océano de cabotaje que cada familia tiene. Miro el mar y no espero que nadie sea devuelto. Solo me hago preguntas que el mar no devuelve ni responde.