Por Nacho Fittipaldi
La incertidumbre es hija de
la coyuntura y esta, usualmente, una miríada de preguntas sin respuestas. En un
país donde la incertidumbre es ley, una reglamentación del futuro raído, esta
amenaza hecha pilote de concreto, es una trompada en la cara. Y lo es, entre
otras cosas, porque entrega muchas certidumbres, algo inusual para los nativos
que hoy encuentran en Europa ese espejo en el que siempre nos miramos, ese
mármol de Carrara que nunca pudimos ser, el destino inevitable de lo que nos sucederá.
Por primera vez y de manera masiva, Europa es lo que no queremos ser, a
diferencia de lo que cierta intelectualidad suele proponer como ejercicio.
Europa es lo que vamos a ser en el peor de los sentidos.
También es vista como el
destino turístico hacia el que una clase media/media alta accedió y para los
que el viejo continente se convirtió en la
piedra de Sísifo. Hoy miles de argentinos, a los que imagino en el pasado insultando
a los dirigentes que siempre apostaron a una aerolínea de bandera (deficitaria
y todo) deben volver de ese continente en aeronaves que son patrimonio
nacional. Esta pandemia tiene ribetes tragicómicos. Los argentinos pro-privatización
de aerolíneas, pro-achicamiento del Estado vuelven por una aerolínea de
bandera. Regresan financiados en dólares a un costo per cápita superior al
aumento de los $3000 que recibirán los beneficiaros de la AUH. Alguien se anima
a preguntar ¿por qué, yo/nosotros, debo/debemos pagar con mis/nuestros impuestos
el regreso de aquellos que veranean en Europa e incluso los que se fueron con
la pandemia ya declarada? La respuesta es sencilla. No vale la pena
profundizar.
¿Alguien sabía que en
Argentina existía esta “desmesurada” cantidad de infectólogos, epidemiólogos,
virólogos y sanitaristas? ¿De dónde salieron, de qué viven, quién los formó,
dónde estudiaron, quiénes les bancaron sus estudios universitarios? Para qué
sirven lo sabemos recién hoy, pareciera ser. ¿Desde cuándo un equipo de
especialistas asesora al presidente y a todos nos parece genial que eso suceda
así tan naturalmente?
¿Cuál será la faena del
virus cuando llegue al conurbano y el metro y medio de distancia entre personas
no pueda ser cumplido debido al hacinamiento consumado? ¿Cómo harán las
poblaciones de las localidades del interior provincial para limpiarse las manos
con agua en donde no hay? ¿Cómo haremos para responsabilizar esta vez a las
clases populares siendo que quienes importaron el virus e incumplen la
cuarentena son, en su mayoría, los que materialmente tienen la manutención
garantizada? ¿Estamos preparados para la revancha clasista? ¿Estamos listos
para ser controlados por las mismas fuerzas federales de seguridad que hasta el
año pasado nomás, persiguieron, reprimieron y asesinaron cada vez que pudieron
al pueblo por el que ahora deben velar?
Pero decía que esta pandemia
ofrece certidumbres y que esa certidumbre provoca pánico. La certidumbre de
saber que estaremos guardados durante
meses; que estaremos durante tanto tiempo con nuestras familias es un desafío
del que no hay escapatoria y cuyo resultado sí, es incierto; que nuestros
padres están en el riesgo real, e inminente, de morir; que los precios de los
alimentos aumentarán quién sabe hasta dónde eso es una certidumbre muy
concreta; no saber qué hacer con nuestra propia existencia más allá del vínculo
con el Otro inmediato nos somete a un ejercicio existencial al que no estamos
acostumbrados; revisar las costumbres cotidianas y reemplazarlas por otras en
un contexto en donde los recursos son limitados es algo muy concreto que
provoca angustia y también sabemos que esa angustia crecerá en los días
sucesivos. Sabemos que la economía caerá infinitamente y lo que no sabemos es
durante cuánto tiempo y cómo saldrá nuestra singular economía de eso. Sabemos
que hay un pasaje al orden. En una sociedad anómica, que de un día para el otro
la máxima autoridad del poder ejecutivo diga se tienen que quedar en sus casas,
y si no, van a ir presos, es una ecuación irreductible con niveles de adhesión
(y encarcelamientos) crecientes. La ley es la ley y hay que cumplirla. Eso lo
sabemos.
Y esto último no lo sé pero
lo imagino. Sueño e imagino que el día uno de la post-cuarentena, cuando todo
esto termine, cuando el número de muertos sea brutal y el de infectados un
delirio, lo imagino como una orgía de carnes a la parrilla, el horno de barro de
mi casa será un infierno durante días y la leña arderá; días de gente pasando a
comer y beber, reírnos y hablar, darnos un abrazo y besarnos; las gentes
ganarán los espacios públicos, se instaurará la categoría “los que se fueron a
Europa” como aquellos que produjeron todo esto; iremos corriendo, porque se
podrá correr, a cortarnos el pelo, a teñirse, a la cancha y a depilarse;
arderán las camas de sexo; los pibes irán a la escuela y yo podré cagar en tranquila
soledad; ir al almacén a comprar solo un jabón será un paraíso para tantos;
estornudar en el tren y esparcir las bacterias a diestra y siniestra sin que
nadie nos mire como si fuéramos Mengele, será rutina; viviremos para siempre
con la amenaza latente, la posibilidad, esa inquietud corrosiva de que esto
vuelva a ocurrir y finalmente tomaremos dimensión de que la risa del otro es
campo fértil para ser lo que una vez fuimos: felices sin darnos cuenta.