22 jul 2020

Luis y su luz



Por Nacho Fittipaldi 

A la mañana temprano sonó el celular. Raro, pensé. Atendí. Más raro aún. La voz inequívoca dijo que pasó algo. La hora de la mañana no daba opción a otra cosa. La voz dijo que un incendio devoró El náutico, el parador de Luis que está, o estaba, en Villa Gesell. La voz dijo que el fuego se comió todo, todo excepto la biblioteca. Ese lugar que, a algunos les dije, llegué a escribir incluso, teníamos que visitar juntos. El restaurante y Luis. Bueno lo primero no está más. La sudestada jugó mal, como siempre. Otra vez.
El primer mes de la cuarentena fue, en términos personales, un mes prolífero. Todos los días me levantaba temprano a escribir una novela en la que trabajaba. Una hora, dos, no más. Cuando no escribía,  corregía y/o reescribía. En noviembre del año anterior había terminado otra que no se publicó aún. Me sentía vivo. Esta otra, actual, contemporánea  a la cuarentena, trascurre en Salta, en Cachi más precisamente. En la novela anterior una parte del texto transcurre en ese territorio que ayer fue… cómo nombrarlo sin despedazarse en los recuerdos… engullidos por el fuego. Después de ese primer mes se me secó el cerebro. Literal. La realidad superó la ficción y esa fuente inagotable de ideas, que para mí es la coyuntura, la cotidianeidad del día a día,  se vio deglutida por una monotonía fantasmal que encontró, en la amenaza de muerte, y el contagio, el límite más real y concreto que la vida pueda ofrecer. Dejé de escribir. Dejé de leer. Dejé de auto-imponerme cierta calidad en los productos audiovisuales que consumo. Pero sustancialmente dejé de escribir. Hoy retomo. Sin embargo, con Luis nos escribíamos a diario. A veces al tomar el celular a primera hora de la mañana encontraba un video suyo mostrándome, desde las escaleras del parador, la calma o la furia del mar. “¿Te gusta así para nadar, Nachito?” preguntaba él cuando el mar era una plancha sabiendo que odio el apócope. Entonces las ganas de estar ahí, ahí con él, no ahí sin él, me sacaban del adormecimiento mental que esta cuarentena impuso. Con Piero y Sabino jugamos a hacernos esa pregunta redundante largada al aire como una trompada sin dedos ni puño, tantas veces esgrimida en estos días: “¿A dónde te gustaría ir cuando se levante la cuarentena?”, las respuestas iban desde Purmamarca hasta la Costa Amalfitana, y por supuesto a El náutico. Y digo El náutico y no Villa Gesell porque son cosas distintas. Mientras una es un lugar multitudinario de turismo, impersonal por definición, el otro es un Tenochtitlán de cercanías. 
Ya lo escribí en una crónica reciente (http://fittipaldinacho.blogspot.com/2019/03/como-le-iban-robar.html) Ir a El náutico es ir a verlo a Luis, a comer como se debe, a mirar el mar con una copa en la mano, a que la tarde se haga noche entre risas y charlas, conocer a sus amigxs con los que comparte una rutina religiosa de café y palabras, entre la envidia profunda de visualizar que alguien haya podido construir ese paraíso y (hoy) la perplejidad de que un chispazo, seguramente absurdo, lo haya destruido en la multiplicidad de amarillentas llamas y la certeza de que eso va a estar funcionando pronto porque ser como es Luis, cosecha futuro. Ese es mi mayor deseo. Mi mayor temor. Mi mayor certeza.
22:21 horas: “Hola Nacho. Anoche se incendió El náutico. Qué tristeza…¡¡¡y los libros!!!” Era Inés. Inés es una mujer que durante un mes, fuera de temporada, se instala en Gesell y todos los días va a El náutico a tomar un largo café y a leer oyendo el mar. Es bella, de ojos azules, tez blanca, muy bella diría y con cara de strudel. Un día de abril de 2019 se cruzó conmigo en el parador y nos pusimos a hablar de literatura. Yo leía Cámara Gesell de Saccomano y ella llevaba un libro mío entre sus manos sin saber que yo era el autor de ese pequeño libro que Luis se encargó de distribuir entre los suyos y de ubicar en la biblioteca del parador. Luis genera eso. Entonces, unos minutos más tarde respondí el wapp: “Los libros zafaron Inés, los libros resisten”. Luis genera eso. La posibilidad de un encuentro entre personas que de otro modo no se cruzarían en ningún otro lado. Luis es un puente entre personas, la comida y el café, la excusa. “Si salís ahora (08:00 horas am) te preparo una paella y almorzamos acá, mirando el mar”; esa es una de sus frases preferidas en uno de sus mensajes habituales; es una provocación, sabe que eso no es posible nunca, sabe que eso, es una fórmula inefable de corroer. 

En esta cuarentena mis hijos (7 y 5 años) me han dicho: “Decile a Luis que cuando pase la cuarentena vamos a ir para allá a comer mousse y a jugar en el barco”. Luis genera eso. La pregunta que me inquieta desde la llamada de ayer a la mañana es si Luis es eso sin ese lugar. ¿Se puede reconstruir un lugar donde uno puso el alma? ¿Se quema el alma? ¿El alma es el contenido o la forma? ¿El contenido permanece inalterado si se modifica la forma? ¿La forma es parte del contenido? Y el alma no es solo el cuerpo y horas de trabajo concretadas con fuerza de trabajo. El alma son las tablas con las que por ahí les enseñaste a surfear a tus hijos, son las fotos de una sudestada brutal, un naufragio, las de los amigxs que fuimos circulando desde hace años por ahí, es la barra de whiskies más importante de la Costa Atlántica, es ese ángulo recto en donde la biblioteca encontró la salvación, es la cocina galáctica de donde salían platos infernales, es la mirada cómplice con los mozos a los cuales Luis educa obstinadamente, y gracias a ello la palabra “mozo” se ha re-significado, son la multiplicidad de chirimbolos náuticos que encontraron su fin en el fuego que originalmente los forjó. O no…   
Te quiero hermano, estoy triste y me permito llorar, cosa que asumo vos no has hecho, ni harás. No podés. Todos escriben, llaman y preguntan, como si necesitaran saber de vos y que vos estés bien. Te recreo ahí, en la puerta, recibiéndonos, con tus anteojos, tu cigarrillo, tus brazos en jarra, ese ritual que ejecutabas como nadie, ese encantamiento que aquello tuvo.

22 mar 2020

El culo lleno de respuestas


Por Nacho Fittipaldi 


La incertidumbre es hija de la coyuntura y esta, usualmente, una miríada de preguntas sin respuestas. En un país donde la incertidumbre es ley, una reglamentación del futuro raído, esta amenaza hecha pilote de concreto, es una trompada en la cara. Y lo es, entre otras cosas, porque entrega muchas certidumbres, algo inusual para los nativos que hoy encuentran en Europa ese espejo en el que siempre nos miramos, ese mármol de Carrara que nunca pudimos ser, el destino inevitable de lo que nos sucederá. Por primera vez y de manera masiva, Europa es lo que no queremos ser, a diferencia de lo que cierta intelectualidad suele proponer como ejercicio. Europa es lo que vamos a ser en el peor de los sentidos.
También es vista como el destino turístico hacia el que una clase media/media alta accedió y para los que el viejo continente  se convirtió en la piedra de Sísifo. Hoy miles de argentinos, a los que imagino en el pasado insultando a los dirigentes que siempre apostaron a una aerolínea de bandera (deficitaria y todo) deben volver de ese continente en aeronaves que son patrimonio nacional. Esta pandemia tiene ribetes tragicómicos. Los argentinos pro-privatización de aerolíneas, pro-achicamiento del Estado vuelven por una aerolínea de bandera. Regresan financiados en dólares a un costo per cápita superior al aumento de los $3000 que recibirán los beneficiaros de la AUH. Alguien se anima a preguntar ¿por qué, yo/nosotros, debo/debemos pagar con mis/nuestros impuestos el regreso de aquellos que veranean en Europa e incluso los que se fueron con la pandemia ya declarada? La respuesta es sencilla. No vale la pena profundizar.
¿Alguien sabía que en Argentina existía esta “desmesurada” cantidad de infectólogos, epidemiólogos, virólogos y sanitaristas? ¿De dónde salieron, de qué viven, quién los formó, dónde estudiaron, quiénes les bancaron sus estudios universitarios? Para qué sirven lo sabemos recién hoy, pareciera ser. ¿Desde cuándo un equipo de especialistas asesora al presidente y a todos nos parece genial que eso suceda así tan naturalmente?
¿Cuál será la faena del virus cuando llegue al conurbano y el metro y medio de distancia entre personas no pueda ser cumplido debido al hacinamiento consumado? ¿Cómo harán las poblaciones de las localidades del interior provincial para limpiarse las manos con agua en donde no hay? ¿Cómo haremos para responsabilizar esta vez a las clases populares siendo que quienes importaron el virus e incumplen la cuarentena son, en su mayoría, los que materialmente tienen la manutención garantizada? ¿Estamos preparados para la revancha clasista? ¿Estamos listos para ser controlados por las mismas fuerzas federales de seguridad que hasta el año pasado nomás, persiguieron, reprimieron y asesinaron cada vez que pudieron al pueblo por el que ahora deben velar?
Pero decía que esta pandemia ofrece certidumbres y que esa certidumbre provoca pánico. La certidumbre de saber que  estaremos guardados durante meses; que estaremos durante tanto tiempo con nuestras familias es un desafío del que no hay escapatoria y cuyo resultado sí, es incierto; que nuestros padres están en el riesgo real, e inminente, de morir; que los precios de los alimentos aumentarán quién sabe hasta dónde eso es una certidumbre muy concreta; no saber qué hacer con nuestra propia existencia más allá del vínculo con el Otro inmediato nos somete a un ejercicio existencial al que no estamos acostumbrados; revisar las costumbres cotidianas y reemplazarlas por otras en un contexto en donde los recursos son limitados es algo muy concreto que provoca angustia y también sabemos que esa angustia crecerá en los días sucesivos. Sabemos que la economía caerá infinitamente y lo que no sabemos es durante cuánto tiempo y cómo saldrá nuestra singular economía de eso. Sabemos que hay un pasaje al orden. En una sociedad anómica, que de un día para el otro la máxima autoridad del poder ejecutivo diga se tienen que quedar en sus casas, y si no, van a ir presos, es una ecuación irreductible con niveles de adhesión (y encarcelamientos) crecientes. La ley es la ley y hay que cumplirla. Eso lo sabemos.  
Y esto último no lo sé pero lo imagino. Sueño e imagino que el día uno de la post-cuarentena, cuando todo esto termine, cuando el número de muertos sea brutal y el de infectados un delirio, lo imagino como una orgía de carnes a la parrilla, el horno de barro de mi casa será un infierno durante días y la leña arderá; días de gente pasando a comer y beber, reírnos y hablar, darnos un abrazo y besarnos; las gentes ganarán los espacios públicos, se instaurará la categoría “los que se fueron a Europa” como aquellos que produjeron todo esto; iremos corriendo, porque se podrá correr, a cortarnos el pelo, a teñirse, a la cancha y a depilarse; arderán las camas de sexo; los pibes irán a la escuela y yo podré cagar en tranquila soledad; ir al almacén a comprar solo un jabón será un paraíso para tantos; estornudar en el tren y esparcir las bacterias a diestra y siniestra sin que nadie nos mire como si fuéramos Mengele, será rutina; viviremos para siempre con la amenaza latente, la posibilidad, esa inquietud corrosiva de que esto vuelva a ocurrir y finalmente tomaremos dimensión de que la risa del otro es campo fértil para ser lo que una vez fuimos: felices sin darnos cuenta.  

3 mar 2020

El bola de lomo

Por Nacho Fittipaldi

07:00 horas AM. El ruido de una amoladora interrumpe el desayuno. Viene del terreno de al lado en el que no vive nadie y que está a la venta hace varios años. Es un terreno de 40x30. Piden 100 mil dólares, por eso no se vende. Me asomo entre el cerco y veo un auto que no es el del dueño del terreno. Le escribo a Alejandro preguntando si él mando gente a laburar en la construcción precaria, por ser generoso, que el terreno tiene. Dice que no y me ofrezco a ir a averiguar quién está allí (esto va a ser lo más heroico que haga en todo el año, sin duda). Al llegar veo que la tranquera que supo tener tres candados ya no los tiene, está abierta. Adentro del terreno un auto, un Renault Megane viejo, el baúl abierto repleto de herramientas semeja un taller mecánico. La casa que tenía candado ya no lo tiene, está abierta. Veo que con la amoladora cortó y abrió la cerradura y la puerta de la casa. Aparece un tipo, metro sesenta, 97 kg, retacón el hombre. Parece un tanque de agua y su fisonomía es la de la bola de lomo. A simple vista parece de unos 55 años o tal vez 60. Sin saber bien de dónde sale de mí un tono poco amistoso, pregunto “¿Qué haces acá?” El tipo me mira y dice que el dueño lo mandó. Respondo que eso no es posible porque hablé con él recién y dijo justamente lo contrario. Al terreno no fui solo, antes de mandarme tomé la precaución, por así decir, de salir a la calle con mi perra Roma, una ovejera alemán tan hermosa como indescifrable. Luce amenazante para los desconocidos aunque uno sabe de sus dificultades neuronales. Pero ante una situación de tensión como esta siempre es mejor tener al ovejero de tu lado que lo antagónico. El bola de lomo me dice “vení que en el auto tengo el contrato de alquiler” se da vuelta e inicia una caminata de diez metros que lo introducen hacia adentro del parque, en una especie de L que el terreno tiene. Seguirlo es arriesgado, puede que tenga un fierro, puede que me noquee de una piña, en esa parte ya no se ve la calle, en esa parte puede que haya otro, u otros mas haciendo esto que ahora sé es una usurpación. Camino detrás de él y entonces se me ocurre hacer algo genial que la sociología me provee. Decido mostrarle que mi ovejera está adiestrada y puede ser un animal feroz en cuanto yo lo decida, giro para ver dónde está la perra, la encuentro a escasos metros míos, le grito como si fuera Bruno Ganz en La caída: ¡Roma! Y lo que recibo de ella es exactamente lo opuesto a lo que necesito. Asumo que atemorizada por mi propia actuación Roma huye, ejecuta una corrida breve pero veloz, gana la calle dejándome en total soledad con bola de lomo que reaparece con un sobre de papel madera que luce el sello de una escribanía. “Acá está” dice, mientras comienza a sacar papeles. Lo freno y digo que yo no soy ni policía, ni abogado, que no me importa lo que dicen esos papeles y que el dueño no sabe quién es él. Dicho esto Roma entra corriendo y se pone al lado mío, le digo que se siente y ella hace caso, bola de lomo observa en silencio todo aquel repertorio. Él sabe que no seré yo el que le ponga el voleo en el orto que lo ubique de vuelta en la vía pública. Envalentonado le digo a Roma que se acueste, ella obedece. No hay más monerías por hacer. Roma no sabe atacar ni defender a su puto amo. Solo sabe sentarse y echarse. Entonces encaro la salida mientras bola de lomo dice que puedo mandarle a quien quiera que él va a volver de todas formas y que tiene el cartel de venta para colocar en la tranquera. Yo algo confundido me pregunto si no era que me había dicho que había alquilado la propiedad entonces para qué ponerla en venta. Pero ya no me interesa y empiezo a sentirme incómodo por mi propia iniciativa solidaria pero arriesgada. Me preocupa mas la reacción escapista de la perra ante la inminencia de la amenaza. Luego le hablo al dueño y le explico que se le metió un ocupa. “Me lo mandó mi viejo, ya averigüé” dice en un tono de sumisión que me recuerda el límite mental de este hombre al que he visto, tres o cuatro veces, pero que me deja unívocamente la misma sensación.
Siempre temí que en ese, fenomenal y arbolado, terreno construyeran los horribles dúplex que han proliferado en los últimos años por toda la zona y que ahora son tan típicos de City Bell. En cambio, en este instante en el que escribo temo que un camión de monos sin techo se instale en el lindero parque de mi amada morada llevándose consigo la paz, la sombra, las palomas y las chicharras que ahora cantan...esa uniformidad social aparente. Siempre hay algo con qué estarse inquieto. Una pregunta incómoda que rompe el verano. Siempre hay algo en qué temer