18 mar 2019

Cómo le iban a robar

Por Nacho Fittipaldi



Esta es la cuarta vez que lo veo. Solo la cuarta. Y desde la tercera vez que me insiste para que regrese. Aunque siempre me invita. La imposibilidad de mi vida, y solo eso, es lo que ha obturado mi retorno a este lugar. Nada más. Y digo este lugar, este parador, este restaurante, este comedor, y no esta ciudad, porque lo que me ata a esta ciudad es el lugar que tiene Luis, no lo que tiene Villa Gesell.
Alto, flaco, pelilargo, medio desvencijado, Luis camina y casi todo el tiempo da indicaciones. Con autoridad pero educado. Luis está todo el tiempo mirando lo que pasa a su alrededor: un proveedor, un mozo, una copa que se cae, un cliente que por alguna razón llama su atención, una familia que ingresa, un toldo medio enclenque. Casi todo el tiempo está hablando con alguien, mirando el celular que no para de sonar durante todo el día. A pesar de eso, es sumamente atento con uno y con el grupo de pibes y pibas que trabajan con él. Todo el tiempo habla de sus hijos. Desde hace un año nos escribimos todos los días por wapp. 
Para mí estar acá es una revancha social. En la época de la familia grande, cuando salíamos los ocho de vacaciones, ingresar a un parador era lo prohibido. Siempre miré los paradores playeros como hoy puedo mirar un Mercedes Benz. Un sueño, lujo, lo inalcanzable, una posibilidad trunca. En ese sentido mirar y disfrutar aquello que fue lo prohibido, desde adentro y en este clima familiar, es en muchos sentidos una revancha de clase. No porque yo haya escalado socialmente , sino porque hoy las puertas de este lujo se abrieron en el sentido mas peronista de la idea. Luis es un peronista con un lugar al que accede cualquier trabajador. La costa atlántica es una sutura social que se abre o que se cierra según los tiempos políticos.

Para el viernes al mediodía Luis armó una mesa con amigos suyos, de allá. No conozco a ninguno pero curiosamente ellos me conocen a mí a través de las crónicas y/o el libro. Es una situación rara porque a través de ese medio conocen mucho de mí, profundo. Mientras la charla avanza tímida, aparecen los langostinos, las gambas, vieiras  gratinadas, el vino. Todos nos soltamos. Como si fuera poco, esta primera comida cierra con una endemoniada paella. Luis va y viene. Su placer es servir, atender, estar atento a la más mínima necesidad. Por ahí se sienta. Se vuelve a parar. Y uno que no necesita mucho, o seguro menos que esto, está tan a gusto así.
Desde El náutico la vista es portentosa, el mar de frente, cercano, áspero durante toda la estadía. Estoy solo, vine solo quiero decir, a diferencia de las otras veces. Mano a mano Luis habla pausado, profundo, como si lo que dijera lo hubiese analizado en los años previos. Cada tanto interrumpe su propio relato, para ver por qué no vino tal o cual empleado o por qué se demora el proveedor de la entraña que comeremos más tarde.

A las 08,30 horas somos pocos acá. Después vendrán algunos clientes a desayunar; mas tarde los guardavidas a desayunar y almorzar; después los pibes que laburan en temporada y a los cuales invita a almorzar fuera de ella; más clientes. Siempre hay gente, esto es como la confitería del Cerro Otto, siempre hay gente  circulando. Pibes y pibas que entran y salen esperando la ola para surfear. En el medio Luis intercambia comentarios que denotan cierta complicidad, chicanas, comentarios sobre el viento y el mar, son amigos de sus hijos que ahora están afuera del país laburando o surfeando, o al revés. Son pendejos de 21, 22, 25 años. Los pibes se acercan, preguntan, curiosean, se ríen, responden a mis preguntas. Todos son educados y simpáticos. Todos ríen. Todo el tiempo. Todos comen como mulas, como El chavo en aquél capítulo en el que Doña Florinda y Kiko lo invitan a almorzar. Luis, siempre con un café por tomar, los invita a comer y ellos aceptan, caen de a uno, agarran una mesa, hablan boludeses, ríen, piensan en coger todo el día, en coger, comer y surfear. Así de sencillo. Uno quiere entrar al Grupo Halcón pero debe seis materias del secundario. Dice que se le va a complicar. Luis los chicanea, les habla, los educa en algún sentido, les da laburo y construye un vínculo. Eso. Luis provoca los encuentros, hace lo suficiente para que las cosas sucedan. 

Habla con el guardavidas para que entre a nadar conmigo, me lo presenta, nos hace desayunar juntos. Distribuye mis crónicas entre sus contactos, vende los libros, ofrece el parador para hacer una presentación allá. Me manda las capturas de pantalla de los que realizan comentarios interesantes sobre las lecturas. Confidencias. Este es un lugar de encuentro. De charlas. De profundidades y texturas. Podría decir que este lugar y su gente están a la altura del mar. La actitud de Luis, para con estos pibitos y pibitas que están despertando a la adultez, con los guardavidas, con Adrián, con Ramón el canillita que trae el diario en bici, y otros personajes que pululan por acá, su rol frente a la vida de todos ellos me hace acordar a esa frase de la zamba del Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla, “cómo le iban a robar, ni queriendo a Don Juan Riera, si a los pobres les dejaba de noche la puerta abierta”. Luis hace eso, deja la puerta abierta constantemente. Ese es su oficio. Su virtud. Su paraíso ganado.

6 mar 2019

Diálogo en un vestuario de hombres V

Por Nacho Fittipaldi

  

Termino de nadar, estiro, tomo agua, charlo. Hoy fueron 4900 metros y aunque no es mucho mi cuerpo todavía retumba. El chorro de la ducha cae como puede, pega en la espalda, salpica los azulejos, siempre húmedos, de las duchas. Busco la ropa en el bolso, como una banana, estoy solo en el vestuario en un horario en el que no hay nadie en el vestuario. Un poco agradezco esta soledad, el silencio, la calma. No tengo ganas de hablar con nadie ni de que nadie me hable. Trato de leer lo que mi cuerpo dice, esa fea sensación que tuve en el agua. ¿Se irá hoy mismo? ¿Se quedará hasta que aparezca un próximo desafío? ¿Será que hace una semana que no nado y mi cuerpo no tolera eso? Dudas. Sentado y mientras miro los dedos deformes de mis pies, me seco y analizo todo esto. De repente escucho que alguien se acerca por el pasillo, cantando, “ma-yo-ne-sa, ella se bate como haciendo mayonesa”. Una cosa es que alguien rompa el silencio que reinaba hasta recién. Otra muy distinta es que además de eso lo haga cantando esta infame canción. El contraste entre mi búsqueda, casi existencial, y algo tan terrenal como “Mayonesa” indica que la parte placentera de la mañana ha llegado a su fin. El muchacho, entrado ya en los 40 largos, al que llamaré Sergio, ingresa al vestuario, canta, saluda, “¡qué haces flaquito!” con la confianza que supone el saludo pese a que no nos conocemos, inicia un diálogo. Se quita la remera, “qué calor hace en ese gimnasio, la puta madre” dice mientras tararea el mismo hit. “Va a estar duro” digo yo mientras apuro el secado de mi cuerpo, me pongo la remera, el pantalón y las zapatillas. No quiero permanecer allí ni un segundo más, y menos ante la posibilidad de que Sergio arremeta otra vez con la cancioncita hasta finalizarla. Aparentemente eso ha quedo atrás y ahora intenta otra cosa. “Me tengo que ir”, dice, mientras se prepara para ingresar a la ducha, supongo, “aunque me quedaría”. Lo ignoro creyendo que mi silencio lo expulsará. El efecto es inverso. Arremete. “¿Sabes que pasa flaquito?” giro y lo miro con cara de “no, no sé lo que pasa”
-         Pasa que hoy mi hijo empieza primera salita   -mientras esto dice se saca el pantalón corto y queda a la vista un calzoncillo que debe tener veinte años de uso. Habiendo boxers y slip tan lindos, qué necesidad.
-         Ah mira –lo mío es casi parco-
-         Sí, y no me lo quiero perder.
-         Claro.
-         Se da solo una vez –ahora está en bolas, con la toalla se seca los huevos, y un poco el culo- son esas cosas que quedan para siempre.
-         ¿Fue a guardería? –pregunto para saber qué es lo que le espera a Sergio en este mediodía.
-         No
-         Ese es el tema –mi comentario es entre distante y mala onda. No sé de dónde me viene esa filosa crueldad- Cuando no fueron a guardería los primeros días son complicados para los pibes.
-         Y bue, qué se le va a hacer flaquito. Tiene que ir igual –la toalla ahora seca (por así decir) las axilas. Entonces, también él sella todo con un principio del existencialismo más rancio- Lo mejor es no pensar, porque si pensas…
Y se va, sin haberse duchado, seco parcialmente, repleto de expectativas.