Por Nacho Fittipaldi
Esta es la cuarta vez que lo
veo. Solo la cuarta. Y desde la tercera vez que me insiste para que regrese. Aunque
siempre me invita. La imposibilidad de mi vida, y solo eso, es lo que ha
obturado mi retorno a este lugar. Nada más. Y digo este lugar, este parador,
este restaurante, este comedor, y no esta ciudad, porque lo que me ata a esta ciudad
es el lugar que tiene Luis, no lo que tiene Villa Gesell.
Alto, flaco, pelilargo,
medio desvencijado, Luis camina y casi todo el tiempo
da indicaciones. Con autoridad pero educado. Luis está todo el tiempo mirando
lo que pasa a su alrededor: un proveedor, un mozo, una copa que se cae, un
cliente que por alguna razón llama su atención, una familia que ingresa, un toldo medio enclenque. Casi todo
el tiempo está hablando con alguien, mirando el celular que no para de sonar
durante todo el día. A pesar de eso, es sumamente atento con uno y con el grupo
de pibes y pibas que trabajan con él. Todo el tiempo habla de sus hijos. Desde hace un año nos escribimos todos los días por wapp.
Para mí estar acá es una revancha social. En la época de la familia grande, cuando salíamos los ocho de vacaciones, ingresar a un parador era lo prohibido. Siempre miré los paradores playeros como hoy puedo mirar un Mercedes Benz. Un sueño, lujo, lo inalcanzable, una posibilidad trunca. En ese sentido mirar y disfrutar aquello que fue lo prohibido, desde adentro y en este clima familiar, es en muchos sentidos una revancha de clase. No porque yo haya escalado socialmente , sino porque hoy las puertas de este lujo se abrieron en el sentido mas peronista de la idea. Luis es un peronista con un lugar al que accede cualquier trabajador. La costa atlántica es una sutura social que se abre o que se cierra según los tiempos políticos.
Para mí estar acá es una revancha social. En la época de la familia grande, cuando salíamos los ocho de vacaciones, ingresar a un parador era lo prohibido. Siempre miré los paradores playeros como hoy puedo mirar un Mercedes Benz. Un sueño, lujo, lo inalcanzable, una posibilidad trunca. En ese sentido mirar y disfrutar aquello que fue lo prohibido, desde adentro y en este clima familiar, es en muchos sentidos una revancha de clase. No porque yo haya escalado socialmente , sino porque hoy las puertas de este lujo se abrieron en el sentido mas peronista de la idea. Luis es un peronista con un lugar al que accede cualquier trabajador. La costa atlántica es una sutura social que se abre o que se cierra según los tiempos políticos.
Para el viernes al mediodía
Luis armó una mesa con amigos suyos, de allá. No conozco a ninguno pero
curiosamente ellos me conocen a mí a través de las crónicas y/o el libro. Es una
situación rara porque a través de ese medio conocen mucho de mí, profundo. Mientras
la charla avanza tímida, aparecen los langostinos, las gambas, vieiras gratinadas, el vino. Todos nos soltamos. Como
si fuera poco, esta primera comida cierra con una endemoniada paella. Luis va y
viene. Su placer es servir, atender, estar atento a la más mínima necesidad. Por
ahí se sienta. Se vuelve a parar. Y uno que no necesita mucho, o seguro menos
que esto, está tan a gusto así.
Desde El náutico la vista es
portentosa, el mar de frente, cercano, áspero durante toda la estadía. Estoy solo,
vine solo quiero decir, a diferencia de las otras veces. Mano a mano Luis habla
pausado, profundo, como si lo que dijera lo hubiese analizado en los años
previos. Cada tanto interrumpe su propio relato, para ver por qué no vino tal o
cual empleado o por qué se demora el proveedor de la entraña que comeremos más
tarde.
A las 08,30 horas somos
pocos acá. Después vendrán algunos clientes a desayunar; mas tarde los
guardavidas a desayunar y almorzar; después los pibes que laburan en temporada
y a los cuales invita a almorzar fuera de ella; más clientes. Siempre hay gente,
esto es como la confitería del Cerro Otto, siempre hay gente circulando. Pibes y pibas que entran y salen
esperando la ola para surfear. En el medio Luis intercambia comentarios que denotan
cierta complicidad, chicanas, comentarios sobre el viento y el mar, son amigos
de sus hijos que ahora están afuera del país laburando o surfeando, o al revés.
Son pendejos de 21, 22, 25 años. Los pibes se acercan, preguntan, curiosean, se
ríen, responden a mis preguntas. Todos son educados y simpáticos. Todos ríen. Todo
el tiempo. Todos comen como mulas, como El chavo en aquél capítulo en el que
Doña Florinda y Kiko lo invitan a almorzar. Luis, siempre con un café por tomar, los invita a comer y ellos aceptan,
caen de a uno, agarran una mesa, hablan boludeses, ríen, piensan en coger todo
el día, en coger, comer y surfear. Así de sencillo. Uno quiere entrar al Grupo
Halcón pero debe seis materias del secundario. Dice que se le va a complicar. Luis
los chicanea, les habla, los educa en algún sentido, les da laburo y construye
un vínculo. Eso. Luis provoca los encuentros, hace lo suficiente para que las
cosas sucedan.
Habla con el guardavidas para que entre a nadar conmigo, me lo
presenta, nos hace desayunar juntos. Distribuye mis crónicas entre sus
contactos, vende los libros, ofrece el parador para hacer una presentación allá.
Me manda las capturas de pantalla de los que realizan comentarios interesantes
sobre las lecturas. Confidencias. Este es un lugar de encuentro. De charlas. De
profundidades y texturas. Podría decir que este lugar y su gente están a la
altura del mar. La actitud de Luis, para con estos pibitos y pibitas que están despertando
a la adultez, con los guardavidas, con Adrián, con Ramón el canillita que trae el
diario en bici, y otros personajes que pululan por acá, su rol frente a la vida
de todos ellos me hace acordar a esa frase de la zamba del Cuchi Leguizamón y
Manuel Castilla, “cómo le iban a robar, ni queriendo a Don Juan Riera, si a los
pobres les dejaba de noche la puerta abierta”. Luis hace eso, deja la puerta
abierta constantemente. Ese es su oficio. Su virtud. Su paraíso ganado.