Por Nacho Fittipaldi
Es una brazada larga que dura dos
horas cuarenta y dos minutos. Uniforme. Continua, es monótona, densa y
desgastante. No se parece a nada y, sin embargo, conozco la sensación, no la
experiencia. Durante la mañana diluvia, caen rayos y culebras. La ciudad de Paraná
parece que se va a inundar como la noche previa se inundó La Plata, otra vez. Si
se suspende la carrera se nada mañana domingo. Si se suspende la carrera me
mato. Son 21 km nadando en el Río Paraná, uniendo la localidad de Villa Urquiza
con la capital entrerriana. Cuando uno entrena para este tipo de carreras nunca
piensa que la hostilidad climática puede ser tan adversa como el día viernes en
el que llegamos a la ciudad, 36º de temperatura, 42º de térmica, 1215 de
humedad. Parado te deshidratas. Si el clima no amaina, la carrera va a ser cruel.
El sol quema hasta en la sombra y el aire es como un aceite tibio después de
freír papas fritas. Denso, graso, un poco como se sentirá el agua mañana mismo cuando
la fricción de las manos contra el agua del río sea una imposibilidad. Llueve.
Diluvia. Hay tormenta eléctrica, el calor se va pero ahora el riesgo es que la
carrera no se haga por la posibilidad de que un rayo fulminante nos cocine. Repito,
nadie se anota pensando en que una carrera se puede suspender. Menos cuando te
anotas el 10 de diciembre, como en mi caso. Nadie sopesa la posibilidad de
venirse hasta acá para volver más descansado de lo que llegó.
En estas situaciones la ansiedad
es un mal aliado. Todo hay que hacerlo como si la carrera se corriera. Hay que
comer, hidratarse, ponerse protector solar, estirar, concentrarse mínimamente
para estar en tiempo y espacio. Es Sí o No. Y de eso depende todo. De repente
aparece Andrés, el organizador, y dice que la Prefectura dio el ok y que se
nada. La condición es que si cambia el viento, o si se arma otra tormenta
eléctrica, como la que se ve allá a lo lejos, justo en donde debemos hacer la partida,
la carrera se suspende. Incluso aunque la carrera esté ya iniciada y estemos
todos nadando. Malísimo. Dicho esto, los nervios se aceleran de una manera que,
por reiterada, no deja de ser alarmante. Hay que afinar la preparación de las
bebidas que voy a tomar durante la carrera, hablar con la chica que me va a
hidratar, la acabo de conocer acá, es voluntaria. Hay que ser claro en las
indicaciones, después, adentro del río, todo es más confuso. El Paraná tiende a
amarronar todo. Cada veinte minutos debo ingerir 250 ml de Gatorade; cada
cuarenta, agua con gel. Así durante toda la carrera. En total beberé 1750 ml en
siete ingestas. Todos los últimos preparativos se dan medio a las corridas, el tiempo apremia; hay que marcarse el número en
hombros y espalda, eso nos identifica como nadadores, el número 14 es Ignacio
Fittipaldi. En ese ir y venir olvido la vaselina en mi auto, al igual que las
bananas y las pasas de uva. Dos meses llevo comiendo eso durante el entrenamiento
para que mi sistema digestivo se acostumbre a esa práctica poco habitual, y me lo
vengo a olvidar el mismísimo día de la prueba. Después vendrán los calambres
durante la carrera, el hambre y tal vez las conclusiones: Hay que ser tan
metódico y exigente en el entrenamiento como
en los preparativos indispensables para la carrera.
Subimos al micro que nos lleva
hasta Villa Urquiza; para mí es el peor momento, la ansiedad es como una
palometa que me come el dedo chiquito del pie. Esos viajes hasta al sitio de
largada son como los aeropuertos, son lugares incómodos, un espacio que no es
ni fu ni fa. El sol esta fuerte otra vez, aunque detrás de las nubes, la
humedad es ingobernable. Caminando hacia el punto de partida, en cuero y solo
con la malla, transpiro como si
estuviera haciendo cinta. Frente al Paraná, vuelvo a sentir esa infinita
pequeñez que este río impone. Aun no sé que una vez adentro, esa partícula que
soy, se fragmentará en mil pedazos de diferentes sentidos. Los metros previos
al contacto con el agua son fango. Me entierro hasta la mitad de la pierna, una
nadadora de la elite mundial cae frente a mí como una inexperta, le digo para
chicanearla: “No nos explicaste esto en la clínica”. La profundidad del río se
precipita, busco mi bote, al botero y
Vicky, mi acompañante ocasional. No se ve nada, la resolana pega duro. La corriente
nos tira río abajo, antes del inicio de la prueba, recién entonces, se oye el
estruendo del bombazo que indica la partida. El cielo presenta una
multiplicidad de formas y colores, contrasta con el marrón del agua en el que
tendré sumergida la cabeza durante dos horas, cuarenta y dos minutos. Ahí
vamos, los primeros veinte minutos pasan muy, muy lentos, por alguna razón mi
bote va bastante atrás de mí, me duelen los brazos y los hombros. Duelen mucho.
Sé que pasará, siempre ocurre lo mismo,
también sé que esas sensaciones negativas en los primeros kilómetros se irán a
dormir a medida que la carrera transcurra. Es como si el cuerpo se negara a
dejarse envolver por esa alfombra marrón que el río es. Como si la parte bípeda
de mí le negara a mi parte acuática su derecho a ser. Como si no se entregara.
Como si se repelieran. Como si lo
arrastrara hacia la costa. Gana el río. Entonces aparece esa otra sensación,
esa que busco de vez en vez. El placer de nadar así, acá. La sensación (es solo
eso) de que puedo estar allí infinitamente, 2, 3, 4 horas, entonces busco
pensamientos que me permitan liberar la cabeza más allá de aquella cortina de
árboles que se ve en el horizonte, a mi derecha e izquierda, solo agua, solo árboles,
el Paraná. Con sus manos, Vicky me da indicaciones precisas: “Vení más acá”, “andá
más allá”, “¡ojo!” cuando se viene un camalote, o una boya del canal de
navegación. Durante todo el transcurso mis ojos ven a Vicky, el bote, Maxi el
botero, su perro a bordo y su bandera argentina en la proa del bote. ¿Qué
significa esa bandera en esta coyuntura nacional? ¿Qué significa para Maxi ese
estandarte? Otros botes llevan la bandera del Gauchito Gil, algunos están
pintados con los colores de Boca. La bandera de Maxi está nueva, no así su
bote. El bote, curiosamente, se llama “Andrés”.
No sé cuantos kilómetros van de
carrera, repito, es todo igual a un lado y otro, esta me parece es la principal
dificultad de la prueba. Ese manto, esa monotonía, ese todo igual que lima la
cabeza. De repente veo que Vicky se levanta de su improvisado asiento y con la
mitad de un bidón de lavandina comienza a sacar agua de adentro del bote, Vicky
es también una bomba de achique. Ella no conoce al botero. El botero no me juna
a mí. Yo no conozco a Vicky. Vicky no conoce al perro. El botero no conoce a
Vicky. Ahí arriba, el vínculo más fuerte es el de Maxi con su perro. Sin embargo,
Vicky y Maxi van hablando, no los oigo, solo veo sus gestos. Solo oigo mi mano
golpeteando en el agua, a veces mi respiración. Oigo mi voz que dice: “Nada
prolijo, largo, constante”. Cuando Vicky agarra su celular es porque ha sonado
la alarma que indica la hora de hidratación, entonces dice lo que necesito oír:
“Venís muy parejo, a buen ritmo, venís muy bien”. Son apenas un minuto o dos en
el que quedo en sentido vertical respecto del río. Busco con la mirada algo
distinto en el horizonte. Nada. Le digo que cuando lleguemos a Puerto Barrancas
me muestre dos dedos, así sabré que de ahí hasta la llegada me faltan 7,5 Km.
Ese tramo, Puerto Barrancas-Paraná, lo nadé el año pasado. Me tortura no saber
cuántos kilómetros voy, no es que quiera terminar, es simple curiosidad para
administrar energías e ir identificando en mi cuerpo los efectos de los
kilómetros. El río es como una presto barba, a medida que se lo usa va dejando
marcas cada vez mas groseras y poco escondibles. Pero por ahora nada de eso, no
hay dolores crueles, el río esta manso, la temperatura del agua es ideal y la
tormenta parece haberse ido a otro mundo. Pasan los Gatorade, los geles, pasan
los kilómetros, estoy cada vez más solo en el medio de la nada; a diferencia de
otras carreras, no hay cuestionamientos existenciales, no hay nada para
reprocharse, solo nadar y disfrutar. Vicky me hace con sus dedos la “V” de la
victoria, miro a mi izquierda buscando la referencia, saco la cabeza, veo las
barrancas que hace un rato cortaron la monotonía, van 13,5 km, ahora conozco el
tramo final y también el tramo más duro. Allá adelante, donde se ven las torres
de alta tensión, el río se abre otra vez y las energías comienzan a disminuir,
baja la concentración, los brazos ya no responden como antes, los brazos comienzan
a independizarse de mi sistema nervioso central, las piernas me abandonaron
antes y dijeron “cuando vuelvas a La Plata hacenos un service. No va más”; en los
últimos meses las maltraté, el dolor en el aductor es constante desde hace
muchos meses. Con calambres breves y no muy intensos, seguimos, la ciudad se ve
imponente desde adentro del río. En ella nadie sabe que estoy acá, qué hice
para estar, cuánto me esforcé para sentir esto que ahora siento adentro del
agua, qué relación existe entre el deseo y el trabajo necesario para
satisfacerlo.
Nadie sabe, tal vez solo Rancho y yo, sabemos, cuánto fue necesario
para concretar estos 21 km y los 20 km de San Pedro en noviembre de 2018. Nunca
nada resulta como uno lo imaginó, o tal vez sí, pero desde hace unos meses que
me propuse nadar sin tiempo, nadar por nadar, que mis entrenamientos fueran más
largos que esta prueba, buscando un estado mental propicio para sentir esto, y
que eso sea el todo; imaginé esta carrera, su dimensión temporal, la huella que
deja; finalmente llegar, como ahora estoy llegando, tocar el pontón donde
culmina la carrera, oír otra vez al locutor que anuncia los arribos, hacer pie
y volver a caminar, ver que Vicky, Maxi y su perro me sonríen desde el bote, que
el río está así de hospitalario y cariñoso. Así de cierto y de concreto era lo
que estaba buscando. Lo que proyecté en un tierno sueño, íntimo. Lo que
concreté en un arduo aliento. Ahora, el cielo camorrero, se puso amenazante, otra
vez.