Víctor era su risa. Víctor era la mitad de Laura. Víctor era
su risa y su conversar. Hablar lo suficiente, y más, para hacer reír, para
hacernos llorar de risa. Como una misión encomendada. Cuando Víctor se reía era
como si se inventara un mundo sonoro, como si cantaran mil gansos, se le
inflaba el cogote, se tapaba la boca como para que no salga esa locomotora
aguda, esa cosa sonora y ampliada que era su risa y finalmente bramaba. Su risa
era algo a mitad de camino, como un llanto conciente y otro poco como la risa
de Patán. Luego la risa se descontrolaba y el propio Víctor se convertía en
otra cosa, la carcajada lo poseía y en el escalón ultimo de ella solía decir “Y
bue”, o, “En fin” y se acomodaba el pelo. Nada quedaba en su lugar después de
su risa. Cuando se reía desde su casa de Villa Elisa, se la oía incluso desde
el quincho de la abuela Luci, la casa lindante. Atravesaba cercos, subía por
ese palo borracho fenomenal que él mismo había hecho germinar, cruzaba esos 35
metros de parque y llegaba hasta todos nosotros. La abuela decía “¡Víctor!” como
si hiciera falta la aclaración. Esa risa era única. Como lo es la de Julia, mi
hermana. A veces la abuela se reía de esa carcajada, otras no y ponía una cara
como diciendo “Ay esa risa” como aquel día que cantábamos todos juntos, a la
abuela se le había dado por reunir a todos los Oyhanarte, y mientras cantábamos
Víctor hizo algo con la voz, algo raro que la abuela entendió como inapropiado,
ella estaba compenetrada como si estuviera cantando en el Colón. Luego, en ese
instante de silencio que se hace luego de entonar la última palabra de la última
estrofa, Víctor dijo “Se imponía un falsete” Nosotros que habíamos notado el
gesto musical, lloramos de risa ante su explicación, la abuela en cambio (si
mal no recuerdo) le dirigió una mirada lúgubre y acto seguido echo a reír ante
la explicación de Víctor. “Víctor por qué haces eso??” preguntó, y Víctor
repitió, “Se imponía un falsete, Luci”, los brazos echados hacia atrás, sujetándose
una mano con otra a la altura de la cadera, los ojos vidriosos de risa.
Cuando Víctor hablaba era como una misa, por lo largo y por
el silencio de la audiencia. Cuando era chico, una de sus tías, Totaro, le hizo
un babero que decía “Come y calla” El mensaje era claro. Aun así era difícil no
oírlo, no sentirse interesado por lo que decía. Víctor conocía Buenos Aires a
la perfección, sus calles, sus bares, esos rinconcitos soñados, esas cúpulas
imponentes. Podía decirte “En la esquina de tal calle y tal otra había un sastre,
hacían una pilcha ahí…” o “Bueno, en esa calle había un bolichon, hará unos 20 años,
se comía muy bien. ¡Hacían unas tortillllaasss!” Víctor encontraba en la
espesura del relato el motivo del relato, a veces no había un remate, algo
necesariamente graciosos, pero un poco por lo que hablaba, a la cantidad me
refiero, dentro del relato había otro relato igual de interesante y/o
desopilante. A veces en cambio venia en un tono monocorde, sin demasiada
expectativa, un relato chato, y de repente aparecía una ordinariez de las que
sus sobrinos no siempre estábamos acostumbrados a oír. Como ese día que contó
que un hermano suyo se había atado la pija (textual) con hilo para que no se le
notara la erección durante un baile de riesgo en aproximación a una dama.
Nosotros descubríamos mundos en esos relatos, el suyo propio, y el nuestro por
venir. Un día me contó que la noche que Firpo peleó con Dempsey, desde la cúpula
del Palacio Barolo, el punto más alto de la ciudad de la Bs.As de entonces, se
comunicaban con el Palacio Salvo, edificio mellizo en Montevideo, para tomar la
señal de radio dado que el box en Argentina estaba prohibido, así se iban
pasando las alternancias de la pelea. Peleaban en EE.UU pero en Uruguay la
transmisión era legal. Además, según me contó, se había convenido que, en caso
de que ganase Firpo, se encendería una sirena azul para comunicar la victoria a
los porteños, mientras que si el triunfo pertenecía a Dempsey la sirena sería
roja. Historias así de geniales, así de Víctor.
Víctor era ese tío que llevaba las cosas un poco más allá de
lo permitido y establecido, en el vocabulario, en la propuesta del vínculo con
sus hijos y sus sobrinos, sacar temas porque sí solo para conversar eso lo
hacía solo él. Una vez, ya de grande, Víctor le comentó a uno de sus sobrinos
que estudiaba sociología que él había leído un artículo de un biólogo que había
descubierto el gen de la pobreza. Ese descubrimiento daba por tierra con gran
parte de la teoría social conocida. Lógicamente que era mentira, o más que
mentira, era una provocación a Santiago para que él tuviera que refutar el
supuesto descubrimiento, Víctor quería charlar. A Víctor le gustaba tanto
charlar que llegó a decir que iba a poner una pizarra junto a la mesa donde cenaban,
para anotar los temas que tenía para abordar y que eran olvidados, o puestos a
un costado, por la propia conversación/dinámica familiar. En la enorme y
desmesurada pileta de mis abuelos (12 de largo x 6 metros de ancho), Víctor
requería que sus sobrinos e hijos permanecieran cerca de él para poder oír la
conversación y participar de ella. Víctor era un contador de historias. En ese
ajetreo había dos cosas, seguro que más, a las que casi siempre volvía: Perón;
y los trenes. Siempre había una referencia, una circunscripción, que lo llevaba
ahí. Víctor volvía a su infancia a través de la palabra. Alguno podrá pensar
que esto es obvio, a lo de Perón me refiero, en cualquier persona de su edad, y
tal vez tenga razón. Pero resulta que la familia de Laura, su compañera de
siempre, o sea la familia de mi mamá, eran radicales hasta las verijas, tanto
que hay una foto de mi abuelo o bisabuelo Tata, metido en un arroyo del delta
con el agua al cuello y la boina blanca puesta en la cabeza. Entonces para
nosotros, y sobre todo en los últimos años, ese registro de Perón y del pueblo feliz
era algo que a mis primos, sus hijos y a mí, nos unió más a él. Creo.
Víctor me enseñó a nadar, junto con mi papá, me enseñó a
nadar. Víctor y papá, los dos peronistas de la familia. Una historia que ya no
es. Víctor se ponía en la parte baja de la pileta de la quinta de nuestros
abuelos, ese edén, ese hormiguero de gente, ese boomerang de la memoria
colectiva que forjó, en algún sentido, lo que hoy somos, y allí alzaba a sus
hijos y sobrinos, giraba en círculos y con su inequívoca voz tarareaba el vals,
tararararara, ta-ra, ta-ra, tarararara-tará-tará, tararararaaaa-tarara, tararararará.
Y curiosamente, o no, ahora que entre los primos varones cruzamos recuerdos vía
wapp, reconozco en esa anécdota que esa misma melodía es la que yo le canto a
mis hijos en nuestra pileta. Lo hago mecánicamente, sin saber de dónde venía
esa acción, sin saber que era un recuerdo dormido que hoy San me hace reflotar.
Era Víctor el que nos hacía eso a nosotros cuando éramos chicos. Así estas en
nosotros Víctor.
El fin de semana vimos la película Coco, de Disney. La película
muestra en qué consiste el día de muertos para la cultura mexicana bajo el
prisma de una familia humilde, de su propia historia familiar. Allí se ve que
durante ese día de muertos, los vivos veneran a aquéllos para que los muertos vengan
a visitarlos. A diferencia nuestra, todo eso se hace en un contexto de cierta
alegría y por sobre todo se desarrolla como una festividad. Además de lo
emotivo la película tiene muchos méritos argumentativos. Uno que me gusta mucho
es ese que gira alrededor de que incluso los muertos pueden volver a morir, o
mueren verdaderamente solo cuando son olvidados por sus familiares. Vos Víctor
quédate tranquilo, difícilmente puedas ser olvidado por todos nosotros, porque
nosotros te recordamos en todas tus múltiples anécdotas, tu “nneeeennneee” para
llamar la atención de algunos de nosotros cuando estábamos jodiendo demasiado o
estábamos por romper algo. Víctor no nos retaba, no recuerdo haberlo visto de
mal humor o fastidiado por algo. Apenas tenía una maldad, un rasgo de malicia
cuando describía físicamente a las personas, para ello había un lenguaje propio
inventado por el él y su familia, ojipulgui para referirse a alguien que tenía
ojos diminutos, o “esta para rajarlo con la uña” cuando alguien había engordado
de golpe. Pero prevalecen “bublisiusss” cuando cantaba un pájaro determinado
que la memoria familiar no alcanza a recordar, o el día que cantando en aquella
reunión familiar, en medio de la canción vos cantaste “duuuuu”, llamando la
atención de todos nosotros y provocando nuestra risa, después lo hacías a cada
rato y la abuela Luci volvía a poner cara de que estabas arruinando la canción.
Ese “duuuu” era algo que Martín Carrasco hacía en el coro para joder a la
profesora, la nota marcada era do, y el cantaba “duuuu”, según contaste. Pero nada
más que eso. Cosas así, pícaras, como de película italiana. Víctor era un buen
tipo, tal vez el tipo más bueno, querible y adorable que haya conocido. Haberte
conocido hizo nuestras vidas más alegres. Y a tu hermosa familia, feliz.
Víctor y Laura eran como una sola cosa, iban y venían juntos
hace 48 años. Víctor fue quien presentó a mi mamá y mi papá cuando estudiaban
en la universidad. Laura y Víctor va todo junto, se pronuncia de corrido como
Vicente López y Planes, como Mar Azul, todo junto, como un lugar al que se
refiere, una cosa, Tafí del Valle, ellos dos, uno, una entidad y la gente
entendía. Laurayvíctor. Laura y Víctor se dice, no se dice Víctor y Laura, que
quede claro. Laura y Víctor charlaban, cómo charlaban, aunque ahora que lo
escribo pienso que en la familia Carrera-Oyhanarte, el verbo que se usa es
conversar. Lauta y Víctor conversaban, se divertían, iban a Bs.As a pasar una noche
allá, iban al cine, y a cenar. Víctor era un tipo que veía cine de una manera
compulsiva. En su momento cuando apareció Videomanía, debe haber sido de los
que más alquilaba, sabía un vagón de cine, se le podía preguntar cualquier
cosa, “Víctor te acordas esa película en la que trabajaba Marcello
Mastroianni en la que él tipo bla bla
bla –uno le contaba el argumento-, como se llamaba??” Y por ahí no en el momento
pero al rato te decía, “Ignácio –Víctor acentuaba la a- se llamaba Los
desconocidos de siempre” Cosas así. Eso hacía que Víctor recordara frases o diálogos
de película, pero su imposibilidad para los idiomas lo trampeaba y reproducía
las frases según lo que él oía, lo hacía como podía, no lo que el actor decía,
entonces tenía frases como latiguillo, “what so mari with you”, o “Is enivary
here??” Por Dios!!! Decías que te ibas a ir a Italia y que como no sabías el
idioma te ibas a llevar imágenes, fotos, recortes de las cosas que podías
llegar a pedir para mostrarlas cuando fuera necesario y el idioma una
imposibilidad: un café, una pizza, unas pastas. Te imagino sacando recortes en
un restaurante. Qué absurdo Víctor!!!
Víctor amaba el buen vino, se acercaba y de la nada te decía
“Ignacio, la semana pasada probé un vino de bodegas Ruiz Casal, muy bueno”
Quería charlar. Laura y Víctor llegaban juntos a los cumpleaños, en los últimos
años a Víctor, como a todos, se le dio por la cerveza artesanal. Le gustaba
tomar y Víctor tomaba. A eso de las 16 o 17 horas, cuando el común de la gente
deja de beber y los primeros mates circulaban entre pasta frola y tarta de coco,
uno se le acercaba para ofrecerle, le decías, “Víctor, más cerveza??” y él con ese
elogio de los movimientos mínimos decía “Bueno, un vasito” y extendía el vaso. Tomaba
a la par nuestro. Hace dos años me escribió de la nada, “Hola, soy Víctor.
Pongo dinero para alquilar una chopera para el cumpleaños de Mariu. Saludos” Un
capo.
Víctor murió el sábado a las dos de la tarde, se fue
apagando, lento, cansino en el andar, medio como siempre, medio sin llamar la
atención, salvo por su risa, tenía 77 años y no aguantó el cáncer que lo
devoró. Se fue sin escándalos y sin tragedias, creo que hasta en eso has sido
vos. Saludaste a los tuyos y te fuiste. Sin embargo estas inquieto acá, en el
pecho izquierdo como dice la canción, en la memoria rebalsada de anécdotas y en el eco de tu risa, la risa de todos pero
sobre todo la de Laura. Y así te vas, lerdo, rodeado de tu familia, adentro de
un cajón sobrio, llorándote todos, extrañándote ya, reprochándonos el
campamento que hace tres años no logramos concretar para emular aquél gran hito
familiar que fue el campamento en Punta Indio. Con esa carraspera, caminando, suena el ruido de los tilos del cementerio, crujen las llaves colgando
de tu jean flaco, camino al cielo Víctor, seguro, porque no hay donde más cobijarte
y no mereces otra cosa que paz, amor eterno y la memoria ardida.