Por Nacho Fittipaldi
El adolescente de gorrita y capucha viaja en un vagón contiguo
al mío. Desde mi asiento lo veo nervioso, mueve los dedos como cuando un pianista repasa su ejecución antes de la noche de gala, sus manos son su herramienta. Los pasajeros
viajan distraídos, esa es su ventaja. El tren tiene doce estaciones intermedias
entre Villa Elisa y Constitución, cada una es su oportunidad. Los celulares son
la perdición de la plebe, todos desean uno mejor que el que tienen, las empresas de telefonía móvil brindan tantas opciones como subjetividades hay en el universo. Micaela lleva consigo un celular último
modelo que está haciendo babear al chico encapuchado. Él la tiene en la mira. El
tren llega a Ezpeleta, las puertas se abren, Micaela mira su celular acaso como
si algo novedoso encontrara allí. Las puertas del tren eléctrico se abren y
cierran con la misma frecuencia, siempre. El muchacho tiene ese tiempo
registrado en su cerebro como una contraseña bancaria. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho, nueve…Se pone de pie con una plasticidad digna de ser
captada por una cámara para advertir los curiosos ángulos que ahora conforman sus miembros. Da dos pasos, quita el celular de las manos de Micaela, se dirige a
la puerta, once, diez, nueve, ocho y está afuera. La puerta cerrada, él sobre el andén,
Micaela adentro mirándolo por la ventana. Casi sin indignación. Él ni siquiera
corre, no hace falta, el tren es el que huye, toma envión y se esfuma. Casi nadie ha
visto nada.
Al día siguiente subo al mismo tren, elijo un asiento de los
del medio, los que más distancia tienen con las puertas. Miro a mí alrededor buscando
posibles “descuidistas”. El tren presenta la mitad de los asientos mirando
hacia un lado y la otra mitad hacia el otro, detrás mío queda una mitad, como
el lado oscuro de la luna, a la que no puedo ver. La formación arranca, toma
velocidad. En estos trenes nuevos el silencio es novedad. Miro por la ventana,
leo, observo todo. No hay sitio donde estarse tranquilo. El conurbano es una
cartografía que requiere atención. El tren frena en la estación Bernal. Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, siento en mi brazo ese
tirón que reconozco de la pesca, cuando el pez toma la carnada y el anzuelo,
intenta huir pero está parcialmente sujeto a esa punta que le ha perforado la
carne. El chico con capucha me ha pescado, huye hacia la puerta, diez, once,
doce y está afuera. Entonces grito “¡Te lo regalo! El joven mira sorprendido. "El libro que
me sacaste te lo regalo" repito. El muchacho mira su mano y ve que ha hurtado un
libro y no un celular. Esta sobre el andén, el tren se va, él no corre ni huye,
al mirarme levanta el libro en lo alto, como un trofeo de guerra. O como
sugiriendo que lo va a leer.
1 comentario:
Jaaa, muy bueno Nacho, muy buena crónica
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