19 sept 2013

Miserias


Por Nacho Fittipaldi

La primera clase transcurre entre las 09 y las 11 Hs. La segunda, entre las 11 y las 13 Hs. En mitad de la primera el profesor siente ganas de ir al baño. Son ganas de lo segundo, no de lo primero. Esto siempre es un problema cuando no se está en su casa, y mas para las mujeres que para los hombres. El problema no es ese, ya lo ha hecho en la facultad, otras veces. El conflicto real es el tamaño del habitáculo que han destinado para poner el inodoro. Él, apenas cabe allí. Por suerte, en el día de hoy ha decidido pasar una película que sirva como cierre de la unidad número uno. Eso le permite cierta elasticidad en la utilización de los tiempos, en caso de que decida salir de excursión.
El inodoro está ubicado en un habitáculo de un metro por un metro, sin exagerar. Cuando ingresa debe hacer las cosas con la metodología necesaria. Al abrir la puerta ya se topa con el inodoro que esta a tan solo, diez centímetros de la puerta, lógicamente la puerta abre hacia afuera. Entra, pone la traba, toma aire e inicia la cirugía. Debe sacarse el abrigo, apoyarlo en la mochila del inodoro, es obvio que no hay gancho para colgar abrigos. Luego, y de parado, conviene ir sacando la cantidad de papel higiénico que cree, va a utilizar. Entre el retrete y la pared no caben sus pies, se baja el pantalón de parado, gira, su nariz casi, casi, toca los azulejos. Se sienta, pone sus pies en los laterales del inodoro, esta posición estira los elásticos del calzoncillo, ahora parecen una bombacha súper elástica. Hace caca, se higieniza haciendo movimientos mínimos, si lo vieran allí acurrucado, los movimientos d elos brazos semejan un mimo callejero. Vuelve a la vida de dimensiones normales. A menudo piensa en el contorsionista que diseñó aquél bajo fondo. Pero hoy es distinto.
Al llegar al baño ve que las puertas de los compartimientos de los inodoros están sin sus picaportes. Esta es la manera informal de inhabilitar los inodoros. En el aula, la película sigue corriendo. La necesidad y el deseo de cagar van en aumento y son proporcionalmente directas a la cercanía del sujeto con el baño, por lo tanto, al llegar al baño prácticamente se está cagando encima. Cuando ve las puertas sin picaportes siente que es el peor año de su vida. ¿Qué hago? –piensa. <<Me cago en Bergoglio>> –masculla. Evalúa la posibilidad de hacerlo en los mingitorios pero se da cuenta que es una locura de mochileros. La única posibilidad es utilizar el inodoro para paralíticos. Se dirige hasta el fondo del baño, hace correr la puerta y ante sus ojos ve el paraíso, ve que el inodoro luce blanco, inmaculado y entronado como un volcán. El baño está en el primer piso y no hay forma de que un paralitico llegue hasta allí arriba dado que, el mismo cráneo que pensó el cubículo donde está el único inodoro, no diseñó mecanismo alguno para que un paralitico acceda al primer piso del edificio. El profesor evalúa la posibilidad de cagar allí, analiza la situación, ya ha perdido valiosos minutos que, al sumarle los que le llevará defecar en relativa paz, harán evidente ante sus alumnos que ha salido de la clase para ir a cagar al baño. Lo que más lo aflige es otra cosa. La puerta es corrediza, no tiene traba y la hoja de la abertura es como de un metro y medio de largo. Luego, la distancia que hay entre el inodoro y la puerta son lo suficientemente extensas como para no poder impedir, con sus brazos, que la abran en caso de que alguien elija ese retrete para hacer pies, en vez de los mingitorios destinados para ello. Al abrir la puerta lo verían allí, con los pantalones bajos, humillado, defecando en hora de clase, balbuceando un obsoleto y desesperado <<¡¡Ocupado!!>>. Esta hipótesis aumentaría en gravedad si además el alumno que abriera la puerta, fuera un alumno actual. O incluso uno del primer semestre del año que lo reconocería de inmediato. ¿Qué postura asumiría él, frente al <<Hola profe>>, del imberbe? Por todo esto asume que es una pésima idea y regresa a clase, devastado psíquicamente.
Al volver, los alumnos persisten en esa  tesitura de aburrirse ante cada cosa. La película transcurre y el hecho de no tener que sostener la atención del dictado de una clase común, solo colabora en la concientización de que se está re-cagando. Termina la primera clase. Comienza la segunda y todo es para peor. De repente, un rayo de luz ilumina su estado.

Vuelve a salir de clase, como un prófugo se dirige al kiosco de la facultad. ¿Qué va a llevar profe? –pregunta la muchacha-, <<Nada –responde él-. ¿Tenes cinta aisladora, me la prestas?>> Toma la cinta y se dirige al baño con la breve ilusión de que los picaportes hayan sido restituidos a su país de origen. Ingresa al baño, ve que el mundo sigue igual. Saca la hoja que lleva doblada en el bolsillo, busca la lapicera en el otro, recuesta la hoja y escribe en letras mayúsculas, gigantes, <<CLAUSURADO>>. Recorta unos diez centímetros de cinta, la apoya sobre la hoja en sentido horizontal y se dirige al inodoro de paralíticos. Cierra la puerta corrediza del lado de afuera, apoya la hoja justo al lado de la moldura desde donde se abre la puerta y pega la hoja allí. Ese inodoro, ahora esta CLAUSURADO. Abre la puerta, ingresa. Cierra la puerta, él queda dentro del baño, el plan está en marcha. Entonces se baja el pantalón, se sienta sobre el volcán inmaculado, el corazón es un terraplén acribillado de caballos galopando, deja que su cuerpo dicte el tiempo de la necesidad. Caga. Culmina. Y alcanza a percibir ese leve sentir placentero, que produce superar las grandes dificultades.