Por Nacho Fittipaldi
El viernes por la noche habíamos decidido ir a comer con Pao al restaurante peruano que una enfermera peruana del Hospital San Martín, donde ella trabaja, le había recomendado. La verdad es que se come fenómeno y para todos los que quieran ir les paso la dirección, queda en calle 58 entre 7 y 8.
Pao tiene una amiga que es un personaje a la que le ocurren cosas inverosímiles y a la sazón, psicóloga. Ella tenía que devolvernos la carpa que le habíamos prestado y como además coincidimos en el destino elegido para veranear, Colombia, la invitamos a cenar pensando en intercambiar alguna información sobre nuestro inmediato viaje. Vale recordar que la última vez que cenamos los tres juntos, hace dos meses atrás, en una parrilla cerca de casa, la cosa termino mal. En medio de la noche un grupo de pibes no-chorros, destruyó el local a fuerza de botellazos, meta desmesura, puro bardeo, tirando platos al piso como un casamiento griego, y la heladera cargada de bebidas tambien al suelo, en aquella noche que, como la del viernes pasado, era caliente, con todo el asfalto y su reserva térmica contenida durante todo el día, asumiendo los 37° de la tarde inmediata.
Después de tomar unas cervezas que acompañaron dos ceviches, de pescado y de mariscos, y una Jalea Real, luego de charlar y que de manera algo insólita, la cerveza se acabara en el restaurante peruano J´Jireh, decidimos ir por otras cervezas en algún bar de esa zona que no es muy concurrida durante la noche. Más que nada porque allí florecen los bares que trabajan en horario de oficinas públicas. Así llegamos caminando hasta la esquina de calle 7 y 56 en donde por curiosidad, o destino, hay un bar que se llama Oporto. Elegimos una mesa de las de afuera por dos razones muy concretas; estaba fresco y además porque adentro transcurría un show de dudosa factura. Desde afuera se escuchaban canciones cantadas por un pibe que como no podía ser de otra manera vestía camisa negra, jeans azul, zapatillas blancas y claritos en el pelo. De su boca salían temas de las autorías más variadas: Marco Antonio Solís, Los Fabulosos Cadillacs, Franco De Vita, Franco Davin, y el hoy por hoy ineludible Michel Teló y su pegadizo Ai se eu te pego.
Afuera la noche estaba tranquila, los Tilos se meneaban con la brisa del viento, nosotros íbamos y veníamos sobre temas tan serios como intrascendentes sin que nada pareciera identificar con claridad, unos y otros. En uno de esos momentos nuestra amiga cuenta el relato de su participación en un cumpleaños de quince organizado con mucho esfuerzo económico y otro tanto de imaginación, por una familia pobre de Lanus. Ella trabaja como psicóloga en una de las unidades sanitarias de esa ciudad, en un barrio pobre, o como dicen los periodistas de ahora, “un barrio con necesidades.” La madre de la nena, enfermera en la unidad sanitaria, la ha invitado y es codigo de buena gente no desplantar a la familia con una ingrata ausencia.
Por la vereda, de frente a mí y con cara de estar por cruzar a pie la General Paz a las 18 Hs de un viernes cualquiera, veo llegar tres personas hasta el bar Oporto. Un hombre de unos 55 años de edad, su mujer y su hija (o hijastra) con cara de ser virgen y vivir aún con sus padres. Aunque su rostro decreta 38 años clavados de edad. Tienen pinta de ser gente de campo y pedirán una pizza, dos gaseosas y una cerveza Quilmes, lo cual es evidencia suficiente para demostrar que son de campo. Cruzan calle 56 con cara de <<me gané el Quini 6 y perdí el comprobante de la jugada ganadora.>> Se sientan en una mesa lindera a la nuestra y pese a las diferencias que prejuzgo, ellos también eligen obviar el bochornoso espectáculo musical que hay adentro. Pero la mesa que escogen tiene dos sillas y ellos son tres. La moza sale en búsqueda de esas clásicas sillas de exteriores, esas de caño, plegables que tienen respaldo de lona y que llevan impresas una publicidad de cerveza y que por rutina acompañan mesas con patas también de caño con sombrilla y la misma publicidad de la misma cerveza, o gaseosa. Nuestra amiga cuenta que la quinceañera ha entrado en un carrito de rulemanes, como si fuera un cajón de fruta vestido, tirado por una soga y remolcado por sus tres hermanos que trajeados de punta a punta, depositan la, digamos, carroza, en el centro del salón. De adentro de algo que simula una rosa, sale Daiana hecha una reina. Ahora es la adolescente más feliz del mundo y su familia acompaña esa grandiosidad de la vida, los invitados se rompen las manos en aplausos y gritan palabras bellas. Su vestido también brilla.
El show ha llegado a un descanso, la voz del muchacho lo necesita y a nosotros no nos cae nada mal. Todos los fumadores de la sala salen a la vereda a fumar, ahora las voces en la calle le ganan poco a poco al silencio de la ciudad. Algunos parados, otros sentados en las mesas hasta recién desocupadas de la vereda, comentan el grandioso show que está dando su amigo. La tercera silla que traen no se abre fácilmente, parece que está trabada y la moza con sus brazos minúsculos no alcanza a desplegar aquel bollo de caños encriptados. El hombre de campo que ha permanecido de pie, le ofrece su ayuda ante la impotencia de la muchacha que finalmente se rinde, no sin antes intentar juntos desplegar la silla. Ambos hacen fuerza con un mismo objetivo. El resto de los hombres observan incrédulos la mecánica de lo movimientos. Cuando la silla comienza a ceder, los caños dejan de ser arrumbados, obsoletos minerales y la forma de la silla va ganando claridad. De pronto un grito se escucha despacio, como queriendo gritar un canto reprimido pero urgido.
- ¡¡Para, para!! Me agarraste el dedo.
La silla está abierta en el aire, la moza ha quedado de frente al hombre de campo y la silla se interpone entre ellos dos que, hasta recién, cinchaban para el mismo lado. La mujer y su hija virgen se paran y se ponen al costado de la silla. Hay que cerrar la silla para destrabar el dedo, o sea hay que volver a plegar la silla para que aquel pequeño incidente pase a ser una mala anécdota urbana.
- Pierdo el dedo, pierdo el dedo -grita preocupadísimo el hombre de campo.
Entonces todos los fumadores se agolpan junto al hombre de campo para ayudarlo, ahora son trece personas, trece voluntades dedicadas a la solidaridad más absurda. Yo inmutable. La moza debe sostener la silla en alto, si la bajara, el hombre de campo estaría obligado a ponerse en cuclillas pues su verticalidad ahora tiene a la silla como parte integrante de aquella.
- Pierdo el dedo, pierdo el dedo -insiste.
El bar Oporto no está lleno, ni mucho menos, pero ahora todos miramos la escena independientemente de nuestro vínculo con el cantante, con el hombre de campo, su mujer, la hija virgen, la moza y la silla. Los fumadores tensan la silla en vez de plegarla, acaso para entorpecer todo aun mas y para refutar aquello de que cuatro ojos ven más que veinte y siete.
- No, no, así pierdo el dedo –rebuzna el hombre de campo que bastante tenía con la sequía de estos días.
Entonces los fumadores comprenden que la mecánica necesaria es la inversa, ahora pliegan la silla y al fin el dedo queda liberado de entre los caños, no del dolor. La moza no sabe cómo pedir perdón, el hombre de campo repite por si no lo hubiéramos escuchado que él creía perder el dedo. La moza apoya la silla en la vereda, él sujeta la mano con su otra mano mientras el dedo amorcillado cuelga del aire.
El show esta continuando, el hombre de campo se dedica (con un dejo irritado en su rostro) a comer la pizza de mozzarela, mientras nuestra amiga relata sus desventuras con la natación.
3 comentarios:
gritar "pierdo el dedo" por un simple pellizcón es como gritar huyendo como un cobarde "ahí está la rata" simplemente porque cuatro o cinco hojas de la enredadera se movieron al unisono.
bueno, muy bueno, je...
Entiendo que viene al caso del relato presentar al muchacho como un hombre de campo, pero voy a decirte que pedir pizza con gaseosa y cerveza Quilmes no es ningún indicio de serlo... jeje
Contás lindo.
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