Por Nacho Fittipaldi
El
río es relativamente angosto para los barcos que cobija. Además de los puentes,
los veleros, los silos y sus recovecos apostados en cada curva y contra curva, estoy
yo. Son 7 kilómetros nadando por el río Quequén Grande, hasta la desembocadura
en el océano. Luego 3 kilómetros más en el mar hasta llegar a la meta. De ahí el
nombre de la carrera: Ríomar 10 km. Así como un matrimonio tiene un momento de
esplendor y luego puede ser un fastidio, esta prueba se divide en exactamente
dos partes: esplendor y fastidio.
Esplendor
El río es hermoso, corre veloz y sinuoso entre
puentes colgantes desde donde la gente saluda y alienta. Los fierros viejos,
retorcidos, son apenas un vestigio por donde se cuela la historia de un país. Los
silos y los buques aguardan el momento de cada cosecha, la carga, la estiba,
navegar mar adentro, Asia como destino. Algunos buques oxidados, inclinados sobre
el agua, semi hundidos, esperan la condena final de barro y olvido. Sobre la
superficie voy en un estado que es desde que encaré este objetivo, allá por
septiembre, el más pleno. Un nado largo, muy largo, bien técnico, y sin pensar
en el cronómetro, voy agarrado pero disfrutando cada brazada, busco mejorar el
recorrido de mi mano debajo del agua, como si pidiera aferrarme a ella, patear
lo justo y necesario. Busco un ritmo que pueda sostener en los 21 km de Paraná que
nadaré dentro de un mes y medio. En cada brazada trato de quedar suspendido en
el aire para que mis ojos capten todo lo que quiero contar. Voy pensando en qué
escribir. Viene a mí la letra de Fernando Cabrera: “No hay tiempo, no hay hora,
no hay reloj”. Pienso en esa frase, hoy quiero eso: nadar sin tiempo. Simplemente
buscar sensaciones y que esas sensaciones sean producto de una manera consciente
de nadar. Estar. Clavar el tiempo en un árbol y que solo quede nadar. Es
maravilloso lo que sucede: respiro cada dos brazadas hacia la derecha, veo
barrancas, árboles y pasto, el agua es verdosa. Respiro con la misma secuencia,
pero ahora busco oxígeno hacia la izquierda y veo veleros anclados en el medio
del río, paso entre medio de ellos y hago la curva que el río impone. Me
pregunto dónde están sus dueños que no están navegando, o tomando mate mirando
la carrera y al cielo. Cada tanto cambio la frecuencia de respiración y ahora
respiro cada cuatro brazadas. Mientras avanzo vuelvo sobre la canción, intento
continuar la letra, pero mi cabeza, o mi memoria, repiten una y otra vez la
misma frase, que a veces intercala con otra: “Acá en esta cuadra viven mil,
clavamos el tiempo en un cartel, somos como brujos del reloj, ninguno parece
envejecer”. Pienso en este hermoso destino de estar acá, de haber estado con
frío esperando la señal de largada con el agua a la cintura, en haberme
desvelado a las cuatro de la mañana oyendo el viento y la lluvia, temiendo que
la carrera se suspenda, o que nademos en pésimas condiciones. Anoche llovió,
pero la tarde había sido espléndida y el mar planchado permitió probar la
temperatura del agua, la deriva, su potencia. Llevo los brazos bien adelante y,
mientras nado, pienso en una secuencia que se repite en cada carrera. Hay un
mecanismo que hace que me olvide de lo que estoy haciendo y que mi mente vuele
mas allá, el pensamiento va a cualquier sitio, al pasado, al futuro, a los
afectos, al deseo, la reflexión, el anonimato. Muchas veces fantaseo con que
alguien que no hace natación pueda venir al lado mío nadando, toda la carrera,
y que pueda sentir lo que siento, vivir conmigo, hacer colectivo algo que se
ejecuta en soledad, y que eso sea como una conversación larga y
descontracturada. Para entonces, cuando mi mente regresa, ya ha pasado gran
parte de la carrera. Esa desconexión me permite nadar sin tiempo y sin
sufrimiento, no quiere decir que después no duela todo, simplemente que no hay
sufrimiento en la persecución del objetivo. Las carreras de fondo se me hacen
cortas. Mientras esto sucede llego a los 6 kilómetros, lo sé porque allí está
el puesto de hidratación, tomo agua y como un gel con cafeína para reponer energías.
Desde acá falta un kilómetro de río y luego tres de mar. Esta parte de la carrera
se pone apenas un poco más dura porque el agua de mar comienza a ingresar al
río, se siente la salinidad del agua en los labios y en la boca. Ingreso al
puerto, los barcos son grandes, están a un lado y otro del río. “No hay tiempo,
no hay hora, no hay reloj”. Estoy feliz de estar nadando así, siento que puedo
estar horas y horas nadando de la misma manera, sé que es una ilusión, me
siento pleno. Resta llegar a la punta de la escollera norte, ver a los lobos
marinos nadar junto a mí, después el mar abierto, continuar lo más prolijo posible
y vislumbrar la llegada, después los abrazos, recuperar la vitalidad corporal.
La satisfacción de haber nadado una buena distancia en aguas abiertas.
A
los 6,5 kilómetros el oleaje del mar ingresa al canal de la desembocadura y hace
que el nado ya no sea ni tan sencillo, ni tan cómodo, ni tan placentero. La
punta de la escollera se ve a lo lejos y tarda en llegar. Como un rezo repito
todo lo que vine haciendo hasta recién. Respiro a un lado y a otro, miro hacia
adelante buscando referencias, hay tramos en los que respiro cada cuatro
brazadas, cambio la frecuencia de patada buscando pensamientos y sensaciones
distintas, saco la cabeza para respirar y al lado mío los ojos de un lobo
marino gigante me hacen pegar un cagazo de novela, el cráneo de este bicho es
dos veces el mío. Se hunde y pasa por debajo, la velocidad con la que ejecuta
esta pirueta es como si un motor lo propulsara mecánicamente, el agua es
trasparente así que puedo verlos pasar por debajo de mí, o nadando a un costado
en tramos muy cortos. Son curiosos. Llego a la punta de la escollera, giro
hacia la derecha, los edificios de la ciudad de Necochea a los que hay que
apuntar están lejísimos, ayer desde el continente, la escollera se veía
relativamente cerca. Una pavada.
Fastidio
Sigo
pensando en los lobos mientras pasan los metros ya en mar abierto. Para mi
sorpresa, el oleaje que sentí adentro del canal, no solo no disminuyó, sino que
ahora se convirtió en un movimiento corto y constante. No hay manera de nadar
en línea recta, aspecto fundamental en mar abierto para no ir viboreando y
sumando metros innecesariamente; estoy a unos cuatrocientos metros de la costa
y no veo nada. Nada es nada. La canción comienza a quedar atrás en la memoria.
Al mirar mi cronómetro veo que el tiempo en el que creía concretar la prueba me
tiene a mí en mitad del mar, sin referencia alguna y sin poder divisar ninguna
de las boyas que me guíen hasta la meta. Estoy solo en medio de esta
inmensidad, nadando sin avanzar, sintiendo que toda la parte del río quedó muy
lejos. Siento que nadar es una mierda. Pienso que, si en unos minutos no
aparece la boya, o alguien que me guíe, voy a tener que abandonar la prueba.
Sigo nadando como puedo, no estoy cansado físicamente pero no hay manera de continuar
si no puedo avanzar. El oleaje castiga una y otra vez. Cada tanto intento ahuyentar
los pensamientos negativos que me invaden, trato de concentrarme en el plano
secuencial, tal vez esté cansado y cometiendo errores; van dos horas y media de
carrera, después de todo sería muy normal que así sea. Comienzo a nadar
técnicamente prolijo, siento que avanzo, que mejoro, que voy para adelante, pero
esta sensación dura pocos metros, los edificios siguen muy lejos. Avanzo de a
tramitos en medio de esta nada. Siento que voy a llegar último. Siento que no
voy a llegar. Tengo las axilas, las muñecas y el cuello lastimados por el roce
del cuerpo contra el propio cuerpo, la sal y el sol; la gorra de silicona es
una guillotina en mi nuca. Todo comienza a arder ante cada movimiento, sea para
respirar, para mirar hacia adelante o para hacer el recobro subacuático, los
hombros están intactos y las piernas van dormidas. Por fin aparece una lancha que
corrobora lo que suponía: estoy perdido. Me indican la boya, tengo que nadar
contracorriente unos trecientos metros. A esta altura ya no me importa nada de
lo que me importaba cuando inicié la carrera. Solo quiero llegar, es mi único
objetivo, quiero dejar la natación para siempre. Pero no es que quiero dejar de
hacer aguas abiertas, quiero dejar de nadar y hacer pilates. Voy para adelante
como puedo. Mi estado físico, mi cuerpo (inercialmente) me salvan de mi mente.
O no. Avanzo poco a poco, los edificios ahora lucen a una altura similar a la
real. Llego a la boya, saco la cabeza, veo la manga de llegada, un montón de
gente aplaude, sigo nadando, busco apoyo en la arena, hago pie, camino, respiro
hondo, miro mi cronómetro: 2, 42 horas. Suspiro, corto el tiempo, solo en el
reloj, vuelvo a la canción: “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj. No hay
antes, ni durante, ni tal vez. No hay lejos, ni viejos, ni jamás. En esta
olvidada invalidez”.
El cuerpo no duele, las sensaciones feas sí, duele haber pensado en abandonar, duele no avanzar, duele para siempre todo eso. Sé que ese dolor va a cicatrizar. Llegué. El mar me trató con crueldad. Fue la peor carrera de mi vida, entre muchas. Hechizado por el reloj me sobrepuse al tiempo, en ese instante en el que la deriva rotaba para ponerse de punta contra mí. Fue una carrera desigual, como siempre, contra el tiempo.
*Esta crónica recibió el primer premio en la tercera edición del Concurso de Literatura Aurora Venturini en la categoría Narrativa.