Por Nacho Fittipaldi
07,30 AM, mi hijo Sabino de 7 años se mete en mi cama
y dice con un tono de voz que no podría afirmar fuera de tristeza, pero sin
duda no era el habitual "¿Viste lo que le pasó a Cristina?" Jugando
al distraído respondo que no, re pregunto, qué pasó. Siento el peso de su
cráneo sobre mi pecho y la temperatura de su cuerpecito sobre mi brazo
izquierdo. Se mueve debajo del acolchado, no responde, duda. Algo lo inquieta.
"No sé cómo explicarlo. Le pusieron una pistola en la cabeza a Cristina,
pero la bala no salió" Lo explica perfecto. El silencio de la habitación
es como el de un cine sin uso. Me entristezco. Entonces lo estrujo y le pido
que me dé un beso. Dice que no, juega al distraído. La suavidad de su piel es
superior a todo.
Mi cabeza recrea el episodio. ¿Y si la bala salía?
Pienso
Vuelvo sobre el instante en el que veo la imagen en la tele en modo mute. Una
pistola a cinco centímetros de la cabeza de Cristina. El videograph dice ALERTA,
pero durante largos segundos no informa qué pasó. Ella se lleva la mano a la sien,
le dispararon pienso, pero la parsimonia de la custodia me hace confundir sobre
el sentido general de la escena. Si le acaban de disparar la actitud de la
custodia no puede ser tan raquítica. Finalmente, cuando llego al control remoto
subo el volumen y logro comprender lo sucedido, pero no concibo la dimensión
del episodio. En ese punto, Sabino y yo estamos en la misma.
Desde las 21 horas hasta las 02 AM miro una y otra vez la imagen, desde un
plano, desde otro, la bala no sale, en cámara lenta, en velocidad normal, ella
se toma la cabeza como si la hubieran escupido y en esa pequeña porción del
cráneo donde el aire toca la tintura rojiza, debería haber un plomo como final
de la historia. De tanto mirar la incomodidad inicial, esa perplejidad, el pavor
se van apagando y me gana una idea extraña, hollywoodense, histórica, cruel,
definitiva. Pienso: la bala debería haber salido. Como en una especie de advance
histriónico pienso en ese ejercicio virtual, es solo un recurso.
Quizá de esa manera esos que el viernes, desde los
Estados provinciales dieron la orden de abrir las escuelas, los hospitales,
municipios, mantener la administración pública “activa y abierta” en vez de
alerta y movilizada, entenderían el desmesurado entuerto en el que estamos.
Solo con la muerte como espejo esos que ayer dieron quórum en diputados para
luego retirarse y demostrar así a lo que están jugando, frenarían. Esos que hoy
a esta hora están mirando la reacción de los mercados, remarcando precios
preventivamente, buscando en los vericuetos de la intelectualidad, o en las
fallas de la custodia, explicaciones a un odio profano, entonces y por fin comprenderían.
Pero nosotros sabemos de sobra que la muerte de
Cristina no solucionaría el problema de fondo de este país, ella sencillamente
lo encarna, lo enuncia, lo explicita como nadie, lo (se) expone brutalmente. La
bala debería haber salido. Así podrían reconocer la dimensión de lo muerto, la
inmaterialidad de lo matado. Miro la imagen una y otra vez y pienso que la bala
va a salir en el mismo registro que uno ve la repetición de un gol pensando que
la pelota no va a entrar. Y allí la historia gira. Pero con Cristina muerta la
historia no cambia. La grieta no es de hoy, hay muchas grietas y siempre un
mismo sentido para interpretarla, se las rastrea fácil en la breve historia
argentina, en el siglo XVIII, XIX, XX y también en el XXI. De lo que sí estoy
seguro es que esa bala, sí salía, cambiaba muchas cosas, elementales y
evidentes pero una muy contundente en el metro cuadrado de mí intrascendencia.
Sí esa bala salía Sabino hubiera venido a la cama y me hubiera dicho “Mataron a
Cristina” y eso lo hubiera cambiado todo. Porque un nene de 7 años no puede comprender
el odio, pero sí puede concebir la muerte.
Íntimamente siento que hoy, domingo, estamos peor que el
jueves antes del atentado porque el ariete mediático, empresarial, judicial y político
sigue funcionando como si nada hubiese pasado, e incluso, buscan
responsabilidades allí donde deberían hacer llegar una cuota oportuna de afecto.
Siguen gatillando, infinitamente. Hasta que la bala salga.