Por I Fittipaldi
Miércoles por la mañana, interminable reunión
de cátedra que se extiende hasta las 12 AM, casi tres horas de reunión.
Productiva, pero larga. A esa altura les digo a Piero y Sabino que ya basta de
jueguitos, lo enuncio en tono casi de enojo, pero en verdad es impotencia. ¿Qué
pueden hacer ellos si durante tres horas dejas de prestarles atención? Falta
organizar el almuerzo, hacer las compras, volver y hacer la comida. Que se
laven los dientes, digo. Que se pongan ropa digna, ordeno. Salimos.
La entrada y estadía en el súper es tan caótica
como breve y dispendiosa. Se van $3550 en tres boludeces. La pandemia nos hizo más
pobres. Salgo con tres bolsas, todas infames, los nenes siguen gritando como si
ingresaran a la jungla mientras la calma de la mañana se extiende al mediodía.
Abro el baúl, guardo las bolsas, los nenes abren sus puertas, suben, se atan
los cinturones. Hay método. Ahí al costado, viendo la vida pasar, el pibe de la
carnicería apura un cigarrillo. Es el único carnicero rubio en la historia de
las carnicerías bonaerenses. Lo saludo y sin embargo veo un rostro adusto que
devuelve apenas mi “Hola, cómo va”. Voy hasta la puerta del conductor y cuando
vuelvo a mirarlo él lleva el dedo índice sobre su ojo y me hace el gesto de “ojito”.
Luego de eso gira sobre sí y recorre los metros necesarios hasta perderse
dentro de la carnicería donde me proveo de proteína vacuna. Subo al auto algo
aturdido, como no creyendo lo que acabo de ver o, al menos, con toda la
sorpresa que me genera lo que acabo de ver. Cierro la puerta y ya adentro Piero
pregunta:
- ¿Por qué te hizo “ojo” ese chico?
Sin responder, bajo del auto y me dirijo a la
carnicería. Entro, una mujer pide carne para milanesa, los carniceros la
atienden mientras el rubio guarda un encendedor en su bolsillo. Desde la
puerta, apenas unos pasos dentro del local, le hago el gesto de “¿qué pasa?”. Él me devuelve el mismo gesto con la mano,
pero con cara de “¿qué te pasa?”. Algo no va bien. Avanza sobre mí y ambos
quedamos cara a cara, prácticamente tenemos la misma altura, en el mismo
ingreso de la carnicería por la que transito a diario.
- ¿Qué pasa flaco? -pregunto con un tono que no
contiene toda la sorpresa que me habita.
-No te hagas el boludo –responde el rubio sin
sacarse las manos de los bolsillos. No es agresivo, pero tampoco amistoso.
-Flaco, de verdad te digo, no entiendo qué te
pasa ni por qué me haces “ojito”.
-No te hagas el boludo, vos sabes.
-Flaco, no sé nada, no entiendo.
-Yo te conozco –dice él y ahora que escribo
solo puedo recordar al Dibu Martínez diciéndole eso a Yerry Mina antes de
atajarle el penal-. ¡Vos te estas cogiendo a mi mujer!
- ¿Ehhhhh? Que decís flaco estás diciendo
cualquier cosa
-Sí, hacete el boludo –hace el gesto como de
que hablemos en voz baja.
-Flaco, no te conozco a vos, no conozco a tu
mujer y mucho menos me la cogí. Mes estas confundiendo con alguien.
-Hacete el boludo, yo te conozco –a esta altura
es evidente que no puedo convencerlo de lo que se auto convenció, entonces me
saco el barbijo por si acaso ver la totalidad de mi rostro le permitiera
reconocer su error, entonces agrego.
-Me conoces… ¿Y quién soy?
-Sos Hugo…
-Qué Hugo flaco, vos estás en pedo –saco mi
documento y se lo muestro. No soy Hugo. Soy … -me interrumpe y termina la
frase.
-Sos Fittipaldi.
- ¡Sí, pero no soy Hugo! Ya te lo dije. No sé
de qué hablás, estás confundido.
Entonces sale el dueño de la carnicería, a
quien he tratado bastante más que a este sujeto. Pregunta:
- ¿Qué pasa? –mira sorprendido.
-Pasa que éste dice que me estoy cogiendo a su
mujer y me confunde con un tal Hugo. Javier, no tengo nada que ver, no sé quién
es él, no conozco a la mujer, no me interesa tampoco, lo único que sé es que él
está confundido. Lo que no puede es venir a bardearme adelante de mis hijos.
-Te pido mil disculpas, “andá para adentro” -le
ordena al carnicero rubio, éste obedece- no está bien, se separó hace poco y
está con algunos problemas psicológicos.
-Está bien, yo entiendo todo, pero no puede
desubicarse así.
-Te pido disculpas de vuelta.
-Ok, no te hagas problema, lamento la situación.
Vos sabés que yo soy buena onda, vengo siempre acá, compro, charlamos de
cocina, del horno de barro, todo bien, pero esto no da…
-Créeme que yo lo lamento más que vos.
Me voy aturdido, enojado, nervioso,
reconociendo que las gentes de la cercanía observaban la situación. Un
carnicero confundido nunca es un buen enemigo. Un carnicero loco mucho menos.
Entonces recuerdo un episodio de veinte días atrás, con este mismo personaje,
dentro de la carnicería. Entré al local, pido carne picada para hacer
hamburguesas, no a él, a su compañero, y a lo lejos me saluda y dice:
-Te cortaste el pelo. Te queda muy lindo, che.
A pesar de lo desubicado del comentario, hubo
algo que despertó mi atención. Lo comenté a varias personas. Repito. No era el
comentario en sí, sino la utilización del término “lindo” lo que daba vueltas
en mi cabeza. Uno puede decir qué buen corte, y se hace entender igual sin usar
esa palabra que connota otra cosa, que irrumpe en otro plano. Pocas cosas son
lindas. Mi corte de pelo claramente no lo era. Sin embargo, en el barullo
mental de este muchacho esa palabra nombró la amenaza de lo que se
desencadenaría. La turbación se ha instalado. Hacerme vegano es una opción.