Por Nacho Fittipaldi
Viernes 12 de abril, 16:05 horas. Piso 4. Escribo en el
pizarrón “La vuelta del malón. Autor: Ángel Della Vella, 1892”. De espaldas a
los alumnos el fibrón verde completa los espacios blancos de la pizarra. Por el
rabillo del ojo veo que un alumno tensa sus brazos hacia adelante, luego las
piernas, y un sonido de dolor que brota de su boca, similar al que hace el
suctor, esa manguerita que los odontólogos colocan en la boca para absorber la
saliva del paciente, ocupa el silencio que ha ganado el aula. Sin poder creer
lo que estoy viendo, sé que es real, sé que todo es tan cierto como este
momento en el que escribo. Giro la cabeza y ese alumno que es la segunda vez
que viene está con un ataque de epilepsia. De frente a ellos veo que mis
alumnos ya están de pie, absortos. La abstracción del pizarrón da paso a algo
tan concreto como que en el segundo después de escribir “1892” mis dedos están adentro
de la boca de un alumno cuyo nombre desconozco. Sus mandíbulas hacen una fuerza
sideral para cerrarse, su cuerpo es un quebracho que se retuerce, sus dientes
lastiman mis dedos. Supongo que esto va a ser largo y que este pibe que se ha
convertido en tiburón va a perforar mis dedos, le ordeno a una alumna que busque
adentro de mi morral una toalla pequeña que siempre llevo ahí. Envuelvo la mano
y entonces hago fuerza para que la boca no se cierre, para que no se muerda la
lengua. En su boca hay sangre. En sus ojos, extravío. “Llamen a una ambulancia
y busquen profesores, o alumnos, de enfermería que estén cursando en el 4to”. Nicolás
se estremece. Sus piernas están tensas, se despegan del piso unos treinta
centímetros, el aula ahora está repleta de curiosos que observan las diversas
representaciones que asume un aula. Los echo. Dentro mío me debato entre hacer más
fuerza con la posibilidad cierta de lastimarlo, o aflojar la intensidad de la
fuerza que ejerzo sobre sus mandíbulas. Su boca es pequeña, mis manos dentro de
ella son como el agua que se agolpa en las alcantarillas en días de inundación.
Una alumna sugiere buscar en su celular algún contacto de emergencia. Entonces
toman su mochila, la revisan, la dan vuelta. Nada. El pibe no tiene celular.
Otra alumna sugiere revisar en el grupo de wapp de la comisión a ver cuál es su
teléfono. “¿Cómo se llama?”, dice alguien. Nadie sabe. “Busquen el DNI –sugiero-busquen
la billetera”. Ahí está: Nicolás Duarte 116585-3926. Llaman: tuuu-tuuu-tuuu…
Nada. Le pido a alguien que vaya al departamento de alumnos a buscar datos de la
familia, cuando me doy vuelta hay una multitud de gente chusmeteando, váyanse,
todos afuera. Nadie obedece, o lo hacen, pero a los diez minutos están todos
adentro otra vez, mirando. En mis brazos Nicolás, ahora inconsciente, tiene el
cuerpo rígido y los ojos en blanco. ¿Qué buscan? Lo siento vibrar en mis
brazos, no lo puedo ayudar, sé que el SAME tardará media hora o más, que cualquier
ayuda está lejos porque este edificio es monstruoso y nosotros estamos en el
piso más alto de un edifico monstruoso. Con el pibe en mis brazos y todos mis
alumnos mirando siento que Nicolás se puede morir. Siento que nadie tiene mucho
por hacer. Recuerdo aquel hombre que se murió en mis brazos hace veintiún años;
recuerdo su olor aún. ¿Y si no es tan solo un ataque de epilepsia? Sé que la
ayuda no llegará con la velocidad que necesito. ¿Y si se muere? Y si nadie
llega, y si no alcanza con la voluntad mía y de sus compañeras, entonces qué.
Alguien entra y dice con voz de autoridad: “Acuéstenlo en el piso y pónganlo de
costado para que no se ahogue con el vómito”. Pregunto: “¿Sos médica?”, con la
esperanza de que alguien con conocimientos específicos me releve de este rol
desmedido. “No”, responde ella. Sus compañeras ayudan a hacer tal operación,
Nicolás queda de costado, con camperas y buzos las chicas le hacen una
almohada. Una lo abanica. Otra le habla. Le pregunta: “¿Tenes familia?” Nada.
Otra lo acaricia. Otra voz dice: “Apriétenle el lóbulo de la oreja, o las
tetillas, va a sentir dolor y va a reaccionar”. Una de las chicas con pudor y
voz tenue dice: “Profe las tetillas apriéteselas usted”. Al apretar la tetilla
Nicolás reacciona. Paulatinamente, esa fuerza que tensaba ese cuerpecito va cediendo
y lo que aparece es un cuerpo inerme. Entonces la estupefacción da lugar a los
detalles y a todo lo que puede salir mal, al descalabro que todo esto es. La
ropa vieja del pibe, la pobreza, la ambulancia que tarda cuarenta minutos, los
alumnos y las alumnas que observan todo aquello como si no existiera el pudor,
los varones que han huido como ratas y que han dejado a su compañero a la buena
de Dios; las mujeres que han ocupado todos los roles posibles aquí adentro; Nicolás
y su intemperie; el viento que lo sacude; mi indefensión.