Por Nacho Fittipaldi
Saco la cabeza para el lado
izquierdo mientras el brazo va adelante, me recuesto lateralmente sobre el agua
marrón brillante. No está. Nado. Respiro hacia el lado derecho y nada. Allá la
costa. El botero no está, van veinticinco minutos de carrera y él no aparece.
En el medio del Rio Paraná esa angustia es relativizada por la compulsión a
nadar. No me queda otra. Durante la media hora que durará este desencuentro
pienso en que si él no aparece me quedo sin hidratación, sin banana, sin los
geles para reponer la glucosa. Sí él no aparece se derrumba todo lo hecho hasta
acá para llegar acá. Sigo nadando. Aparece una lancha de la organización e
indica que nade hacia la derecha porque me estoy yendo al canal de navegación.
Le advierto.
-
Che, si ves un kayak verde decile al botero que
lo estoy buscando, soy el número 65, me llamo Nacho –con fibron indeleble al
agua el número 65 escrito en mis hombros y espalda me identifican como tal. Mi
nombre hoy es una anécdota-.
-
¿Cómo se llama? –responde el muchacho de la
lancha-.
-
Brian
-
Dale, ahí te lo busco –dice y desaparece de mi
campo visual-.
A los cinco minutos y como por
obra del espíritu lanchero, El Brian se aparece sacudiendo la botellita donde
están diluidas las sales minerales que debo beber. La sacude como si quisiera
decir “tengo esto para vos” y como si no tuviera relevancia haberme dejado treinta
minutos en el medio de este manto de agua, a la deriva entre mi yo y mi ser. El
Brian acusa unos 27 añitos de irresponsabilidad de la que hará gala a lo largo
de los 20 km que dura la carrera. El Paraná-Guazú está incordioso y ofrece una
ola pequeña pero continua, que se suceden unas tras otras sin solución de
continuidad. Cuando llegamos a los cuarenta y ocho minutos de nado, salimos de
esa inmensidad que es el Paraná-Guazú e ingresamos al Río San Pedro.
En este mismo río estamos nadando
doce nadadores y siete boteros, todos de Poseidón; El Brian viene conmigo, lo contraté yo, es lugareño pero
no se nota; y Susi que vino a hacer fotos. Además faltan Guille, Sofi y Emi que
no pudieron venir. El año pasado éramos cuatro, hoy somos veinte. Un verdadero
efecto contagio. Mientras nado pienso en reproducir eso que vengo haciendo
desde el 10 de septiembre día en que empecé a entrenar para esta carrera. Entonces
cuento las brazadas, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, llego hasta las
veinte y vuelvo a empezar. Además con mi dedo pulgar toco mi muslo para sacar
la mano bien atrás, mientras veo los caballos pastar sobre la margen del río me
concentro en nadar lo mas técnico posible hasta que por el cansancio eso deje
de suceder. Nadar así retrasará el cansancio. La quietud y la pasividad del
ganado es algo que contrasta con algunas sensaciones que tengo acá adentro. Por
momentos el Río San Pedro también propone esa misma ola que parecía haber
quedado atrás en el Paraná-Guazú pero en
la mayor parte del tiempo el río se deja nadar, al menos hasta el kilometro 18.
El agua esta ideal de temperatura, el sol brilla alto, solo se escucha el ruido
del agua y las brazadas, el cuerpo que avanza, lo concreto de estar donde
queres se parece tanto a la felicidad. La cabeza vuela hacia lados diversos y
pienso en cómo llegué hasta acá este año.
Entrenar tanto como lo hice durante
este tiempo tiene varias ventajas pero también su contraparte. Entre las primeras
y obvias esta la garantía de sentirse seguro, confiado, fuerte físicamente y
predispuesto en lo mental. Expectante de uno mismo. La superación no es una
cartografía que visite a menudo así que ubicarme allí fue una sensación cercana
a la plenitud y la realización. Pero tal vez, y para ciertas miradas ajenas a
este proceso, nada de eso sirva si uno no obtiene tal o cual resultado el día
de la competencia. Por lo tanto debo confesarme y decir que haber generado
tanta expectativa, sea por la salvajada de metros nadados como por la
disciplina y la cantidad de cosas que comí y bebí durante los entrenamientos, fue
un aspecto que ilustró que sobrecargar de sentido algo, a veces también
relativiza, injustamente por cierto, la meta alcanzada. Sobre todo si no es
rutilante. Esta carrera fueron esos 20 km del día domingo pero en verdad fueron
estos últimos casi tres meses en donde mi vida se ordenó en relación a un objetivo
determinado y eso conllevó, y trajo aparejado, muchísimo más que esas 2, 56 horas
que me llevó completar la travesía. Fueron todas las mañas en las que me
levanté y me fui de mi casa sin ver despertar a mis hijos por primera vez en mi
vida. Desayunar sin ellos. Fueron esos 1,2 litros de sales minerales y agua ingerida
metódicamente en cada entrenamiento, junto con las pasas de uvas y las bananas
cortadas en rodaja que tanto escandalizaron a Noela. Fueron las semanas de 6000,
7000 y el pico de 7800 metros nadados en el entrenamiento y sus necesarias 2,
40 horas de tiempo para llevarlos a cabo. Fueron las siestas que no pude dormir
en mi cama pero que se las robé al tren. Fueron todas las noches en las que le
escribía a Rancho y le decía “Buenas noches, me podes mandar algo para mañana?”
y al rato recibía una imagen con una serie de números, abreviaciones, pausas,
tiempos estimados e indicaciones que tuve que aprender a decodificar para saber
qué y cómo tenía que hacer eso. Fue hacer eso en soledad y hacerlo en el
andarivel de pileta libre con lo que eso implica. Y eso no lo había hecho nunca
en mi vida. Y eso era una salvajada de metros y metros que modificaron desde mi
forma de nadar hasta la nueva forma que asumió mi cuerpo al perder peso y ciertamente
afinarse. Conocí una nueva manera de cansancio y recuperación. Entrené en
soledad durante dos meses y medio y eso se sintió tan bien como exigente. Tal
vez por demás. También implico ordenar mi alimentación porque no hay cuerpo que
aguante ese entrenamiento comiendo de manera deficitaria. Esta carrera se
inició no el 18 de noviembre a las 10 de la mañana sino el 10 de septiembre a
las 08:00 AM.
Pero hoy toca plasmar todo eso en
esta prueba, hoy siento ese alivio de que el día llegó y de que estoy en un
agua en la que no veo. Y no veo en más de un sentido. No veo porque mi botero
no ve por mí y me tengo que encargar de mirar hacia adelante porque El Brian se
colgó y mira para lugares donde no estoy, o me avisa tarde y mal que me estoy
yendo hacia la costa, y que me meta para el medio, o porque me mete derechito
en un remanso, mas de una vez. No veo porque va a mi costado aunque yo prefiera
que vaya apenas delante mío. Como si fuera poco de pronto veo que El Brian sale
disparado, con una actitud hasta acá no manifiesta, hacia una de las márgenes
del río, opuesta a la que estoy yo por cierto, como si hubiera una civilización
por descubrir, Pampita tomando sol, o una parturienta necesitara ayuda urgente.
Veo que el muchachin clava el kayak contra un camalote que está en la costa,
acá el río debe medir 40 metros de ancho, camina velozmente sobre la
embarcación, saca su miembro y se echa un soberano meo sobre un sauce llorón. El
árbol llora meo. Continúo nadando con la sorpresa de quien ve nevar en el
desierto de Nairobi. En ese momento el ritmo de nado que llevo es algo de lo
que puedo enorgullecerme, no así de mi botero, y decido continuar como si todo
esto fuera normal. ¿Acaso el humor sea el medio que me saque de este atolladero
de injusticias? No lo sé, mientras nado voy pensando en qué hice mal para que
esta situación se esté dando en este momento tan inoportuno. También sé que
pensar en eso ahora me desenfoca de lo esencial que es continuar con el ritmo
que traigo. Durante la carrera, la situación de irme de la línea de nado se
reiterara varias veces. La confianza que nunca tuve en El Brian se ha
extinguido. Sé que solo será eficaz en darme las bebidas en el orden y en el
horario que le indiqué antes de largar. Sería
ingrato para mí mismo seguir nadando con esa imagen del meo en mi
cabeza, así que decido seguir sin pensar en que alguien más que yo mismo pueda
sacarme del kilómetro 16 y hacerme llegar al 20, entre otras cosas porque mi cuerpo
y mi estado en general comienzan a dar síntomas de fatiga y El Brian nada tiene
que ver con eso. Después de todo un meo no se le niega a nadie.
Llegando al kilómetro 18 se
divisa el buque escuela de la armada, es una fragata amarrada que impone su
gris y su tamaño sobre el cauce de un río angosto. Es la segunda vez que la
armada aparece en este fin de semana. Han encontrado el ARA San Juan y durante
la charla técnica del día sábado se ha hecho un minuto de silencio por los
fallecidos en las profundidades de esa cordillera invertida que es el atlántico
profundo. Es algo absurdo, pienso, el minuto de silencio se realiza el día de
la identificación del submarino como si el hallazgo del submarino a 800 metros
de profundidad, hubiese determinado la extinción de sus tripulantes que llevan
muertos prácticamente un año. De todas maneras el rito es realizado con
disciplina así que el minuto de silencio es verdaderamente sigiloso. Este buque de la armada marca el
kilometro 18 de carrera, aunque parezca mentira ahora arranca lo peor. Acá el
río se abre al doble, o triple, de su ancho promedio y la corriente disminuye
su intensidad, el cansancio ya no se puede esconder, uno intenta hacer todo lo
que venía haciendo pero los brazos ya no traccionan, las piernas tienen menos
influencia ahora que durante mi primer mes de vida, la izquierda viene doliendo
hace dos horas y media sin saber en si eso termina en calambre o desgarro,
pateo como puedo, mis brazadas son paupérrimas y El Brian, encima, me mira con
cara de viernes santo, ese día terrible para la argentinidad en la que la carne
es prohibición. Pienso en los docentes de este pibe. ¿Siempre fue así? ¿Será
así de anodino con todo? ¿Tendrá ganas de mear otra vez? ¿Se estará cagando?
Mientras tanto yo nado y nado y las boyas que indican girar a la derecha para
meterme en los últimos 700 metros de carrera no se ven. Esto mismo ya pasó el
año pasado pero saberlo no acomoda mi desesperación. Este tramo, a diferencia
de los kilómetros ya recorridos, no es placentero, es curioso que estando a
1000 metros de completar la prueba aparezca esta sensación, y que sea tan contradictoria con la de llegar,
esa felicidad del objetivo realizado. Nado y miro el cielo, levanto la cabeza y
veo la llegada, es eterno este tramo de 350 metros, la gente aplaude, el agua
esta helada acá, es agua muerta, ya estoy llegando, vuela septiembre, pasa
octubre, vuela un pibe que me pasa como alambre caído como si la carrera fuera
de 50 metros, llegó noviembre y estoy acá, terminando la prueba, me levantan del
agua, me sacan de allí, las piernas son solo una duda, me abraza Seba, me
abraza La negra, estoy feliz de haber completado la distancia otra vez, de
haber bajado dieciséis minutos mi marca del año anterior, de haber salido treinta
y dos puestos más adelante respecto de 2017 y haber bajado las tres horas de
nado que era mi objetivo principal, a solo diez segundos y detrás de mío sale
mi primo que hizo el mismo entrenamiento, también en soledad, pero él en Monte
Hermoso. Siento que todo esto valió la pena, que el proceso es más trascendente
que el resultado, que la vida puede ser una planificación perfecta y que el
azar pone todo en duda y al borde de nosotros mismos, y ahí estas vos frente a
vos. Las carreras de esta naturaleza también son una buena manera de llenarse
el culo de preguntas, no estrictamente sobre la natación, sino sobre lo que
queda delimitado más allá de los límites del agua.