Por Nacho Fittipaldi
Tal vez a Lisandro Aristimuño sea
junto con Aca Seca y el Chango Spasiuk, los artistas a los que más veces he ido
a ver, agrego también a Tabaré Cardozo. Esa repitencia responde a órdenes
distintas. Aristimuño es a mí, modestísimo entender, desde hace muchos años el
músico argentino de la escena pop-rock con mayor proyección, mayor presente y
con un futuro arriesgado e impredecible. Todo depende de él. El éxito tan
temprano puede ser un riesgo enorme.
Ayer en el Coliseo Podestá en
medio de una noche inclemente, asistimos otra vez a una gala musical con
muchísimos antecedentes en mi biografía personal que lo tienen a él como
protagonista recurrente. Aristimuño además de ser un compositor muy respetable
es básicamente un orquestador y el mejor versionista de sí mismo. Por eso
vuelvo a verlo cada vez. Ejemplo: Hace unos años había comprado entradas para
verlo en el ND Ateneo (por entonces se llamaba así), la fecha era de viernes.
Por casualidad unos amigos me habían regalado entradas para verlo al día
siguiente en La Plata. Y eso que podía haber implicado un terrible fastidio por
ver dos veces el mismo show se convirtió en una extraordinaria lección. Resulta
que el muchacho tímido y algo vanidoso del sur tenía dos shows completamente distintos
en donde no solo no repetía el repertorio sino que además los arreglos eran
totalmente distintos a los de sus grabaciones en estudio y los del día
anterior. Esta lógica quedó comprobada cuando él comentó en una entrevista que tenían tres shows distintos ensayados con
su banda. Claro, luego de verlo al menos una vez por año desde hace diez, esto podría implicar para Uds. que leen,
suponer que nada podría resultarme novedoso u original. Y ese es exactamente el
punto. Cada vez que vi un recital suyo había algo nuevo para destacar, o los
arreglos de su voz, o las del coro, o el sobresaliente cuarteto de cuerdas que
ahora parece haber abandonado y remplazado por un teclado y con la presencia
del bajo más que la del chelo. Ese enroque, tal vez tenga sus consecuencias. O a
veces la presencia más marcada de las guitarras eléctricas, o simplemente mayor
presencia suya como solista para interpretar canciones melódicas, o a veces no y
entonces la faceta mas rockera de la banda aparece con una potencia inusual
para un octeto que mixtura la batería de un power trío con las sutilezas de la
viola y el violín, y la distorsión de la electrónica que jamás desentona. Una
conquista suya.
Pero ayer había otra cosa en
juego, después del desmesurado Mundo
Anfibio y de sus sucesivos grandes Gran Rex, (la historia de la música en algún
momento dirá “te acordas de los Gran Rex de Aristimuño??” y eso será como
evocar los Luna Park de Sui Generis, tal vez) mi pregunta era qué más puede
hacer. Pues bien, lo que vino fue Constelaciones y para mi modesto gusto lo que
vino no era superior a Mundo Anfibio. Esto es subjetividad pura, quiero decir
que la música, las canciones, los climas, los arreglos, etc. no me llegaban ni
me poseían como lo anterior. Aclaración: en un cd con diez temas hay al menos
cinco que son geniales. Y aquí hay otro acto de injustica. Diría, si queres
saber quién es Aristimuño anda a verlo en vivo, y si podés andá al Gran Rex.
Nada es igual después de eso, incluso para él. Creo que es su propia trampa y
limite. Y ayer lo hizo de vuelta, otra vez ahí, sentado con cierta angustia por
saber que lo que iba a ver no me satisfacería si se despachaba con todo el
nuevo material, aun habiendo oído su ultimo Cd una vez por día, durante veinte,
para poder apreciar mejor lo que desde el día de mi cumpleaños sabia era mi
regalo.
Ayer desbordó otra vez,
nuevamente su banda se puso por delante de su reciente e infame estrellato, a
manos de chicas que no aguantan callarse la boca y gritarle “te amo” al alguien
que parece despreciar esas manifestaciones. El recital de ayer estuvo marcado
por un juego de luces (qué antigüedad) que colaboró en un clima intimista por
momentos, él solo con su guitarra, susurrando palabras entre luces blancas que proyectan
su figura sobre el techo del teatro, son como fantasmas de la opera encontrando
la butaca donde sentarse y disfrutar. También son las prolongadas
introducciones que ejecutan sin haber qué canción arranca dado que aquí todo está
permitido y las introducciones son canciones instrumentales en sí mismas; o la
sutileza de un teclado demasiado bajo quizá, pero que cuando se oye suena
precioso. O esa sonoridad total que llega con Plug del Sur, o En mí, y entonces
estoy contra la butaca, con la cara desdibujada como un niño nuevamente engañado,
como un adolescente que pese a su creencia madura ha quedado atrapado por el
mago, intentando descubrir el truco. Ese riesgo es el suyo, y lo somete al infinito a
reversionarse una vez más, cada vez, siempre que se presente sin ánimo de
repetirse. Su inigualable virtud. Ser uno distinto cada vez. Reitero, él es su mejor versionador. ¿Cuantas veces puede superarse
a sí mismo sin falsearse? ¿Cuántas veces un artista puede hacer su mejor libro,
su mejor cuadro, superarse, una y otra vez? Él parece tener la formula, la
paleta, las hojas, el brillo, la pelota ideal para el mejor gol, la musa oportuna, el
paisaje ideal para lograrlo cada vez.
La muestra cabal de todo lo aquí
dicho es que por primera vez en mi vida, he visto a uno de los agentes de seguridad del teatro, un mono de dos metros, cantar, aplaudir, reírse, bailar en el pasillo del teatro, más preocupado
por el disfrute personal y colectivo que por la seguridad.
Aristimuño lo había hecho otra
vez adelante de todos, de la galera había sacado un conejo azul, con ojos rojizos
y preocupado, como queriendo volver al plano de donde lo habían sacado.