Por Nacho Fittipaldi
Una rutina se cumple cuando se ejecuta. Entonces subo por
calle Bolívar desde La Boca hasta Plaza de Mayo, los carros hidrantes lucen
amenazantes allí, en una mañana absurda a juzgar por su presencia. La plaza
está calma, el cansancio y la indiferencia no vencen a los combatientes de
Malvinas que, desde hace años, acampan. Unas cuadras antes de esta nueva
escenografía PRO camino por calle Alsina, paso por delante de una vitrina por
la que he pasado varias veces y nunca he entrado. Su configuración es intimidante,
tal vez atente contra la propia prosperidad del comercio. Desde el frente
cuelgan tensos toldos de color rojo intenso, ahora deteriorados apenas por el
desgaste solar, vidrios impecables que ofrecen delicias bien presentadas,
cortinas que apenas reflejan “el sol de este otoño que hiciste primavera” dice
la canción. Parto del supuesto que los restaurantes, bares o locales que no
dejan ver lo que hay dentro atienden a tres razones: O son carísimos, o son prostíbulos,
o son prostíbulos caros. Los alfajores de maicena brillantes despejan algunas opciones,
delante mío un hombre común ingresa al bar. La Puerto Rico está ubicado en calle
Alsina entre Balcarce y Defensa. Otra vez la cuestión de clase prefigura el comportamiento.
Decido entrar solo porque el que entró frente a mí tenía aspecto de poder pagar
el café que también yo estoy buscando. Sí él puede, también yo. Arriesgo. Al
abrir la puerta me topo, mejor dicho casi me llevo puesto, a esas ¿estatuas? que
pululan por Av. Corrientes y otros sitios emblemáticos de la ciudad: Olmedo y
Porcel, Minguito, Juan Carlos Calabró, la de Sandro en el Gran Rex sentado en
un sillón es algo que apenas puedo tolerar. Qué necesidad. Fisonomía PRO. Esta,
a diferencia de las nombradas, es ininteligible. No se sabe quién es, podría
ser Juan Carlos Mareco pero qué sentido tendría. Una peluca infame cubre el
cráneo, camisa negra, pantalón de vestir gris y una botella de Anís 8 Hermanos
lo acompañan en una mesa en la que se ve una partitura. Descartado Mareco,
quién carajo es. ¿Mariano Mores? Indescifrable, qué pensará Mariana Fabianis.
Busco una mesa entre las cientos de mesas posibles, el lugar
es verdaderamente grande, cómo se llena esto, no hay más de once personas, una
chica se acerca y me dice, “Señor?” le comento que voy a desayunar y que estoy
solo. Pido un café con leche y dos medialunas, como nunca sé cuáles son las de
grasa, y cuáles de manteca, le digo que es lo mismo y que traiga lo que quiera.
El salón es algo oscuro, lo dicho, el toldo de afuera logra cierta intimidad
que adentro se reproduce como un frío crudo, observo los artefactos de
calefacción y compruebo que están esplendorosamente apagados. Afuera la garúa
se hizo lluvia y la gente apresura el paso. La moza me rodea por el costado, se
pone de frente y con dos jarros de metal, comienza a servir el café, uno por
vez. Es una trompada. La ignota muchacha es ahora vehículo, reconozco eso que
hace mientras dice “Dígame hasta cuando”, necesita que le dé la indicación de
cuanto café deseo y lo mismo con la leche. Esa práctica antigua, casi extinta, que
ella hace con displicencia me deposita en el salón comedor del hotel de
Chapadmalal, ¿año 1987, 88, 89? Un hotel querido, remoto, gigante, peronista,
al que ya no recuerdo cuantas veces fui. Íbamos en familia antes de que todo estallara
por los aires. La costa atlántica es una línea de tiempo en la que las
historias de vida se recortan como cicatrices personales. Allí fuimos familia. Fue
lo que fuimos y en una ola estábamos todos. Después ya no. El olor a café
perforaba las paredes del salón comedor, las tostadas llegaban tibias, la
mermelada en esos diminutos potes que nosotros acopiábamos a instancias de Papá
para la merienda de la tarde que hacíamos en los acantilados. Una vez volví.
La Puerto Rico lleva nombre caribeño para un
café-restaurante-boliche en donde hace frío polar. Las baldosas llevan
dibujadas y pintadas unas palmeras en negro y verde, hay un escenario y un
falso telón color carmesí empotrado en la pared. El falso telón simula un
telón. Con parsimonia y cara de habitué ingresa Juan Sasturain, me mira con
cara de <<nos conocemos>>, devuelvo el saludo con respeto y deseo
de que así fuera. Se sienta junto a una piba de unos 29 años que lo espera
desde hace rato. Las medialunas son altas y amarillas, ¿todo es PRO en esta
ciudad?, el tamaño es más bien cercano a una bondiolita de cerdo, como si la
hubieran inyectado, como si le hubieran dado el mismo complejo vitamínico que
tomaba Messi para crecer, tamaño de mini pan dulce, similar a la enana Noelia
Pomba. Incomibles, ojo, no tanto por el sabor sino por el esfuerzo mandibular,
desafío límite para las articulaciones, y el decoro de mantener la boca
cerrada, dentro de lo registros civilizados de una sociedad promedio. La altura
del local es algo llamativo, el frio lo abarca todo, las columnas (debe haber
al menos seis en todo el local) son robustas como para sostener un puente como
el que intentó construir Menem. Buenos Aire-Colonia prometía el riojano. De las
columnas surge una nota de originalidad, han pasado de manera circular un
anillo metálico que cubre el ancho de la columna y desde allí cuelgan unos
ganchos para que la columna sea perchero. Si de allí pendieran abrigos, el
espectáculo sería grotesco.
Intento leer un libro de historia del siglo XIX pero
la verdad es que el escenario general me tiene tomado. La Puerto Rico también
funciona como panadería. Las parejas , la gente que hay es toda grande y fea,
no hay nadie lindo, ni la estatua. Cada vez que levanto la vista de las hojas
la veo frente a mí, allí está, inerte, suspendida en el tiempo. Sea Mareco o
Mariano Mores, lo que tiene en el atril no es una partitura: Es la carta, el
menú del local. Junto a ella hay un piano, la confusión es total. Conjeturo. Sí
es Mariano Mores sería lógico que aquello fuera una partitura, pero entonces por
qué no poner la estatua junto al piano y una partitura de verdad. No. Lo ponen
en una mesa en actitud de leer una partitura que es menú y con una botella de 8
Hermanos, lejos de ser un homenaje esto es una ofensa. No soporto más. Llamo a
la moza, le pregunto. ¿Me podrías decir quién es el de la estatua? La piba me
mira como extrañada, como si le estuviera hablando en Sefardí. “Ni idea señor,
no sé quién es –y se excusa- soy nueva”. Pienso que todos somos nuevos en algo
y que la apariencia externa de este lugar ubicado en el casco histórico de la
ciudad, aún bella, antigua, distinguida, no es lo que La Puerto Rico es por
dentro, es todo eso y por momentos la sensación que de jueves a domingo esto es
un terremoto de merengue, ron y Caribe. Un contraste desmesurado entre un
afuera y el adentro. La costa atlántica también
es eso, una biografía familiar deshilacha por el tiempo.