Por Nacho Fittipaldi
DISRRUPCION
Al fin, el retiro. Después de una primera
mitad de año ardua, nos hemos retirado un poco, a descansar. Claro que cuando
todo este año empezó, éramos dos y ahora somos tres. Cuando nos fuimos a Colombia
éramos dos y hasta hacía poco meses atrás habíamos sido brevemente tres. O esa
ilusión. Nos habíamos ido a Colombia pensando en descansar de la tristeza y la
complejidad que perder dos embarazos en un año, nos había traído. Nos fuimos
para reencontrarnos. Ahora (hoy) que la música suena, que las sierras de Tandil
aparecen sin esfuerzo y las puedo ver desde el sillón desde donde escribo, y
que el fuego de la estufa hogar calienta mis pies enfriados, rompiendo esa
vieja cadena Fittipaldi de tener frio los pies y sentir que hasta la medula
estamos congelados, la sensación es muy otra. Pero los pies están calientes y
Pao lee frente a mí y desde su lado también se ven las sierras. Pero no ve la
oveja que yo veo. No ve cómo Clarita, así se llama la oveja, se come las hojas
del cañaveral. Clarita se ha comido todo el pasto ya, cada tanto te torea y por las dudas, más allá de lo simpática que
es Clarita, nosotros mucho no salimos. Preferimos evitar el topetazo que, en el
caso de Pao podría implicar la pérdida de otro embarazo. Esta vez en manos de
un ovino. Decía que allá por enero, en esos días en los que Cartagena nos
recibió con su humedad y su imponente ciudad amurallada, la cosa venia de
recuperación. Había que recuperarse y sobreponerse a la mala ola que nos había
hecho dudar sobre muchas cosas y
mas
que nada nos había demostrado la fragilidad de la vida o su péndulo. Habíamos
visto muy de cerca cómo se podía estar en el punto más feliz de la vida, o el
más expectante, y luego y de la nada la desazón propia del niño al que le arrebatan
su regalo de navidad.
- UNA INFANCIA
La estufa hogar es bien
profunda, en verdad hay que decir que la casa es enorme y que la estufa está en
relación a eso. Construida toda en una planta baja, usando los desniveles de la
lomada sobre la que se erige y para dar diferentes perspectivas sobre el
paisaje, la casa se transforma en algo formidable. Está compuesta por un living
inmenso, de nueve metros por seis, un comedor y una cocina. Siempre hay, y por
toda la casa, mesas antiguas recicladas, hermosas todas. De sus tres
habitaciones hay que destacar la
nuestra, o mejor dicho lo que hay que nombrar es que el ventanal es lo más
imponente de ella; así da permiso a una vista que por la mañana, y junto al
desayuno que Pao me trae, da la sensación de ser finalmente: mi lugar en el
mundo. El parque es maravilloso y trepa por la sierra, perdiéndose en la
escarpada serranía. Por allí durante la tarde aparecen unas liebres que lejos
de ser curiosas, nos muestran con su presencia que los intrusos somos nosotros.
La arboleda no es muy añosa pero en cambio es muy variada, incluso diría que no
son árboles nativos de aquí; el pasto esta prolijamente cortado y un arroyo que
serpentea por entre las sierras y la casona, son la escenografía en la que nos
movemos desde el martes a la tardecita. De fondo, un telón de agua lo moja todo
desde hace cinco días. El lugar es tan lindo como hostil viene siendo el clima
que alterna llovizna con lluvia, siempre con frio, y diluvios cada vez más
frecuentes.
Ni bien nos levantamos enciendo
la estufa y ya queda con leña hasta la noche. Cocinar ahí tiene su encanto
porque uno usa las brasas que se van formando con horas de anticipación (y es
como si lo tentaran a uno pidiendo tirar un pedazo de carne o arrimar algo para
embuchar, cuando hay brasas siempre aparece el deseo de cocinar) y los
ladrillos del hogar vienen funcionando como un horno porque en la sucesión de
días permanecen calientes sin descanso. Claro que también cocinar así implica
un riesgo, y es el de excederse en el calor con las brasas o con la llama, o
ambas. Pero por ahora no ha sucedido; ya han pasado por ahí un solomillo de
cerdo, pan casero, pizzas, zucchinis, morrones, salchichita parrillera,
chuletas de cerdo. Ahora que en un rato llegan unos amigos y seguro que algo dará
continuidad a este sencillo placer de cocinar.
El sábado preparé ese
postre delicioso que mi viejo solía hacer en nuestra infancia, Far Bretón. Creo
que por aquellas épocas era caro preparar ese postre para nuestra familia y que
debidamente dejamos de comerlo por esa razón. Ahora me parece absurdo y accesible para nuestros bolsillos
pero por entonces había que multiplicar cualquier receta para dar de comer a
ocho bocas y hacer el ejercicio de pensar que el trabajo que uno hace por
placer, no siempre significa lo mismo para otros que tal vez lo hacen por
obligación, aunque un postre nunca es obligado.
Después de todo, y ahora que lo pienso, la costumbre e idea de comer
postre es algo que yo no tengo incorporada. Forma parte de esas cosas que el
rasgo de austeridad que nuestra infancia traía consigo, ha dejado a un costado
de nuestra vida corriente. Por ejemplo, puedo ir a comer afuera y muy ocasionalmente
pido entrada o postre. Nunca ambas cosas. Y eso viene de la niñez y de cómo
vivíamos, de la excepcionalidad de salir a comer afuera. Uno se ha acostumbrado
a que la gaseosa que se pedía debía durar para todo el almuerzo, a no comer
postre, a no comer molleja (el concepto de molleja es un concepto que irrumpe
en mi vida a los veinte años, no antes, con el Menemismo), a no tomar Coca
Cola, a no comer pan lactal, a no salir de vacaciones, a no tomarse taxis, a no
tomar café y tantas cosas ricas y placenteras perimetreadas por un NO que era
hijo de la imposibilidad económica primero y luego una pauta cultural arraigada
en lo primero. Lo del taxi lo he vencido, lo de las mollejas con menos eficiencia
que lo de los taxis. Tomo menos taxis que mollejas. En cambio no he superado lo
del postre. No como postre. No puedo pedir postre en un restaurante. Siempre miro
el precio (aunque ya sé que no lo voy a pedir) y me parece caro, en este caso
es como si buscara el justificativo del excesivo gasto económico para
fundamentar una decisión que viene de otro lado. Comer postre es caro. Comer
postre es raro. Y no es por avaro o solemne, no. Puedo pedir un vino muy caro y
no me jode, pero para mí la cena termina con el último bocado del plato y no
hay instancia siguiente, no se me ocurre que la cena pueda terminar con un
sabor dulce en la boca. Necedad si se quiere, pero una necedad que no logro, ni
me interesa superar y que me viene como herencia del alfonsinismo.
Pero el sábado me
dispuse a hacer un postre, no para después de la cena, de hecho lo prepare
durante la mañana, sino mas bien con la idea de recrear un olor. Algo que me
llevara hasta mi infancia, mis padres y hacia un momento de la vida que ha
quedado atrás pero que me produce placer resignificar e invitar a que reingrese
a mi vida. Ahora que las cosas van tan direccionadas a modificarse
definitivamente. Y ese olor tiene que ver con el alcohol, curiosamente. Ocurre
que una parte de la preparación implica dejar frutas disecadas en remojo
durante la noche previa, en ron u otra bebida, como yo tenía vino tinto las
dejé hidratándose en vino, lo cual es todo una paradoja. De inmediato vino a mi
ese olor tan significativo, y después ese aroma a horno caliente cocinando la
manteca, el azúcar, la leche, las frutas embebidas en alcohol y la imagen de mi
viejo de espaldas al pasillo por donde se accede a la cocina de la casa
familiar, él de frente a la ventana preparando mate u otra cosa, de cara al jardín con esa bata
marrón ladrillo y un cuadrillé inusual para la época, fines de los ochenta.
Recuerdo que cuando lo abrazaba esa bata pinchaba y uno alejaba la cara de la bata pero no los brazos, no imagino dónde la habrá
comprado o quién se la habrá obsequiado. Creo que aún la tiene. Es raro porque
esa bata es una imagen de él que es casi la imagen que yo tengo de él, cuando
nos levantaba para ir a la escuela y él ya llevaba algunas horas despierto,
estudiando o trabajando, y siempre la bata puesta. Sin embargo dudo que cocinara
con esa bata, entonces es raro que me haya venido esta imagen que no es
la de mi viejo cocinando, este mismo postre que yo hice el sábado. No. Esa
imagen es una entre tantas imágenes que tengo guardadas de él y que por alguna
razón hoy vienen a mi,
entre ese aroma que hoy logré recrear, entre este aguacero que tanto me convoca
a la lectura y el descanso, junto a este fuego que entibia mis pies, en esas
charlas con Pao mirándonos a los ojos y la panza, con la ilusión y las
recreaciones cotidianas de cómo será mi relación con mi hijo que está por venir
y a quien espero inculcarle el habito de comer postre a donde sea que vaya,
porque hoy se puede, pero mañana no sé.