Por Nacho Fittipaldi
La felicidad es un estado breve que va y viene y que puede irse sin volver. Nosotros nos fuimos a Purmamarca para recrear aquello que ya habíamos experimentado en 2009 y 2010. Es que hay lugares donde uno es más uno que antes y La Quebrada de Humahuaca para nosotros tiene un ritmo, un color, una dinámica del tiempo en la que tan a gusto nos sentimos. Será que el tiempo efectivamente trascurre allí de otro modo porque al bajar del micro ya se veía esa plaza con los puestos de venta de artesanías y eso esta así desde que fui por primera vez con Nenino y Cristina en 1995. Claro, aún no había sido declarada Patrimonio de la Humanidad. Ahí estalló el negocio del turismo. Ello dio paso a una actividad económica que permite el gran negocio de las familias pudientes de Salta y Jujuy que invierten en hosterías majestuosas; pero también el movimiento chiquito, y no tanto, de todos estos puestos que, perimetreando la Plaza Iglesia, sostienen a varias familias con la venta de algo que ya no responde al rango de ´artesanía´. Consecuencia de todo esto ha llegado hasta Purmamarca un sujeto de curiosísimo aspecto, es un muchacho de unos 30 años de edad, 1, 75 de altura, dientes blancos como talco, musculosa negra Adidas, jeans azul y zapatillas deportivas; sonriente todo el tiempo, su contorno de ojos es rojizo como si hubiera nadado sin antiparras en una pileta con exceso de Lavandina, habla un castellano que nada tiene que envidiarle al que hablan los Coyas. Este pibe es la atracción y la rareza más extraña de la Purmamarca actual. Es que Said es tan negro que su negrura es casi noche, y aun de día, cuando se mueve en las sombras de las casas es difícil identificarlo con nitidez. Aunque parezca exagerado es tal cual lo cuento, Said se mueve en el día como un lobo en la noche pese a ser hijo de ella.
- Pase, pase sin compromiso amigo –dice Said. Luego de un rato de mirar artesanías en el negocio que es de su novia jujeña, le preguntamos lo obvio. O sea, yo no soy del Equipo Argentino de Antropología Forense pero estaba seguro que este tipo no había nacido en La Quiaca. Nos rendimos ante la evidencia antropológica de no pertenecer a la fisonomía media Coya y le preguntamos de dónde era. Inmediatamente pensé en la cantidad de veces que le deben haber hecho esa pregunta.
- Yo soy de Tanzania, en el centro de África, ¿conoce Kenia?, bueno al lado.
- Ah, y por qué te viniste para la Argentina.
Said en las sombras |
Por la noche salimos a comer algo, cruzamos la plaza en diagonal mientras los cerros dejaban ver sus contornos con la sola luz de la Luna y el resplandor de las lejanas luces del pueblo. Es miércoles 31 de agosto y el frio no es todo lo cruel que imaginamos, los perros andan aburridos, cruzando de costado las angostas callejuelas, mientras los cartelitos de empanadas anuncian cual es la comida más buscada. Entramos a un restaurante, también hay comedores y lugares donde uno puede pedir empanadas y llevárselas a la plaza, pero eso es mas para el medio día. De noche mejor es sentarse a comer algo calentito que abrigue y oír, si se puede, algo de música linda. No se pudo. Los tipos que cantaban eran dos, muy poco afinados, más bien eran persistentes en lo suyo. Al entrar percibimos un humo blanco que olía a algo que a mí me era conocido. Y si yo de pequeño (9 años de edad) había sido monaguillo, entonces aquello era incienso. Acá se cruza la religión católica con las creencias mas paganas existentes y lo más ancestral de la tierra, que ya es mucho decir. Festejaban algo que no comprendimos, lo cierto, lo real tangible era que al rato estábamos llorando de lo lacrimógeno que aquello se había tornado, encima el chango este se empeñaba en decir que “la sal es muy pesada y que las mulas se cansaban rápido” haciendo referencia a la letra de la Zamba del Minero. Yo que para las matemáticas no soy muy ducho y que la destacada labor mediática de Adrian Paenza poco ha podido hacer al respecto, calculé que 100 kilos de sal pesarían lo mismo que 100 de batatas, entonces cuando el llanto y el canto fueron insoportables nos fuimos al carajo. Antes de eso Pao se había puesto detrás de una puerta que conducía al baño de mujeres y al salón comedor, todo el público la veía. Eso, lejos de ser un impedimento o un llamado a la compostura social, pareciera ser que la convoca al ridículo. Tras el vidrio que la mostraba desde su cintura hasta su cabeza Pao parecía bailarme a mí, cosa que me causó gracia porque era obvio que no lo hacía seriamente, hasta que descubrí para mi asombro que todo el mundo la veía en aquel acto que no fue el primero ni será el último, ahora que Tocho, según parece, también la acompaña en esas lides. Irse fue lo mejor.
Al día siguiente la ventana de la hostería mostraba brillante el filo escarpado de la montaña, desde la cama esa imagen quedará, por su repetición diaria de cada amanecer, guardada por mucho tiempo, como si ese registro diario fuera un bálsamo ante cada embotellamiento urbano, suficiente razón para llegarse hasta allí. Y siento que esos lugares son sitios para compartir, creo que los que no han ido deben ir, y deben hacerlo porque todo está al alcance de la mano y en una instancia de lo espiritual que el paisaje predispone. Entonces la calle ahora esta empolvada, la iglesia y el algarrobo están ahí formando esa esquina embrujada donde cada mañana tendremos la mejor luz para ver el cerro de los Siete Colores en primera fila; y desde donde cada tarde veremos el sol ponerse a las 18.40 Hs, luego el amarillo del sol retirándose se posará sobre la rojiza formación rocosa que pareciera ser el sitio de donde se ha sacado todo el adobe con el que se ha construido esta ciudad y las vasijas del mundo. Las cholas conversan sus cosas, nosotros miramos en paz el cielo perplejos, vemos niños hermosos que hablan tan graciosamente, recordamos momentos que ya hemos vivido ahí mismo años atrás, imaginamos en qué contexto tan distinto se crían estos pibes, vemos pasar tanta gente que es difícil no encontrar algo de qué reír, los extranjeros compran compulsivamente y los jubilados en tour son arreados como cabras por sus pastores, quizá con algo menos de cariño. En esa esquina la huida del sol marcara el exacto instante en el que ponerse un sweter es lo mejor.
En la segunda noche fuimos a una peña, habíamos estado antes allí y recuerdo que también Pao había hecho algo que me había avergonzado años atrás, nada grave, algo como lo de la noche anterior. En algunas cosas ella me avergüenza y como se da cuenta, mas las hace. Estos músicos eran buenos, comimos bien, cantamos, bailamos unas chacareras luego de hacer un taller improvisado de danzas entre las 15 personas que éramos. Pude comprobar malamente la diferencia entre bailar una chacarera en la planicie santiagueña y lo ingrato de hacerlo en los 2.206 metros de la altura purmamarqueña. La sensación es que el corazón te va a salir por el pie en el próximo reboleo del zapateo y que el corazón jamás retornará al tamaño ni al ritmo normal de un tipo que paga sus impuestos y que tiene sus cuentas al día. Y si uno cree que tomar cerveza mejora las cosas, eso sólo trabaja a favor de incrementar el ahogo. Pero nada dura demasiado así que al poco tiempo todo vuelve a la normalidad y después de todo bailamos unas chacareras más.
Al día siguiente, luego de una siesta reparadora, bajamos a la plaza durante una tarde más calurosa que lo acostumbrado para esta época del año. Más bien se parecía mucho al calor que sufrimos en los peores días de Enero. Tal vez sólo para comprobar que el tiempo dura más en Purmamarca, llegaban hasta ella un puñado de muchachos con trajes negros, no ese tono del negro de Said, si no en ese negro artificial de la tela sintética; chicas con vestidos de falda corta, señoras con ropas que no usaban hace años a juzgar por cómo les sujetaban los elásticos las carnes endebles, muchachas que no llegaron a comprender nunca lo poco articulable que son la idea de taco aguja y Purmamarca. Esos tobillos que van como torcidos en la lateralidad de la pierna, apoyándose no sin peligro de esguinzarlos hacia afuera. De ahí a la amputación del miembro hay sólo un paso. Dudábamos de si sería un casamiento, un bautismo o una confirmación masiva. A las 17.30 Hs se inició la ceremonia a la que asistimos sin estar inscriptos, pero ocurre que el cura había instalado unos parlantes como para un recital de Hermética y así la ceremonia se oía desde cualquier punto del pueblo. La celebración tenía un coro que desentonaba como Lito Nebia, una catequista que trataba a los muchachos como conscriptos indisciplinados y el curita del pueblo que cebado como una fiera se tomó dos horas y media para el desarrollo de todo este compendio de sin sentidos. Será que el chango se dijo así mismo “ya que lo arrancamos con este caloraso, sea que lo terminemos en noche fresca” y así fue. Entre tanto corrió un termo de mate en esa esquina ya descripta, ahora ventosa como nunca, hicimos varias fotos robadas a Said para dar cuenta de la Globalización y hasta una cerveza con papitas al borde de la plaza que por un rato largo se convirtió en la Piazza San Pietro para asistir a la confirmación más larga de la historia de los Pueblos Originarios, mientras los pueblerinos iban entornando las ventas y las puertas para dar paso al sosiego nocturno.
Pero por si quedara margen para destronar a la música de Purmamarca, en la ultima noche fuimos a otra peña sin saber que habíamos estado en la cresta de la ola sin percibirlo. Entramos a una peña de la mas típica del lugar. El publico era escaso para un sábado por la noche y tan frio como desconocedor del ambiente folclórico, ese tipo de público que aplaude ante cualquier tipo de silencio, como si en la música no pudiera haber otra cosa que cantos y sonidos, que no ríe cuando debe ni cuando no debe. La cantante era una especie de Moby Dick quebradeña, conjuro extraño o mítica figura, la gorda borracha tenía el cuerpo de Mario Ledesma, pilar de Los Pumas. La voz era semejante a la del Coco Basile pero su caudal era el de Pepito Cibrián (o Juan Carlos Mareco) después de leer “Marica”, y tenía la presencia escénica de Claudio Morgado. De toda esa mezcla es curiosísimo que no salieran aplausos, un garzo, un botellazo, insultos o todo eso junto; algo que diera la mínima señal de que las 20 personas que estábamos allí dentro estábamos con vida. Pienso que el público no fue silencioso por respeto, y juicio musical, más bien creo que era absoluta sorpresa por el Anfibio Coya.
De todos modos uno fue allá para vivir todo esto y para todo lo que el lenguaje no puede transitar o retratar en palabras articuladas. Fuimos para querernos y mimarnos, para sentarnos y trascurrir todos los segundos demas que le caben a un minuto en Purmamarca. Nos fuimos para reafirmar amores, ese mismo que cada día se entreteje en La Plata de una manera tan sofisticada y que en algunos lugares asume la singularidad de la sencillez; fuimos a corroborar que todo es lo que soñamos en tanto y en cuanto dependa de nosotros y nuestra disposición para que ciertas cosas sucedan. Fuimos a constatar que la belleza de la felicidad es una esquina con un cerro al fondo y un viento que pasa no tan manso mientras el Dios Coquena, en medio de los cerros, le susurra a los rebaños de Vicuñas que son las seis de la tarde y que la noche se está viniendo, que ya es hora de regresar y mejor es ir volviendo.
Se termina la dura semana
y yo sé bien que mañana
no tengo que trabajar
pero al despertar
le pediré al Dios puneño
que la luna alumbre siempre siempre más...
Coquena, Coquena
sos el dueño de toda la puna y del amor
de la luna que nació para alumbrar.